«Y Nunca Volvió A Suceder…» incluye dos mini-cómics en los que Sam Alden juega con el tiempo para paralizar dos retratos generacionales y emocionales.
Las posibilidades del ritmo dentro del cómic son infinitas… Y, desgraciadamente, no del todo exploradas ni explotadas por toda una pléyade de autores que se limitan a repetir el modelo preponderante de fragmentación de la página en un conjunto simétrico de viñetas sobre las que es la cantidad de texto lo que determina la velocidad de lectura y, por lo tanto, el propio ritmo del cómic. En los últimos tiempos, sin embargo, el cómic occidental parece que se está mostrando más permeable a las sabias artes orientales del manga, donde la experimentación con el ritmo interno de las viñetas y de las páginas acercaría a los cómics nipones a todo ese audiovisual surgido de la estética videoclipera de la MTV (cuando el mítico canal emitía videoclips, se entiende).
Claro que hay excepciones. En los últimos tiempos, varios autores han jugado la carta del mutismo para eliminar de la ecuación el texto como generador de ritmo y establecer ellos mismos la velocidad de lectura a partir de la iconografía puramente visual. Me estoy refiriendo a casos como el del «Pinocchio» de Winshluss o el del reciente ganador del Premio FNAC Francia, «Un Océano de Amor«, de Lupano y Panaccione. A medio camino de la radicalidad nipona y de la aproximación arty europeista parece nadar «Y Nunca Más Volvió A Suceder…» (editado en nuestro país por La Mansión en Llamas), el debut en solitario de Sam Alden tras haber colaborado habitualmente en «Hora de Aventuras» y de haberse llevado dos premios Ignatz con sus historias «Hawaii 1977» y «Haunter«.
«Y Nunca Más Volvió A Suceder…» contiene dos historias que nada tienen que ver la una con la otra en lo argumental, pero sí en la esencia emocional y generacional. La primera de ellas es precisamente esa «Hawaii 1977» mencionada más arriba, y también el puñetazo más certero de Alden sobre el corazón de los lectores más adormilados. No quiero incurrir en spoilers que maten la belleza de una historia minimalista e impresionista de primeros amores y recuerdos que te acompañan para toda la vida, pero se hace necesario poner sobre la mesa la hermosa capacidad del autor para, después de un arranque clásico, ocupar páginas y más páginas con la persecución del protagonista hacia el objeto de su amor: una carrera que puede ocupar dos minutos en la vida pero que en el cómic se alarga a razón de viñeta por página. Es evidente que Sam Alden juega con algo que también ocurre en la vida real: el tiempo como chicle que se alarga o se encoge dependiendo de la importancia de lo vivido. Eso que a veces decimos de «fue un segundo que parecieron diez años» y que sólo lo aplicamos a momentos como el descrito en «Hawaii 1997«: instantes fugaces que nunca más volverán a suceder, pero que se mantendrán en nuestra memoria fotograma a fotograma. A cámara lenta.
«Y Nunca Más Volvió A Suceder…» contiene dos historias que nada tienen que ver la una con la otra en lo argumental, pero sí en la esencia emocional y generacional.
«Anime«, el segundo relato incluido en «Y Nunca Más Volvió A Suceder…«, aplica de nuevo un recurso similar pero con un objetivo diferente. En este caso, Alden aborda la historia de una chica algo «rarita» (para que nos entendamos: una friki que vive su pasión por el manga como algo tan insano que acaba por perder de vista la relación entre realidad y ficción… Todos hemos conociodo a algun@ de est@s) que ahorra obsesivamente para costearse un viaje a Japón, que es el lugar en el que sueña ser comprendida por fin. El autor plasma el viaje como una sucesión de estampas que circulan sin pena ni gloria y en las que, finalmente, la protagonista es asimilada como espectadora más, como elemento externo incapaz de armonizar con lo que tiene delante. Es esta una historia profundamente triste con un final que no hace más que ratificar esa misma tristeza existencial. Pero, al fin y al cabo, ¿no es este tipo de tristeza existencial el principal virus de una generación repleta de seres desconectados de la sociedad y conectados -virtualmente- a búsquedas de Santos Griales totalmente ficticios?
Ambas historietas son trazadas por el pulso de Sam Alden con ilustraciones que parecen beber del universo en eterno movimiento de Plimpton pero en versión todavía más brumosa, más desdibujada, más ambigua en unas formas que a veces son meros indicios icónicos que piden al lector una actitud activa a la hora de re-imaginar lo que está viendo, fortaleciendo más todavía su relación con lo leído y visto. Al fin y al cabo, ¿no es cuando nos imaginamos las cosas a nuestra manera cuando acaban fijadas con mayor profundidad a nuestra memoria?