¿Se ha convertido «Zoolander 2» en la mayor decepción cinematográfica de este año 2016? Pongamos la película protagonizada por Ben Stiller bajo la lupa.
“Zoolander (Un Descerebrado de Moda)” (“Zoolander”, Ben Stiller, 2001) es una de esas películas a las que el reconocimiento social le llega de forma lenta, progresiva pero imparable. Su éxito no es explosivo sino invasivo, y, como otros clásicos recientes e insospechados de la comedia americana como “Historias de Navidad” (“A Christmas Story”, Bob Clark, 1983) , “El Príncipe de Zamunda” (“Coming to America”, John Landis, 1988), “No Matarás… Al Vecino” (“The ‘Burbs”, Joe Dante, 1989) o “Austin Powers: La Espía Que Me Achuchó” (“Austin Powers: The Spy Who Shagged Me”, Jay Roach, 1999), su herencia se ha transmitido de forma tanto intrageneracional (entre hermanos o amigos) como intergeneracional (de padres a hijos).
A grandes rasgos, creo que las tres grandes bazas sobre las que se sustentaba el éxito de “Zoolander” eran principalmente:
- Su componente satírico tan certero como hilarante al respecto de la moda y todo lo que la rodea.
- El goteo sostenido de gags absolutamente gloriosos, de esos que permanecen en la memoria colectiva de una generación.
- La creación por parte de unos actores en estado de gracia (Ben Stiller, Owen Wilson y especialmente Will Ferrell) de tres personajes icónicos.
¿Qué queda de todo ello en “Zoolander 2” (íd., Ben Stiller, 2016)? La verdad, y me entristece confesarlo, poca cosa.
En primer lugar, “Zoolander 2” abandona casi totalmente la sátira para renegar de su naturaleza y escupir al mismo núcleo de su existencia. Donde la trama argumental en “Zoolander” era una tonta excusa -el maquiavélico plan para asesinar al primer ministro de “Malaysia” (sic)- para poner en marcha el mecanismo sarcástico y paródico sobre el mundillo de los desfiles y las grandes firmas de moda y hacer acopio de situaciones verdaderamente hilarantes, en “Zoolander 2” la trama deviene en eje principal para ser usada de pretexto a la hora de devolver innecesariamente a la vida a unos personajes tan añorados como invalidados actualmente. Ese vacío de las intenciones originales convierte a esta secuela en una especie de buddy movie paródica, una película de espías pretendidamente cómica, pero torpe y sin gracia.
Quizás eso es lo más grave. “Zoolander 2” no tiene la menor gracia. Bueno, seamos justos: tiene algo de gracia, pero muy poca. Puestos a salvar, me reí moderadamente en la entrada de Zoolander a la prisión de alta seguridad donde está confinado Mugatu, a modo de parodia de “El Silencio de los Corderos” (“The Silence of the Lambs”, Jonathan Demme, 1991); o en la secuencia final del cónclave entre diseñadores, donde es complicado aguantar la risa al ver a Marc Jacobs, Alexander Wang o Valentino tan dispuestos a reírse de sí mismos. A parte de esto, poco más. Los gags míticos de la película original están o bien metidos con calzador en la película (ese “Hansel ahora es lo más” absurdamente intercalado al final de la cinta) o bien repetidos hasta la saciedad hasta hacerles perder toda la gracia (esas miradas míticas de Derek Zoolander que ahora son incapaces de detener las armas arrojadizas).
Las novedades en “Zoolander 2” no solo no aportan frescura a un guión tan ágil y vigoroso como las articulaciones de un octogenario con artritis reumatoide de larga evolución, sino que producen bastante vergüenza ajena. Kyle Mooney -uno de los peores y menos divertidos actores salidos de “Saturday Night Live” ever– resulta vergonzante en su rol de diseñador hipstercillo (¿una parodia de lo hípster? ¡Hola, 2013!), por no hablar de los terroríficos, por terribles, cameos de Fred Armisen o Benedict Cumberbatch. Toda la tragicomedia paternofilial entre Derek Zoolander y su hijo, Derek Jr. (interpretado por Cyrus Arnold, una especie de sosias de Marcos de “Fama… ¡A Bailar!”) resulta francamente aburrida, cuando no directamente penosa. Visto lo visto, ni siquiera nos parece mal la inclusión de una Penélope Cruz desubicadísima en el casting, que además, pobrecita, sirve de receptora del chiste más grosero de la película.
Pero al César lo que es del César, y si toca hablar de virtudes de la obra original que permanecen aquí, tenemos que mencionar a Will Ferrell. Ferrell sigue exudando putoamismo por allá donde pasa, y aquí vuelve a demostrar que es el actor cómico puro vivo más brillante actualmente. Su portentosa recreación de un Jacobim Mugatu a ratos incluso más pasado de vueltas que en la cinta original hace que nos lamentemos de que su papel haya quedado relegado al último segmento de la obra, casi marginal. Por lo demás, tanto Ben Stiller como Owen Wilson parecen hacer lo que buenamente pueden con unos personajes absolutamente castigados por un guión tan trasnochado y mamarracho, en el peor sentido posible.
Hay una escena en la película en la que Derek Zoolander y Hansel son utilizados como víctimas anacrónicas de una broma cruel en un desfile, resaltando de forma desalmada las diferencias irreconciliables entre los tiempos en los que ambos dominaban las pasarelas y la actualidad. Así, esencialmente el análisis más lúcido sobre “Zoolander 2” lo hace por tanto la misma obra: todo lo que funcionaba masivamente hace quince años, ahora resulta ridículo, rancio y, esto es lo verdaderamente trágico, sin la menor gracia.
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