Existen dos tipos de obras maestras: aquellas que alcanzan alturas inusitadas a base de ahínco, de explorar los supuestos límites de galaxias imaginarias para expandirlos e ir más allá de lo conocido; y esas otras que subliman su alcance en la forma de una perla minúscula, de contorno pluscuamperfecto y eternamente fascinante. Hablando en plata: existen los tochacos geniales y los libritos magistrales. De hecho, muchos son los autores que dejan huella en ambos campos… Por poner dos ejemplos: Kafka con «El Proceso» / «La Metamorfosis» o Melville en «Moby Dick» / «Bartleby El Escribiente«. Precisamente con estos dos autores se relaciona habitualmente a Nathaniel Hawthorne, por mucho que este sea conocido especialmente por su labor de orfebrería al abordar piezas minúsculas como este breve «Wakefield» y muchas otras novelas y relatos breves. Entonces… ¿Hay que hacer saltar las alarmas cuando una obra de menos de cien páginas te proporciona un ratio de placer literario superior al de esos otros libracos que te obligan a utilizar las dos manos para sostenerlos? ¡Que nadie se asuste! Todo es disfrutable en su justa medida.
Pero sí que es cierto que sorprende la cantidad de pliegos y diversidad de texturas que se forman en el interior de una novela tan corta como «Wakefield«. Tampoco es que se neceisten más páginas para abordar la historia de un hombre que, un buen día, sale de su casa con la excusa de un viaje de trabajo y no vuelve a aparecer. El susodicho viaje de trabajo, sin embargo, no existe, y el Wakefield del título no tarda demasiado en alquilar un apartamento cerca de su propia casa para observar cómo es la vida sin él, cómo se las arregla su mujer en su ausencia y cómo lidia ella con su súbita desaparición. Lo que nace como una broma macabra (algo similar a esa fantasía supuestamente generalizada de ver tu propio funeral) acaba siendo un melancólica encarnación metafórica de ese hombre, fruto de la sociedad postindustrial y urbanita, que acaba desconectándose por completo de su propia vida, que acaba existiendo como un alma en pena (¿un «infra yo» reflejo y esperpento del «super yo» freudiano?) alejada de un «yo» al que, en ocasiones, le cuesta reconocer. Hawthorne aplica las convenciones del cuento moderno, de la fábula urbana para retratar la abulia existencialista de la cotidianidad de un hombre que era moderno en el siglo XIX (cuando se publicó la obra) y que sigue siéndolo a día de hoy…
No en vano, lo inquietante de nuestra prescindibilidad (¿seguiría el mundo igual si no existiéramos?) y de nuestra insignificancia (¿podrían seguir viviendo nuestros seres más queridos si desapareciéramos?) siguen siendo síntomas de nuestra sociedad actual. Unos síntomas que, precisamente por su perdurabilidad, convierten la nueva edición de «Wakefield» de la mano de Nórdica en una lectura imprescindible a archivar al lado de otras obras imprescindibles para entender el sinsentido de la existencia del ser humano moderno como las mencionadas «La Metamorfosis» o «Bartleby El Escribiente«. De hecho, y celebrando el quinto aniversario de la editorial, esta edición viene sublimemente ilustrada por Ana Juan con un estilo que, sin necesidad de emular el de la época en la que se escribió el libro, sí que consigue capturar la melancolía apesadumbrada del original e incluso sus amplias dosis de magia cotidiana y absurda. Todo suma para demostrar que sí, que necesitamos los tochacos para pasar el verano y acabar con la sensación de que hay veces que mil páginas te cambian la vida como quien pisa una mina antipersona y sobrevive… Pero que, en otras ocasiones como la de «Wakefield«, menos de un centenar de folios pueden ser algo similar a una bala que pasa certera justo al lado de tu vena ahorta.
[Raül De Tena]