El cartel del festival portugués Vilar de Mouros 2016 fue una barra libre de nostalgia… Pero hay que reconocer que fue una nostalgia bien entendida.
Como los caminos que llevan a Roma, hay diferentes vías para llegar a Vilar de Mouros. Una de ellas, por la que se abandona Galicia cruzando el río Miño -esa raia húmida que actúa de frontera natural entre España y Portugal- y siguiendo su cauce en paralelo hacia el oeste, desemboca en su tramo final en una estrecha y serpenteante travesía adoquinada que puede acabar en cualquier lugar menos en uno donde se celebre un festival de música.
Pero, inesperadamente, una vez finalizado el traqueteo causado por el empedrado, aparece la pequeña aldea que acogió en 1965 la reunión musical folclórica que actuó como semilla del Vilar de Mouros, el certamen rock más antiguo del país vecino. Parece mentira, pero esa localidad (que actualmente cuenta con poco menos de 800 habitantes) a orillas del río Coura es el escenario desde hace 50 años de la historia de un festival por el que han pasado referencias fundamentales como U2, Sonic Youth, Neil Young, Bob Dylan o The Cure.
Aunque esa trayectoria no se mantuvo en el tiempo de manera regular, sí alcanzó la suficiente relevancia para que se considerara al Vilar de Mouros como uno de los eventos de música en directo más importantes del circuito portugués. Así, después de un largo barbecho de siete años desde 2007, un regreso en 2014 que resultó decepcionante y otro año en suspensión, el retorno del Vilar de Mouros en 2016 se tomaba como un punto de inflexión (o, yendo más allá, una resurrección) que debía propiciar una continuidad estable a medio plazo con la vista puesta en la celebración de su 50 aniversario, que se cumplirá oficialmente en el 2021.
Realizado el balance global de su desarrollo, el renovado Vilar de Mouros ha sentado unas sólidas bases para el futuro apoyado en un singular concepto fuertemente anclado en la nostalgia: por un lado, para recordar el significado del festival en su calidad de acontecimiento cultural pionero; y, por otro, para ofrecer un cartel artístico en el que las propuestas internacionales más atrayentes se caracterizaron por su veteranía e influencia en la historia de la música de las últimas tres décadas.
Estos dos condicionantes provocaron que la atmósfera reinante en el bello entorno del río Coura, presidido por el simbólico puente medieval del pueblo, se alejase de los rasgos típicos de estas citas debido al perfil del público, variopinto y con una media de edad más elevada de lo habitual; y por el ambiente que se respiraba en la misma entrada del recinto, salpicada de puestos de ropa, tatuajes o discos de segunda mano que, de alguna manera, intentaban reproducir el espíritu que hizo que se denominara al Vilar de Mouros el ‘Woodstock portugués’.
En este caso, antes y durante los conciertos no había espacio para imposturas y poses artificiales, sino sólo para el verdadero amor por la música y el entusiasmo por ver en vivo a varios nombres clásicos que se reunieron en una minúscula aldea, dieron lustre a su legado, desempolvaron viejos recuerdos (no sólo sonoros) y, de paso, demostraron su trascendencia a las nuevas generaciones presentes.
JUEVES 25 DE AGOSTO. En cuanto se accedía al recinto que acogía el escenario principal, se palpaba el alegre ambiente de verbena popular que embargaba a un Vilar de Mouros que también sirvió como escaparate de grupos y artistas portugueses que se balanceaban entre la comercialidad y la independencia.
Los primeros en aparecer fueron Manuel Fúria e Os Náufragos, que inauguraron el festival con su pop-rock desacomplejado y actuaron como aperitivo de uno de los protagonistas del Vilar de Mouros 2016: el ínclito Peter Hook y sus The Light, inmersos en el calentamiento previo al tour en el que repasarán íntegramente los respectivos recopilatorios “Substance” de Joy Division y New Order. Esta vez, las (cansinas) camisetas con la icónica portada de “Unknown Pleasures” que lucían muchos fans tenían todo el sentido del mundo, aunque no tanto el plan de Hook: destripar la seminal herencia de sus dos bandas principales en lo que debería ser un (auto)homenaje legítimo pero que suena más a estrategia llena-bolsillos con envoltorio de karaoke ejecutado con las letras escritas en papel por si acaso la memoria falla. A ello se añade que, por mucho que se empeñe en emular sus graves matices vocales, Hook no llega a la suela de los zapatos de Ian Curtis.
Así que había que tragar saliva y cerrar los ojos para no ver a su hijo al segundo bajo en un flagrante caso de nepotismo musical y escuchar con las menores interferencias posibles el setlist dividido en dos tramos diferenciados y cuyo contenido brillaría igualmente aunque lo interpretase un mono con platillos. La primera mitad se centró en Joy Division: “Digital”, “Isolation”, “She’s Lost Control”, “Shadowplay”, y “Transmission”. Una selección imbatible, pese a que los pulmones de Hook se quedaban sin fuelle y sus posturitas perdían gracia a cada minuto.
Cuando tocó abrir el baúl de New Order, resultaba difícil saber si el grupo estaba de broma o no: el guitarrista David Potts (el colega de Hooky en Monaco) se puso a imitar la voz de Bernard Sumner en “The Perfect Kiss”; y “Blue Monday” sonó totalmente pregrabada, sólo con Hook y su vástago sobre las tablas. Pero, claro, los tesoros neworderianos son tan cegadores que el cerebro enseguida borró cualquier rastro esperpéntico al caer “True Faith”, “Temptation” y “Ceremony”… hasta que se alcanzó el previsible desenlace: “Love Will Tear Us Apart”, destrozada por Hook, canturreada con los consabidos ‘lololós’ y aplastada por los clichés. Parecía complicado, pero finalmente la balanza se inclinó hacia el corazón frente al raciocinio. Eso sí, por los pelos.
The Legendary Tigerman tiró de intensidad, vehemencia y clase para entregar kilos de rock and roll de pura cepa, rociado de gasolina blues y manejado como mandan los cánones. Con la ética y la estética que exigía el estilo que practica y como si se encontrase en un polvoriento bar de carretera perdido en la Ruta 66, el hombre tigre derrochó energía guiado por el viento de un saxo ardiente y, a veces, esquizoide, que potenciaba su fiereza guitarrera y sus movimientos flamígeros, a medio camino entre The Jim Jones Revue y Jerry Lee Lewis. Cada vez que entraba en combustión arrasaba con todo lo que se le ponía por delante, incluido el público, que terminó berreando -como suele suceder en sus directos- el grito de guerra de Tigerman: «Rock and roll!». Ni más ni menos.
Vuelta a la nostalgia, en otro ejercicio recalcitrante dirigido por Happy Mondays, envueltos en un halo de sospecha sobre sus actuales prestaciones que supuraba malas sensaciones. Nada más lejos de la realidad: para sorpresa de acólitos y no tan adeptos, los mancunianos cumplieron el expediente con creces. Lógicamente, había que ser consciente del estado de los Happy Mondays del siglo 21, con lo que no debería extrañar haber visto a Shaun Ryder estático en medio de la tarima pero parlanchín, pegado a un botellín (¿de agua? Va a ser que no…), parapetado tras sus gafas de sol y centrado en cantar sus himnos madchesterianos sin perderse. No se le pedía otra cosa, ni siquiera recordar con exactitud la década a la que pertenecían algunos de los temas (duda que expresaba continuamente) o ser el protagonista de la velada, papel que cedió a su corista Rowetta y, cómo no, a Bez, envejecido (acabó cojo; la edad no perdona…) pero tan bailongo y fiestero como antaño.
¿Y las canciones? Pura gloria, desde “Kinky Afro” y “24 Hour Party People” en un arranque apoteósico hasta las más pop (“Dennis And Lois”) y las más chill para rebajar el subidón (“Loose Fit”), ingredientes de un eufórico tributo al hedonismo de finales de los 80 y principios de los 90. De ahí que se llegara a un punto en el que sólo primaba el baile primitivo coordinado por Bez, que ayudó a que “Step On” se viviese como cuando dominaba la pista del Haçienda en su época dorada. Después, “Hallelujah” pondría el broche perfecto que refrescó recuerdos de juventud entre raves, juergas nocturnas y aventuras químicas. Happy Mondays podían haber caído en la trampa del concierto de grupo mítico en fase de decadencia que se reduce a una mera auto-parodia, pero Ryder y compañía lograron esquivar con dignidad ese peligro aportando argumentos más firmes de los imaginados.
Peter Murphy no necesitaba certificar su estatus dada su longeva trayectoria individual al margen de Bauhaus. Para comprobarlo, bastaba con observar la expectación levantada antes de la salida de uno de los nombres más esperados del día por los devotos del rock gótico y del post-punk tenebroso, que se quedaron hipnotizados por la forma en que Murphy aplicó su ley, definida por la oscuridad, el clasicismo, la profundidad y la elegancia. Sus imponentes voz y figura lo convertían en un guardián con traje de crooner sombrío que custodiaba una fortaleza eléctrica de paredes transparentes y delicadas (“The Rose” en versión desnuda y mecida por violín, “A Strange Kind Of Love”) y muros de sonido compactos y pesados (“Eliza”, “Dark Entries”) que, en algunos tramos, se abrían para que entrara un fino rayo de luz (“Cuts You Up”, alimentada por sangre new wave) entre las tinieblas de sus composiciones en solitario y de la era Bauhaus. El carismático maestro del after-punk cavernoso sentó cátedra exhibiendo su amplio registro sin abandonar ni un segundo su aura intrigante e intimidatoria.
¿Es posible cerrar una jornada festivalera más allá de las dos de la madrugada con una música cuidada y reposada que requiere toda la atención del respetable? En el Vilar de Mouros, sí, tal como demostró António Zambujo con su mezcla de sonidos tradicionales portugueses y bossanova, sazonados con condimentos mediterráneos e incluso rítmicas de vals. El cantautor luso elaboró un set agradable y muy cinematográfico, como si quisiese poner banda sonora a la película del festival en plena noche. Pero la hora elegida no fue la idónea para evitar que buena parte de los asistentes saliesen del recinto antes de tiempo.
[/nextpage][nextpage title=»Viernes» ]VIERNES 26 DE AGOSTO. Tras una primera jornada que marcó las pautas de su posterior devenir, el Vilar de Mouros 2016 afrontaba su teórico día más agitado, tanto encima como delante del escenario. Pero, no lo olvidemos, este es un festival diferente y, hasta que no se acercó la hora de apertura de puertas, parecía que allí no se iba a vivir toda una fiesta (ochentera) dada la atmósfera relajada y familiar que cubría la orilla del río Coura, espacio idílico para montar un pic-nic sobre la arena fluvial, descansar bajo la sombra de los árboles o pasear lentamente en medio del agua. Sin embargo, el bullicio iría creciendo progresivamente.
NEEV, una especie de Florence + The Machine en clave masculina por su melodramatismo vocal, emitió las primeras notas de la tarde en forma de pop electrónico con mucha alma, tan emotivo como penetrante.
El segundo de esos adjetivos sirvió también para describir el despliegue de Linda Martini, que jugaron con la tensión guitarrera para facturar un rock fluctuante y con nervio. En determinados momentos sus rasgueos eléctricos escupían lava, aunque también eran capaces de rebajar el alto voltaje, remarcar las melodías y dulcificar las estructuras del post-punk más feroz y del post-hardcore.
Disipada la tormenta, llegaría la calma… O, más bien, la nube de azúcar de Milky Chance, cuyo planteamiento fue claro y meridiano: pop 100% comercial compuesto por tonadas amables para acompañar al unísono, sobre todo por la nutrida legión de fans arremolinados en las filas delanteras. Ese panorama fue lo más destacable de su concierto, sustentado en unas canciones superficiales, insulsas y asequibles para oídos adocenados que no escapaban de la homogeneidad prefabricada que invade las radiofórmulas de hoy en día. No había duda de que era el caramelo del festival colocado para atraer a la facción más joven de su público potencial, que se entregó a los ritmos monocordes de los alemanes. En definitiva, mucho pop de celofán y pocas nueces (por no decir ninguna…).
Gracias a Dios, perdón, a Ian McCulloch, Echo & The Bunnymen devolvieron las aguas rock a su cauce realizando uno de sus directos positivamente predecibles que revalorizan su catálogo post-punk, totalmente adaptado a un sonido rocoso y con pegada derivado de sus álbumes más recientes. De ahí que no extrañara su poderoso comienzo mediante “Going Up” y “Rescue”, con un McCulloch firmemente sujeto al micro o haciendo los típicos gestos escénicos que tanto han inspirado a Liam Gallagher y un Will Sergeant dando la puntilla perfecta con su lustrosa guitarra.
Es decir, que los Bunnymen no se salieron del guión previsto ni un ápice, incluidos sus archiconocidos medleys (“Roadhouse Blues” de The Doors con “Villiers Terrace”, “Walk On The Wild Side” de Lou Reed con “Nothing Lasts Forever”). Por tanto, se podía asegurar que los de Liverpool estaban colmando los deseos de sus seguidores más talluditos, que gozaron con las clásicas “Seven Seas”, “The Killing Moon” (la mejor canción de la historia según McCulloch), “The Cutter” o “Lips Like Sugar” (la segunda mejor para él), viajes sonoros en el tiempo como el que algunos de los presentes hicieron mentalmente hacia la actuación del grupo en Vilar de Mouros en 1982. Más de 30 años después, Echo & The Bunnymen constataron que aún están muy lejos de tener que pedir la jubilación.
Por su parte, David Fonseca ratificó su condición referencial dentro del pop luso contemporáneo. Ante un decorado especial, con pantallas LED y atrezzo, Fonseca y su banda dibujaron coloridas estampas perfiladas con estribillos adhesivos y abundantes coros con el único objetivo de que la audiencia se uniese a la fiesta. Algo que consiguieron a base de ritmo, baile y guiños como su homenaje a David Bowie vía “Let’s Dance” y su relectura del “Video Killed The Radio Star” de The Buggles. Una vez vaciado su tanque de energía, amor y emoción sobre las tablas, Fonseca decidió culminar el jolgorio sumergido en el público. En las caras de los que lo rodeaban se vio la expresión más diáfana de la felicidad pop.
Y eso que faltaba por presenciar el show más exultante del Vilar de Mouros 2016, la guinda del pastel de la noche colocada por unos excitantes (y excitados) OMD, que se estrenaban en Portugal. Así que la ocasión merecía que los adalides del tecnopop genuino sacaran a relucir sus deslumbrantes melodías sintetizadas. Lo que pocos imaginaban era que OMD, comandados por un Andy McCluskey en plena forma e híper-motivado, se mostraran con la misma frescura que aquellos chavales que compartieron el escenario de un club de Liverpool en 1978 con, curiosamente, los propios Echo & The Bunnymen. Una historia que McCluskey recordó como una anécdota difuminada por la fuerza de una banda y un repertorio iniciado con, atención, “Enola Gay”. Tal osadía sugería que OMD no se iban a conformar con guardarse su mega-hit como un simplón truco final, sino que preferían despacharlo cuanto antes para sacar brillo a su extensa colección de singles (no faltaron “Souvenir” o “Maid Of Orleans”).
Ya fuera con brío o con dulzura (rozando lo empalagoso en las fases baladísticas cantadas por Paul Humphreys), OMD activaron sus teclados al máximo según las coordenadas de su sonido synthpop original, sin aditivos pero sí conservantes, los necesarios para que el tiempo no sólo no hubiera hecho mella en su estilo, sino que también lo hubiera reforzado. Quedó patente con las maniobras de un desatado y sudoroso McCluskey, una combinación de Samuel T. Herring (Future Islands), Ian Curtis y un gogó ibicenco, mientras interpretaba las efervescentes “Tesla Girls” o “Electricity”. OMD reivindicaron su emblemático nombre y confirmaron que, a veces, un buen chute de retromanía es beneficioso para la salud.
[/nextpage][nextpage title=»Sábado» ]SÁBADO 27 DE AGOSTO. En su tercer y último día, el Vilar de Mouros 2016 había adquirido la suficiente inercia en cuanto a asistencia (llegó a acumular 22.000 personas en total) y ambiente, aunque sin perder su característica apacibilidad y calidez. Sin embargo, se apreciaba que el festival ya había superado su cumbre y empezaba a dirigirse hacia la rampa de descenso, a pesar de que todavía tenían que aparecer uno de sus grupos estelares y otra sorpresa reservada para su desenlace.
El portugués Samuel Úria intentó combatir la modorra vespertina a base de pop estándar agitado por pellizcos eléctricos, aunque su esfuerzo se quedó a medias.
Sería Bombino el que sacudiera mentes y cuerpos gracias a su rock-blues (con desviaciones hacia el dub) del desierto cargado de ritmos propios de la tradición sonora tuareg y de riffs ágiles. Por algo al nigerino le llaman el ‘Hendrix del Sahara’, apodo que justificó haciendo que su guitarra hablara con tanto ímpetu como su mensaje cantado, con trasfondo protestante en defensa de sus ancestrales raíces, aunque para los no duchos en tamasheq resultase indescifrable. Pero, como él mismo y su bajista afirmaron, su música no entiende de lenguas ni de fronteras, ya que persigue una universalidad que se traduce en canciones frenéticas e hipnóticas recibidas entre danzas casi ceremoniales. Eso fue lo que pasó en Vilar de Mouros, como si se invocaran espíritus en un ritual atávico que, en ciertos momentos, inducía al trance.
La magia tuareg creada por Bombino se quebró con Tiago Bettencourt. Únicamente los simpatizantes del cantautor luso supieron seguir sus compases sin caer en la desconexión o, directamente, el tedio.
Idéntica tesitura podían haber vivido aquellos que, a estas alturas, observan a The Waterboys como una banda clásica carne de emisoras radiofónicas para melómanos maduritos y de recopilatorios de rock oldie. No así sus rendidos fans, cuyo semblante denotaba que llevaban (un buen puñado de) años esperando ver a Mike Scott y amigos en vivo. Con la explanada repleta, su blues-rock-folk añejo adornado con violín y piano sonó como si un viejo profesor estuviese explicando la lección de manera rutinaria, sin veleidades ni florituras. Sólo cuando el grupo se envolvía en humo de tugurio (“Nashville, Tennessee”), animaba el cotarro (“A Girl Called Johnny”), homenajeaba al rock and roll primigenio (“Roll Over Beethoven” de Chuck Berry) o desempolvaba sus hits (“The Whole Of The Moon”, “Fisherman’s Blues”) rompía la tónica de un concierto hecho a medida para un tipo de público de cierta edad no habituado a aventuras festivaleras pero que invadió el Vilar de Mouros 2016. He ahí uno de los grandes méritos del certamen.
Tindersticks, al igual que en otro momento del que fuimos testigos este año, no tenían nada fácil modelar su chamber pop extremadamente parsimonioso y sensible a punto de entrar en la madrugada, por mucho que el cielo estrellado y la plácida noche ayudaran en la labor. Sin entrar en consideraciones sobre su colocación en dicho turno, la banda de Nottingham remó poco a poco a través de un repertorio solemne e instrumentalmente detallista como de costumbre hasta lograr acaparar la atención del respetable (aunque era imposible eliminar el correspondiente ruido de fondo de algunas conversaciones y hasta de una pandereta…). De hecho, el mismo Stuart A. Staples agradeció la atención prestada, fundamental para que piezas del calado emocional de “Like Only Lovers Can”, “Second Chance Man”, “Were We Once Lovers?” (que aumentó la dosis de electricidad), una conmovedora “If You’re Looking For A Way Out” y una espléndida “Boobar Come Back To Me” acertaran de lleno en el centro de la diana del corazón. Al final, gracias a su influjo cautivador, el pop de bajas pulsaciones de Tindersticks funcionó a pesar de las dificultades horarias.
El cambio de tercio para entrar en la recta final del Vilar de Mouros 2016 sería radical: Blasted Mechanism tomarían el relevo rompiendo esquemas ataviados con sus disfraces cibernéticos de estética Predator. Si a ello añadimos hard rock tribal, percusión selvática, sonidos orientales, drum ‘n’ bass, gabber y dub a lo Asian Dub Foundation, obtendremos la fórmula de la banda lisboeta, tan llamativa como aplastante. Eso sí, en medio de la fusión entre rock de alto octanaje y electrónica explosiva asomaban melodías y ritmos bailables que daban forma a un estilo mestizo peculiar pero tremendamente efectivo.
Con tal inesperado remate se clausuraba el regreso del Vilar de Mouros, que busca encontrar la anhelada estabilidad anual que le permita seguir festejando a lo grande sus 50 años de vida. En 2016 ha dado con firmeza el primer paso de ese apasionante y ambicioso camino. [Fotos: Iria Muiños] [Más imágenes en Flickr]
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