Dos chicos se conocen una noche y acaban follando en casa de uno de ellos. Al despertar a la mañana siguiente, uno de los dos amantes coge su grabadora de voz y le pide a su compañero de cama que explique exactamente qué es lo que ha pasado… Lo hace como parte de un proyecto artístico en el que está intentando que el grabado pierda el pudor a la hora de hablar de algo tan natural como el sexo y que quien escuche (en un futuro plausible) estas mismas grabaciones deje de considerar el sexo homosexual como un tabú. El punto de partida de «Weekend«, no voy a negarlo, es genial: Andrew Haigh muestra la suficiente valentía como para huir de la facilidad que supondría abrir su cinta con una espectacular escena de sexo gay, elidiendo así una acción que, a la mañana siguiente, narrada por una de las dos partes, se convierte en algo mucho más «especial». El eterno poder de la imaginación: siempre es más interesante imaginar las cosas que verlas, y más todavía en un medio como el cinematográfico, donde siempre está presente la tentación de mostrarlo absolutamente todo. Pero es esta una escena que, además, sienta las bases de lo que vamos a ver en «Weekend«: Russell (Tom Cullen), el amante delante de la grabadora, se muestra retraído y precavido a la hora de hablar de sexo; mientras que Glen (Chris New), el artista detrás del aparato, es exuberante y provocador al hablar de lo que acaba de pasar.
La dinámica entre ambos personajes y ambas posturas ideológicas son el combustible que acaba haciendo que el motor de «Weekend» se mueva hacia adelante. Es esta una de esas películas habladas que, más que a la cerebralidad de Oliveira, remite a la emotividad de Rohmer o a aquella falsa ligereza de Honoré que, a su vez, bebía de un Godard que siempre supo utilizar el diálogo como palanca hacia otros territorios. En esta ocasión, la dialéctica funciona en base a dos posturas contrarias que, además, tienen mucho que ver con la presentación de personajes de la apertura del film. Durante todo lo que queda de metraje, a medida que el germen del amor entre Russell y Glen va creciendo también lo hace la polaridad de la conversación: el primero es partidario del pasar desapercibido no como estrategia de supervivencia homosexual, sino como una normalidad real que no necesita re-afirmarse continuamente; el segundo, por el contrario, toma como opción vital el plantar su condición sexual en la cara del resto de personas, quienes para él todavía no han asumido la homosexualidad con una normalidad verídica. Las conversaciones llegan a niveles realmente elocuentes y, sobre todo, lo hacen de forma plenamente justificada e integrada en la propia trama, ya que Haigh sabe que la forma de llevar la identidad (homo)sexual es algo de vital importancia cuando estás conociendo a una posible pareja.
Eso no significa que «Weekend» sólo sea una concatenación de diálogos epatantes: en este film también hay espacio para la contemplación (en su vertiente más introspectiva, observando a Russell en su trabajo -es salvavidas en una piscina- y dándole así el espacio mental que parece demandar su postura y que no tiene nunca cuando está junto a Glen) e incluso para la digresión (el diálogo a altas horas de la madrugada, con los dos personajes hasta las trancas, es una de las conversaciones drogotas más verosímiles de la historia del cine)… Aun así, al final «Weekend» cojea precisamente por su condición de diálogo entre dos partes demasiado marcadas: para empezar, no hay más voces que las de Russell y Glen, ya que no hay otros personajes que aporten nuevos puntos de vista; y, sobre todo, el diálogo entre ambas posturas acaba resultando un enfrentamiento demasiado frontal entre dos posiciones que acaban rozando lo maniqueo, demasiado blanco contra negro. Está claro que en un choque entre contrarios es cuando mejor pueden definirse las formas de ambos, pero es precisamente esa definición extrema la que resta algo de valía al discurso de «Weekend«: en algo como la identidad homosexual, hace tiempo que dejaron de existir los extremos, el blanco y el negro absolutos.
Es por eso por lo que no hubiera estado del todo mal que Haigh hubiera ampliado la gama cromática de un su discurso: el film habría ganado varios enteros al asumir que la normalidad, al fin y al cabo, no está ni en un lado ni en el otro, sino en toda la gama de colores intermedios. Más allá de la concesión a un final abiertamente feliz (cuando Glen devuelve la cinta a Russell no sólo se establece el preludio de un amor, sino la tregua definitiva entre dos posturas absurdamente enfrentadas), «Weekend» podría haber corrido el mismo peligro que el proyecto artístico de Glen: en cierto momento del metraje, este personaje afirma que cree que «los heteros no la verán porque no les interesa, y los gays no la verán porque no salen pollas«. Si aquí habla Glen o el propio Andrew Haigh es algo que queda dulcemente difuminado… Pero que acaba revelándose como injusto. A día de hoy, «Weekend» ya se ha convertido en un pequeño gran éxito entre los aficionados al cine indie. Y el hecho de que no se haya quedado en el habitual micro-gueto del cine indie homosexual, ya debería ser una buena señal. Como en la relación de los protagonistas, aquí también hay futuro.