¿Te enganchó la primera parte de nuestro diario del viaje a Punta Cana para disfrutar del Ron Barceló Desalia 2015? Pues el segundo capítulo se pone intenso…
MARTES / 24 DE FEBRERO / 7:10h. Tumbado en la cama, despierto a más no poder. Sin batería en el móvil, sin batería en el portátil. Desnudo, con una manta y una sábana cubriendo la parte interior de mi cuerpo pero con la parte superior al descubierto. Calor abajo, el frío que sale a propulsión desde el aire acondicionado golpeando contra mi pecho. Podría ir a desayunar, pero ¿no es demasiado temprano? Observo la habitación por vez primera a la luz del sol: el techo es alto, altísimo, y de él cuelga un ventilador como los de las películas, solo que está apagado. Los muebles de la habitación son de madera recia y colores oscuros. El suelo es de terracota de tonos marrones fuertes. Las puertas de vidrio transparente que dan hacia el balconcillo están cubiertas por unas finas cortinas verdes que dejan pasar toda la luz. Agradezco no haber corrido las otras cortinas cegadoras porque, así, aquí, ahora, desnudo en la cama, con el bufido del aire acondicionado como banda sonora, puedo ver perfectamente qué hay más allá de mi terraza. Hojas de palmera. Meciéndose con una brisa ligera. Detrás, un cielo azul, azulísimo.
Si tuviera estas vistas más allá de la ventana de mi habitación en Barcelona, es probable que tuviera serios problemas para levantarme cada día por las mañanas. Clavado en esta cama de Punta Cana, sin embargo, mi cuerpo empieza a reconocer el jet lag y sé que no voy a poder dormir más, que la única salida que me queda es levantarme, activarme, desayunar, ir a la playa, encontrar a mis compañeros de viaje. Me meto en la ducha y las gotas de agua golpeando mi piel y deslizándose por su superficie van obligando a mi cuerpo a tomar consciencia de si mismo: empiezo a notar el cansancio en las extremidades, el peso en los hombros, la niebla en el cerebro, el acero en los párpados. Empiezo a recordar que la noche anterior me movía con la lentitud de un zombie, mis pensamientos reptaban en el interior de mi cabeza con la viscosidad de una babosa. Esto es lo que llaman jet lag, supongo, y no haber dormido esta noche hará que el día de hoy sea más complicado todavía.
Al vestirme, el primer dilema del día aparece en el horizonte: ¿bermudas o bañador? ¿Qué hará el resto de gente? ¿Quedaré fatal si me planto en el buffet del hotel con bañador cuando todo el mundo va más decente? ¿O será el revés? Decido ponerme las bermudas tejanas, una camiseta y las sandalias. Meto en la bolsa «Las Correcciones», una revista de cine que me he traído, la cartera, el teléfono (sin batería) y la tarjeta de mi habitación. Podría decir que, al cruzar la puerta, el verdadero clima de Punta Cama me golpea sin piedad, pero no es cierto: este no es un clima que golpée, sino que es un calor y una humedad que te abrazan como te abrazaba tu tía con sobrepeso cuando eras pequeño. Es un abrazo cálido y sofocante, pero también agradable y amoroso.
Al salir del mi edificio, por fin veo el resort a la luz del día. Todo a mi alrededor parece haberse dejado poseer por el espíritu de un parque temático: palmeras de todos los tamaños, arbustos, césped de un verde intenso, caminitos rojos con bordes blancos que conectan los edificios y los diferentes espacios del hotel. Me cruzo con un empleado del hotel y me sorprende el contraste entre el blanco nuclear de su uniforme (pantalones cortos, camisa, sombrero tipo Livingstone) y el negro de su piel. No tengo que caminar demasiado hasta que me topo con la piscina, de un azul que rivaliza en intensidad con el del cielo. Vuelvo al lobby porque, antes de desayunar, quiero saber si puedo comprar en algún sitio un adaptador de corriente. Me dicen que puedo hacerme con uno en una pequeña isla de tiendas que hay justo a la salida del hotel, pero que hasta las 9 de la mañana no abren.
Entro en el buffet y, por suerte, lo primero que hago es ver a Juanjo sentado en una mesa cerca de la que ocupamos la noche anterior durante la cena. Nos damos los buenos días. Mientras dejo mis cosas en una silla, reparo en una tostada con tomate y aceite brillando en el centro del plato de Juanjo, en el que se acumula una variedad de elementos que me cuesta reconocer. Pienso fugazmente que es de los míos, que Juanjo también pertenece al Club Secreto de Adoradores de los Desayunos de Hotel, pero prefiero no detenerme en elucubraciones y me dirijo hacia la zona de comida.
La primera hostia es considerable, pero no es una hostia física: es una batalla campal que se desata en mi nariz. Sólo poner un pie en la zona de comida, todo un conjunto de olores contradictorios y poderosos chocan dentro de mi nariz. Me siento desubicado durante un instante, pero no tardo en localizar el pan y la tostadora, así que empiezo una liturgia que repetiré cada mañana: tostar el pan, extender una capa de tomate triturado en su superficie y tirar sobre él un pequeño chorro de aceite. Esta va a ser la base de todos mis desayunos… A partir de ahí, me dedico a mariposear por las diferentes mesas: embutidos, quesos, crepes, carnes, verduras. Quiero probar alimentos e ingredientes autóctonos, así que cojo banana frita y pure de auyama, pero también me dejo llevar por mi gula habitual y acabo amontonando en el plato salchichas, huevos revueltos y otros «atasca venas».
Vuelvo a la mesa, y Juanjo y yo no tardamos en embarcarnos en una de esas conversaciones que sólo se dan con alguien a quien hace tiempo que tienes ganas de conocer: a medio camino entre la ilusión de complicidad y la excitación contenida. Es una conversación que se filtra en mi ánimo y se extiende por mi organismo con la misma efectividad de un tranquilizante químico: sé que, con Juanjo en el viaje, no me voy a sentir desplazado en ningún momento. Pese a ello, tampoco quiero que piense que soy un tragaldabas, así que me contengo y, como segundo plato de desayuno, sólo me sirvo un pancake con un poco de mantequilla de cacahuete. Hacia el final del desayuno, Sergio se une a la mesa, pero nosotros no tardamos en terminar y nos despedimos: yo voy a comprar mi adaptador de corriente, y Juanjo va a buscar a Richard, porque ellos tienen que grabar una charla que Ron Barceló ofrece a los ganadores del concurso.
Los de prensa estamos exentos de esa charla, y tampoco es que tengamos nada que hacer durante toda la mañana. Ayer durante la cena comentamos que pasaríamos el día en la playa… Pero mi prioridad ahora mismo es conseguir un adaptador de corriente, así que cruzo el lobby, salgo al exterior del hotel y me dirijo hacia la pequeña isla de tiendas. La primera con la que me topo es una de cigarros y puros: a través de los cristales teñidos de marrón observo cómo un hombre limpia el interior del local con muy pocas ganas y con menos energías. Están abriendo. Debe ser poco más de las 9. La segunda tienda que paso no es diferente a cualquiera que te puedas encontrar en primera línea de playa en la Costa Brava… Y, justo cuando estoy llegando a la tercera tienda, un hombre sale a mi paso y me invita a entrar en su local. Dudo. Intento mirar en el interior para ver qué es lo que vende, pero es muy insistente y no hace más que preguntarme qué quiero comprar. Le explico que busco un adaptador de corriente y me dice que entre, que él tiene de esos. Me parece sospechoso, pero pese a todo entro dentro y me veo sepultado por montañas de gorros, camisetas, souvenirs y gafas de sol mientras el hombre le dice a un chico que me dé un adaptador de corriente. El chico rebusca en unas cajas y, efectivamente, me entrega mi adaptador. Cinco dólares. Pensaba que iba a ser más doloroso. Y, de hecho, me siento inmediatamente culpable por haber sospechado del hombre.
Vuelvo al hotel, cruzo el lobby, bordeo la piscina, paseo por los caminos de parque temático, entro en mi habitación, pongo el adaptador y a él conecto el cargador del móvil. Me quito la camiseta y las bermudas y me tumbo en la cama esperando a que el iPhone vuelva a la vida…
MARTES / 24 DE FEBRERO / 11:20h. El frío extremo del aire acondicionado me despierta y, durante unos instantes, no sé muy bien dónde estoy. La palmera. La palmera más allá del balcón me recuerda que esto es Punta Cana y que esta no es mi habitación de Barcelona. Me levanto y me peleo durante unos segundos con el panel de control del aire. No lo entiendo. Está en grados Fahrenheit. Al final opto por apagarlo del todo y abrir la puerta del balcón, invitando al calor de Punta Cana a que entre, que pase, que sea bienvenido. Mientras la temperatura de la habitación va subiendo lentamente, me lavo la cara, me quito los boxers y me pongo el bañador. Repito la misma camiseta del desayuno. Cojo la bolsa con mi libro, pero saco la revista.
Esta vez, al salir fuera de mi habitación no me sorprende tanto el abrazo del tiempo caribeño, y eso que ya es casi medio día. Recuerdo que ayer alguien dijo que la playa estaba en dirección contraria al lobby, así que hacia allá me dirijo. Por suerte, a medio camino me encuentro con Sergio, que va en dirección contraria. Me explica dónde está todo el mundo, pero a los tres pasos me doy cuenta de que no va a ser difícil dar con ellos: desde algún lugar suena una música estridente, a través de los edificios y a través de las palmeras, así que sólo pueden estar allá.
Cuando por fin llego al punto en el que el resort se difumina en la playa, necesito detenerme un segundo. Supongo que, desde fuera, cualquiera podrá pensar que estoy buscando a mis amigos… Pero lo que en verdad estoy sintiendo es el equivalente visual a la batalla de olores que se desató esta mañana dentro de mi nariz al llegar al buffet. Si consigo abstraerme durante un segundo, a través de las grietas que se abren en la fachada formada por el escenario en medio de la playa, las tumbonas y las casetas se filtra un paisaje que estalla en mi cabeza en una explosión de azul. El cielo de una pureza no vulnerada por nube alguna, el mar de un turquesa infinito, la arena de un blanco multiplicado por el sol que cae sin piedad pero a la vez con dulzura, las altas palmeras doblegándose suavemente bajo la acción de la brisa, como un perro que agacha la cabeza y te ofrece la grupa para que la acaricies.
Quiero acariciar este paisaje.
Pero la abstracción no dura demasiado: desde el escenario suena un reggaetón que se filtra en el paisaje y le quiebra los huesecillos uno a uno. Me acerco y no tardo demasiado en ver a Alba, bañador negro y gorro habanero blanco. Está pidiendo bebidas en una pequeña barra que hay en un lateral y, cuando las recoge, me indica dónde están todos y sale corriendo. Miraría el reloj, pero no lo necesito para saber que no suelo beber tan temprano por la mañana. Aun así, y escuchando la música que estoy escuchando, sé que voy a necesitar beber algo, así que me giro y le pido una cerveza al camarero. Cuando la tengo en mi mano, le doy un sorbo corto, un sorbo de niña de 13 años probando su primera bebida alcohólica, y me dispongo a dar un rodeo mayúsculo por las afueras del escenario con tal de mantener una distancia mínima con la gente que está bailando en la arena dirigida por los animadores del escenario.
Cuando por fin llego al lugar en el que está todo el mundo, me doy cuenta de que «todo el mundo» son las mujeres del grupo. Alba, Ana, Georgina y Rosa bailan una canción que no tarda en fascinarme profundamente: es algo así como «El Baile del Serrucho«, y los animadores animan a la gente a hacer mímica con una coreografía pensada totalmente para que los hombres luzcan músculos sin camiseta. Es así como me doy cuenta de que todavía llevo mi camiseta puesta, y me da una vergüenza aterradora quitármela justo en ese momento, cuando todos los hombres marcan poses programadas genéticamente para dejar al descubierto bíceps, pectorales y deltoides. Doy otro trago a mi cerveza, esta vez mucho más largo. El trago de quien quiere emborracharse de forma rápida e indolora.
Por suerte, antes de que me quite la camiseta se acaba la canción y Rosa se despista un poco del grupo, así que le pido que me ayude a encontrar el lugar en el que han dejado las cosas. Me acompaña hasta unas hamacas en las que se acumulan bolsas, camisetas y toallas, y entonces me doy cuenta de que no llevo toalla, de que he olvidado en la habitación la tarjeta que debería cambiar por una. Pero me da igual, porque justo en ese momento llegan Juanjo y Richard e inmediatamente me siento más a gusto. Richard se queda hablando con el grupo, pero Juanjo dice que quiere bañarse y a mi me parece bien, me parece la excusa perfecta para quitarme por fin la camiseta sin sentir complejo ni vergüenza alguna. Cuando Juanjo se quita la ropa y se queda en un Speedo rojo, pienso que es muy curioso cómo funciona la intimidad: en Barcelona, una situación similar haría que tuviera pudor delante de Juanjo, al que no conozco tanto y quien tienen un cuerpo griego canónico, rotundo sin necesidad de los excesos típicos de los musculitos del serrucho; pero, aquí, en Punta Cana, en medio de un grupo de gente a la que no conozco de nada, lo poco que he intimado con Juanjo es una muleta suficiente como para hacerme pasar por encima las inseguridades que todos los gordos sentimos en la playa.
Me meto en el mar de un tirón: el agua no está para nada fría, así que aprovecho la primera ola para lanzarme contra ella de cabeza… y arrepentirme inmediatamente cuando el bañador se desliza cuerpo abajo un palmo. Me lo vuelvo a poner en su sitio y espero a que Juanjo acabe de meterse en el agua. A nuestro alrededor hay algas flotando, pero no son algas pegajosas, sino pequeñas ramas que puedes evitar con facilidad. Un poco más adentro, una lancha tira de una estructura voladora con un paracaídas en la que tres personas parecen estar pasando un buen rato… Pero inmediatamente me pregunto quién quiere estar en ahí, en un artilugio tan artificial, cuando puede estar aquí abajo, dentro de un agua transparente de color turquesa y a la temperatura ideal, un retorno placentero a la placenta.
Juanjo y yo seguimos hablando de nuestras cosas, conociéndonos poco a poco. Es como las teorías de los conjuntos que te enseñan cuando eres pequeño: uno es el conjunto/circunferencia A y el otro es el conjunto/circunferencia B, así que jugamos a ver dónde se juntan las dos circunferencias, ese espacio A/B en el que conviven toda esa gente que tenemos en común, la escena laboral que compartimos, la ciudad en la que vivimos. A partir de ese punto convergente, a partir de A/B es más fácil conocer A o B.
Aun así, cuando nos cansamos de luchar contra la fuerza centrífuga de las olas, salimos y nos volvemos a unir a todo el grupo. No sé cómo, pero Alba acaba poniéndome su sombrero y, después de hacerme varias fotos con él, decido que me queda bien y me lo dejo puesto. Nunca habría pensado que me quedaría bien un sombrero habanero blanco. Le digo a Alba que se lo voy a robar y le parece perfecto, así que lo utilizo como protección mientras voy a por otra ronda de cervezas en compañía de Georgina. Georgina me fascina cada vez más: desde el principio era evidente que ella había venido a pasárselo bien, pero el nivel de integración que está demostrando desde el minuto cero no sólo me parece sorprendente, sino envidiable. Es alguien que te hace sentir cómodo inmediatamente en su compañía, así que me dejo llevar por esta capacidad que tiene para convertirse en la guía de la fiesta, en una versión caribeña y femenina de Baco con un vaso de plástico en la mano en vez de con un ramo de uvas.
A nuestra vuelta, antes de que me dé tiempo a dar un sorbo a mi cerveza y todavía con el bañador totalmente empapado, Ana nos dice que nuestra mesa ya está preparada para comer. Me cuesta entender qué está pasando: a espaldas del escenario, el resort se convierte en un restaurante al aire libre, una construcción de techos altos y suelos de madera que está pensada para que la gente haga un paréntesis de su tiempo playero y coma algo rápidamente. Y eso es lo que hacemos: la comida no es muy diferente a la del buffet de la noche anterior, así que opto por volver a acumular diferentes comidas en un plato sin sentido alguno.
Antes de que nos demos cuenta, volvemos a estar en la playa… Pero acabamos de comer y, en mi caso, siguen pesándome en el cogote las palabras de mi madre durante toda mi infancia: bañarse en agua fría justo después de comer puede provocar un corte de digestión. Así que, en vez de volver a meterme en el agua, Juanjo y yo decidimos ir a dar un paseo por la orilla. A ver hasta dónde llegamos. Mientras hablamos, es curioso cómo parece que estemos dentro de uno de esos videos en el que ponen a alguien caminando sobre una cinta mientras por detrás se va moviendo un paisaje pintado que se repite una y otra vez. A un lado, tenemos el mar, el cielo, el eterno azul. Al otro, vamos pasando uno tras otro diferentes resorts que parecen el mismo una y otra vez, los mismos guiris color cangrejo una y otra vez, las mismas hamacas una y otra vez, los mismos caribeños ocupándose de los turistas una y otra vez.
Finalmente, llegamos a un punto en el que el mantra turístico se quiebra y da paso a algo totalmente diferente: una acumulación de casetas cochambrosas de colores vivos, algunas recién pintadas, otras en un estado ajado que impresiona. La mayor parte de ellas son «tiendas» con souvenirs que se acumulan en el interior de forma vertiginosa y aparentemente insalubre. Una de ellas es un bar sobre cuya barra cuelgan jamones que deben estar sudando grasa de forma obscena. En la puerta de lo que parece un almacén de muebles usados nos encontramos con dos gigantescos peces recién pescados colgados uno al lado del otro, secándose al sol. Una caribeña nos pregunta a gritos desde su caseta si queremos un masaje, a lo que Juanjo responde con otra pregunta, «¿un masaje dónde?«, que causa una carcajada en ella antes de espetar «donde tú quieras«. El choque de contrarios en esta zona es genuinamente hipnótico: la mugre de la dejadez y el recién pintado para turistas, los peces recién pescados y los jamones grasientos, todos los caribeños gritándote para intentar atraer tu atención… Supongo que ya hemos encontrado lo que veníamos buscando, un contacto mínimo con la Punta Cana de verdad, así que nos damos media vuelta y desandamos lo andado.
Al llegar de nuevo a nuestro grupo, Juanjo dice que se va a descansar un rato y nos quedamos completamente solos Richard, Rosa y yo, que coincidimos en que queremos probar por fin el dichoso coco loco que parece la bebida obligada si estás en Punta Cana. Nos acercamos hasta una caseta en la que los preparan por tres dólares y asistimos embobados a la liturgia de preparación de la bebida: pelar el coco, abrir un agujero en su parte superior, vaciar parte de su agua, introducir hielo y otras bebidas… y servir. El agua de coco siempre me ha encantado, así que me bebo la que sobra del mío y del de Rosa, ya que a ella no le gusta demasiado el coco y sólo quiere probarlo a ver qué tal. ¿Qué tal? De vuelta a nuestras hamacas, resulta que el coco loco es más un postre que una bebida, pero aun así es impagable estar tendido aquí, en esta playa, con el inmenso coco en mi regazo y este sabor de frescura dulzona bajando por la garganta.
Voy profundizando un poco más a Richard y a Rosa. Él empieza a ser uno de los descubrimientos de este viaje: es una metralleta de elocuencia de altos vuelos, con una capacidad inconcebible para hacer una broma de cualquier cosa en tres milésimas de segundo. En sus ojos quema una chispa de vivacidad que es rara de ver en gente como nosotros, en adultos, y que es más común en esos niños que quieren enamorarte y que quieren comerse el mundo, todo a la vez, todo con una voracidad feroz.
El jet lag, sin embargo, me va pasando factura y noto que tengo sueño. De hecho, no sólo noto que tengo sueño: soy consciente de que necesito dormir, así que recojo mis cosas, quedo con Rosa y Richard que nos vemos en un rato en el bar de la piscina y vuelvo a mi habitación. La mujer de la limpieza ha cerrado la puerta del balcón y ha vuelto a poner el aire acondicionado a toda pastilla. Deshago su trabajo: abro la puerta, apago el aire, me desnudo y caigo en plano sobre la cama. El mundo tarda en desaparecer tres, dos, uno.
MARTES / 24 DE FEBRERO / 18:10h. La palmera más allá del balcón vuelve a recordarme dónde estoy justo en el momento de despertar. Déjà vu. No sé cuánto he dormido, pero fuera todavía es de día y quiero aprovecharlo, así que vuelvo a ponerme el bañador y la camiseta, me calzo las sandalias, cojo la bolsa y salgo corriendo de mi habitación. No tardo en encontrar «el bar de la piscina», que es literalemente «un bar dentro de la piscina». Pero prefiero coger una hamaca bajo una palmera y tenderme a leer un rato.
No he avanzado demasiadas páginas cuando aparecen Rosa y Richard, de nuevo acompañados por Juanjo. Charlamos todos mientras se va poniendo el sol y hacemos fotos al cielo como unos turistas del montón. Es imposible no caer en la tentación de ser un turista del montón cuando por encima de tu cabeza se desata un espectáculo de esta magnitud, un copular de colores sobre los que se recortan las sombras de las palmeras y que las palabras son incapaces de describir de forma fidedigna. El bar de la piscina cierra a las 18:30 y no hemos podido ni querido pedir nada, pero lo que sí queremos hacer es darnos un chapuzón una vez el sol ya se ha puesto, ignorando por completo los carteles que advierten claramente que a estas horas ya no está permitido bañarse.
Aquí el sol se pone muy temprano. Siempre me ha gustado el placer algo extraño (por lo que produce de extrañamiento) de bañarse en una piscina de agua caliente cuando es de noche y el aire empieza a refrescar. Sientes el frío en la cabeza, en las cejas mojadas, en la barba, y te mueves de un lado a otro manteniendo el cuerpo sumergido bajo el agua. Pasamos por debajo de un puente con luces multicolores y llegamos hasta una especie de jacuzzi en el que sólo burbujean tres chorros más bien débiles. No sé si esta es la presión habitual o es otro indicativo más de que no deberíamos estar bañándonos en la piscina a estas horas, pero no saberlo no indica que no pueda disfrutar comportándome como un guiri del montón junto a Juanjo y Richard.
Al salir de la piscina recuerdo que no tengo toalla, así que me pongo la camiseta sobre el bañador mojado y me calzo igualmente las sandalias, sin dejarme llevar por el pensamiento de que el cuero negro posiblemente me manche los pies húmedos. Vamos a tomar algo antes de la cena y a explorar un poco el resort. Llegamos a una especie de auditorio al aire libre en el que están preparando una especie de número musical para la noche: hay sillas incluso en la parte exterior, en una escalinata que sube hacia uno de los restaurantes del hotel. En la puerta nos dicen que para comer en cualquiera de todos los restaurantes temáticos del hotel hay que pedir hora con antelación, por la mañana, pero aprovechamos igualmente que justo al lado hay un puesto de pizzas y otro de burritos para pedirnos tres de estos últimos (Juanjo pasa en un alarde de sabiduría que envidiaré más tarde, cuando el manjar se me repita a altas horas de la noche). Sabemos que estos burritos son completamente innecesarios, pero decidimos llevar la experiencia guiri hasta el final, volvemos escaleras abajo y nos los comemos en una mesa a la salida del auditorio. Los maridamos con unos margaritas que nos obligan a volver al tema de que el alcohol no sube en esta isla. En la segunda ronda nos atrevemos a pedir un chorro extra de tequila. No sabemos exactamente si hace más efecto o queremos creer que hace más efecto.
Justo en nuestra segunda ronda llegan Sergio, Ana y Alba, que se sientan junto a nosotros. Sergio explica que, mientras nosotros estábamos llevando nuestra experiencia guiri hasta el extremo, él ha vivido una pequeña gran odisea para llegar hasta Higüey, la ciudad más cercana a nuestro resort, para ver la cara B de todo lo que estamos viviendo nosotros. Nos habla del hospital en estado deplorable, del mercado con cabezas de caballo decapitadas y de una fábrica en la que tiran los pollos vivos a una máquina que los despluma y los mata. A sangre fría. Escuchamos callados, lidiando cada uno de nosotros con nuestra propia vergüenza de habitantes del Primer Mundo que han preferido pasar el día en la playa coco loco en mano. Pero cuando sopesamos la posibilidad de hacer algo parecido en alguno de los días que están por venir, Alba y Ana nos recuerdan amablemente que a partir del día de mañana vamos a tener los horarios más bien petados de actividades oficiales. Yo callo e, íntimamente, me alegro. No he venido a Punta Cana para ver ninguna realidad peregrina por muy urgente que sea, sino para desconectar de la mía propia, así que un horario apretujado con fiestas y actividades me parece lo más parecido al paraíso ahora mismo.
Cuando hemos apurado nuestras bebidas, decidimos volver a nuestras habitaciones para ducharnos y vestirnos adecuadamente de cara a la cena y a la fiesta oficial de presentación de Ron Barceló Desalia 2015 en Mangú. Pero, aunque sé que no tengo demasiado tiempo antes de que cierren el buffet a las 22:30, en cuanto llego a mi habitación me quedo dormido. Ipso facto.
MARTES / 24 DE FEBRERO / 22:00h. Consigo no entrar en la fase profunda del sueño. No sé cómo, pero lo consigo. Me arrastro hasta la ducha y dejo que el agua fría, congelada, golpee mi cara para despertarme y ahuyentar el jet lag, las ganas de seguir durmiendo sin importar la hora que sea. Al salir de la ducha me doy cuenta de que el sol me ha quemado la frente y la espalda, pero no tengo affter sun. Me pongo las bermudas tejanas y una camiseta panadera blanca a juego con las Vans Slip-on blancas que me he traído para la gran fiesta del sábado. En mi cabeza ya he empezado a escribir una especie de «Juegos del Hambre» en el que voy racionando la poca ropa que me he traído en la maleta. Pero no lo pienso demasiado y salgo corriendo de la habitación.
Cuando llego al buffet, me encuentro con que el espacio está engalanado con múltiples y gigantescas banderas norteamericanas, así que supongo que la comida será puramente yanki. Durante unos segundos, mi gordo interior (que no es muy diferente a mi gordo exterior, la verdad) fantasea con hamburguesas gourmet y otras guarradas poco amigas del colesterol… Pero mi nariz pronto localiza exactamente los mismos olores del resto de veces que he estado en este buffet, así que la ilusión se desvanece y me dispongo a comer lo mismo que el resto de días. Justo cuando estoy mariposeando a la búsqueda de algo que contente tanto a mi gordo interior como a mi gordo exterior, me encuentro con Alba. Le comento que es gracioso que sea una noche yanki y ella, justo debajo de una de las gigantescas banderas con brillantes barras y estrellas, me responde que es verdad, que hay hamburguesas y cosas bastante yankis… Es un momento digno de una sitcom. Me río y le señalo las banderas por todo el espacio. Todavía no las ha visto. Este tipo de dulces y entrañables emparramientos van convirtiendo poco a poco a Alba en un personaje por el que, en plan «Gran Hermano«, empiezo a tener un gran cariño. Ya se sabe: dentro de la casa se magnifica todo.
Mientras comemos en grupo, Juanjo confraterniza con un semi-tocayo suyo caribeño: uno de los camareros, llamado Juan, sintoniza al cien por cien con nuestro afán alcohólico y acaba sirviéndonos una ronda de tequilas. Me llevo un susto tremendo al ver el vaso de chupito caribeño, unas tres veces más grande que el español. Un vaso de tubo en miniatura (aunque no tan en miniatura). Aun así, ni el susto me quita de encima las ganas de emborracharme, así que deslizo el tequila garganta abajo justo después de haberme zampado un crepe de arroz con leche. Mi gordo interior está igual de contento que mi borracho interior.
A partir de ese momento, sin embargo, el borracho interior amordaza al gordo interior y se convierte en la estrella de la noche. Empieza nuestra batalla campal contra esa sensación generalizada de que en esta isla es completamente imposible emborracharse: mantener una especie de indolente aletargamiento, de dulce adormecimiento alcohólico… Eso sí. Pero ir un paso más allá, eso no. Nos reunimos en el lobby del hotel con muchos de los invitados del Ron Barceló Desalia 2015. Empiezan a ser habituales a nuestro alrededor presencias de influencers como la Desahogada, Juan Paparazzi o Dulceida. Empezamos a hablar sobre el concepto «influencer». Empezamos a clarificar el complejo territorio limítrofe entre «influencer» y «prescriptor». Empezamos a choteranos a tope del concepto «influencer» y algo menos del de «prescriptor». Así somos: el Infierno son los demás (influencers).
En la barra probamos suerte con el ron cola. Luego con los margaritas con chorro extra de alcohol. Más tarde con la cerveza acompañada de chupitos de tequila. Y, justo cuando estamos a un paso de pedir una botella de lo que sea para empezar a beber a palo seco, Alba y Ana nos rescatan de este comportamiento de lemming alcohólico para arrastrarnos de nuevo hasta Mangú. Esta vez, sin emargo, no nos dejan entrar por la misma puerta del día anterior y nos indican que accedamos por un lateral en el que, dentro de una construcción de cristal en medio de una especie de lago artificial, hay una escalera que sube directamente hacia el piso superior de la discoteca, el consagrado a la música electrónica. Dentro de la construcción también hay todo un conjunto de mujeres vestidas de blanco, una cada pocos escalones. No te dicen hola, no te saludan. Lo único que hacen es sonreír con una tensión inhumana, esforzarse en mantener su estatismo estatuario y seguirte con la mirada, sin mover la cabeza. Juraría que la última de las mujeres, justo al lado de la puerta, es un hombre. Pero no tengo cerca ni a Juanjo ni a Richard, que son los dos únicos que podrían entender, compartir y celebrar mis dudas transgenéricas.
Una vez dentro, hay barra libre de surrealismo. Está mucho más lleno que el día anterior. De hecho, está casi completamente lleno, y la variedad de personajes que atiborran el espacio es bastante esquizofrénico: señores mayores con pinta de apoderados se mezclan con ganadores del concurso de Ron Barceló con ganas de quemar todos los puentes posibles, con algún que otro caribeño y con una caribeña que al pasar por mi lado juraría me toca el paquete y me guiña un ojo. También hay varios gogós que parecen salidos de una discoteca de Alicante en 1993, aquel maravilloso tiempo de mariconería desprejuiciada y confusión sexual en el que los outsiders homosexuales siempre podían optar por ponerse una maya plateada y unas gafas futuristas y escalar un podio cualquiera para marcarse una ristra de pasos copiados vilmente de los vídeos de Madonna. También hay gogós femeninas de las que sólo se saben tres pasos pensados para intentar que los pezones rebasen el límite de escote permitido por ley. Por haber, en Mangú incluso hay un trapecio al que, en cierto momento de la noche, se encaraman un hombre y una mujer semi-desnudos que repasan una tabla aeróbica que a nadie se le escapa que está intentando caldear el ambiente, tensar la entrepierna masculina y distensar la femenina.
En mi caso, no consigue ni una cosa ni la otra, pero lo cierto es que tengo mejores cosas con las que entretenerme. Pese a que Richard y Juanjo abandonan temprano (el segundo, de hecho, dice que se va al lavabo y nunca regresa), Alba y yo acabamos marcándonos un interesante duelo de bailes más digno de «Muchachada Nui» que del Ron Barceló Desalia. Me cuesta localizar el motivo por el que me fascina la forma de bailar de mi nueva compañera de baile, pero al final creo que doy con ello: Alba no se mueve al ritmo de las canciones, sino que impone su propio ritmo sobre la música. Pone morritos, pero no morritos a lo duck face, sino morritos de niña abstraída mientras baila olvidándo que toda su familia le está mirando. Y, sobre todo, Alba se mueve obviando los patrones metronímicos de cuatro por cuatro de la música electrónica, forzando su propio flow sobre su entorno, consiguiendo que quienes estamos a su lado acabemos introduciéndonos en su ritmo y bailando este rollo poligonero con los mismos pasos con los que bailaríamos samba o cualquier otro ritmo latino. Es fascinante. Es como si Alba hubiera traído el bullet time de «Matrix» hasta Mangú.
Pese a ello, tras varios ron colas y una vez finiquitado nuestro duelo de bailes, Ana y Alba desaparecen. Paso un rato con Georgina y Rosa, pero pronto me cruza por la cabeza una idea un tanto inquietante: mañana por la mañana tengo que entrevistar a dos de los djs que pinchan en el Ron Barceló Desalia 2015… Y todavía no me he preparado nada de nada. De hecho, todavía no tengo ni un código wi-fi para poder acceder a Internet desde mi portátil. Cuando desde la organización me pasaron un de estos códigos, inmediatamente lo utilicé en el móvil sin saber que sólo podría aplicarse a un único dispositivo. Desde entonces he estado intentendo conseguir otro código, pero he de reconocer que tampoco le he puesto demasiada convicción a estos intentos: tener un código nuevo significará volver a trabajar con normalidad o, en todo caso, sentirme ardientemente culpable al decidir disfrutar en Punta Cana en vez de estar currando.
Acuciado por estos pensamientos, aprovecho un despiste de Georgina y Rosa para imitar a Juanjo y marcharme a la francesa. Ni me molesto en decir que voy al baño: simple y llanamente me escabullo hacia la puerta, camino hacia el hotel lo más rápido que puedo, veo un mensaje de Juanjo diciendo que hay un sitio en el que dan pizza hasta altas horas de la madrugada, me paso, pido dos porciones, me las como por el camino, me refugio en mi habitación, me vuelvo a pelear de nuevo con el aire acondicionado para ver si puedo conseguir que sólo se active cuando haga calor, fracaso, me desnudo, me meto en la cama, fantaseo durante unos instantes con la posibilidad de llamar a recepción y preguntar qué debo hacer para conseguir un código de acceso al wi-fi, me doy cuenta de que es una idea absurda porque son las tres y media de la madrugada, me pongo el despertador a las 7… Y, contra todo pronóstico, contra todo ese historial que dice que soy incapaz de hacer algo semejante, me duermo a la primera.
MIÉRCOLES / 25 DE FEBRERO / 07:40h. Vuelvo a romper mi propio historial: aunque en mi casa, en mi cama, en mis sábanas soy incapaz de remolonear una vez suena el despertador, aquí, con las hojas de palmera susurrando nanas en sánscrito más allá de mi balcón, me permito dar varias vueltas, jugando con la posibilidad de volver a dormirme profundamente, sintiendo la pastosidad de la boca como prueba final de los estragos de mi actitud lemming alcohólico de la noche anterior. Finalmente, descuelgo el teléfono y llamo a recepción: me dicen que puedo comprar un nuevo código de acceso wi-fi, pero que tengo que presentarme físicamente en el mostrador de entrada para que me lo den. No esperaba ningún tipo de facilidad, evidentemente. Me levanto, me ducho, me visto (bañador, camiseta, sandalias) y voy a desayunar.
El mismo plato de cada día. Me encuentro con Ana, que me explica que la noche anterior no desaparecieron de vuelta al hotel, sino que estuvieron explorando el piso inferior de Mangú, luego volvieron al piso superior… y quemaron la noche. Ana me empieza a fascinar de forma diferente a la que lo hace Alba: Alba es accesible y, de entrada, Ana me parecía alguien algo más distante. Es probable que mi primera impresión viniera dada porque a Alba ya la conocía y a ella no. Pero poco a poco voy dejándome enredar más y más en la actitud de Ana, una de esas personas que de entrada marcan las distancias pero que, poco a poco, no sólo tiende puentes: tiende puentes, tiende lazos, tiende escaleras, tiende carreteras y autopistas… Tiende todo lo que merezcas y te hayas ganado a pulso. Esto confirma una teoría que siempre he sentido muy cierta dentro de mi: desconfía de aquellos que, en cuanto te conocen, se esfuerzan en crear la ilusión de que vuestra intimidad es ilimitada.
Sea como sea, acabamos de desayunar, consigo mi código wi-fi y me voy corriendo a la habitación a preparar las preguntas de las dos entrevistas que he pedido. La lógica era clara: a Ed is Dead lo he escogido porque su música es la más cercana a la que me gusta personalmente, y Les Castizos eran una elección natural si lo que quería era una converación divertida. Una de cal y otra de arena. Nunca sé si la cal es buena y la arena mala o es a la inversa. ¿Por qué tiene que haber uno bueno y otro malo? Cuando me doy cuenta, son ya las 12 del mediodía, y hemos quedado para hacer las entrevistas en media hora. No tengo forma de imprimir las preguntas, así que utilizo Evernote para compartir una nota a la vez en el portátil y en el móvil. Intentaré utilizar el segundo, pero si algo sale mal siempre puedo usar el primero por mucho que eso de sacar un ordenador en medio de una entrevista te deje como un periodista improvisado y de poca monta. Me la pela. El hecho de no estar en mi hábitat natural debería ser excusa suficiente.
Las entrevistas vamos a hacerlas en una especie de glorieta que hay justo entre el restaurante en el que comimos ayer y la playa en la que los ganadores aprendían lecciones de seducción a base de serrucho. Es un espacio resguardado y separado del restaurante por una pequeña pasarela de madera. Ya está todo preparado: hay un sofá de inspiración rococó, todo dorados y acolchado rojo, que se recorta contra una loneta de fondo en la que el logo de Ron Barceló Desalia se repite en un patrón infinito. Richard está probando el sonido mientras Juanjo se ha ido a la playa con algunas blogueras a grabar algo que no acabo de entender. Al fin y al cabo, el mundo bloguera siempre me queda lejos, hermético y ajeno, imposible de aprehender del todo. No consigo decidir si no lo entiendo por exceso de conceptos o por falta de ellos. Pero tampoco tengo demasiadas ganas de pensar en ello.
Empezamos a repartirnos las tareas del día y, al final, además de las dos entrevistas que había pedido, acabo asumiendo la tarea de hacerle las mismas preguntas a absolutamente todos los djs: es necesario grabar unas respuestas para EuropaPress, y le propongo a Alba que, en vez de que tenga que hacerlas ella, me las deje a mi a ver si les doy un poco de brío periodístico. En mi propuesta convergen dos de mis grandes males: la necesidad de agradar continuamente (¿qué mejor forma de agradar que ayudando a alguien en su trabajo?) y la lógica aplastante (si mis entrevistas no me van a llevar demasiado tiempo pero igualmente voy a tener que estar varias horas aquí, ¿por qué no hacer algo de provecho que también me mantenga ocupado y me haga sentir útil?). Alba acepta… y yo me dispongo a que empiece el gran carrusel de djs.
Les Castizos son tal y como esperaba: directos, al hueso, cachondos. Georgina me sopla que ni beben ni se drogan, y sólo acabo por creérmelo cuando ellos empiezan a hablar de su trabajo como el de un oficinista, con unas tareas y unos horarios escrupulosamente estipulados. Este tipo de declaraciones poco tienen que ver con unas pintas crápulas (pero crápulas de diseño). Georgina abre fuego con su entrevista y lo borda: siempre me han alucinado este tipo de periodistas capaces de establecer desde el minuto cero una conversación natural con los entrevistados, un diálogo que no está encorsetado por las preguntas que lleves preparadas. Me pregunto si, vistas desde fuera, mis entrevistas son como las de Georgina o son como un accidente a cámara lenta. Me entra un poco de pánico, así que salgo de la glorieta y me voy a por una cerveza para desengrasar un poco mis nervios. Cuando vuelvo, ya es mi turno… Y, ya sea por culpa de la cerveza o porque el espíritu de Georgina se apodera de mi ánimo, me embarco en una entrevista donde abundan las risotadas y el buen humor generalizado. Al acabar, Alba me comenta que ha sido muy divertida y me siento como un niño al que le dan palmaditas en la espalda y se hincha como un globo. Es una sensación agradable.
Seguimos con Ed is Dead. Lo primero que me sorprende de él son sus ojos, y no sólo por la profundidad de sus iris, sino porque sostienen una mirada que no he visto todavía en ninguno de los otros djs del evento y que sé que no voy a volver a ver. Mi entrevista con Ed es completamente diferente a la de Les Castizos: no hay show, no hay espectáculo, no la hacemos hacia fuera, sino hacia dentro. Acabamos charlando de conceptos interesantes y de temas que podrían resultarles incómodos a otros djs… Pero también acabamos solos en la glorieta. Esta vez no tenemos público que nos vitorée, pero yo acabo incluso más contento que con Les Castizos.
A Abel Ramos nos lo ventilamos en un suspiro… Y acabamos con Albert Neve. Inicialmente, también había pedido entrevistarle, pero acabé priorizando a los otros dos. Me arrepiento inmediatamente en cuanto empieza a responder la primera de las preguntas que le hago para Europa Press. Sus ojos no tienen nada que ver con los de Ed, pero también impactan: son como los de un animalillo que se sabe en el mejor momento de su juventud y que mira al mundo con avidez, con ansia. Me cuesta dejar la entrevista cuando agoto las preguntas de Europa Press… Pero también me doy cuenta de que son más de las cuatro de la tarde. Y que no hemos comido. Han ido trayendo cervezas y aguas. Los vasos de cerveza vacíos se acumulan por todas partes, y las aguas siguen casi en su totalidad sin abrir en la mesa en la que alguien las puso a primera hora. Alguien trajo algunos nachos y sólo quedan los restos de un naufragio de totopos en un tristísimo mar de salsa de queso. También quedan algunos trozos de pizza de madre alcohólica.
Y, pese a ello, pese a que hemos ido picando durante todas las entrevistas, cuando damos por finiquitado todo este tinglado y Juanjo y Richard ya han recogido la cámara, el equipo de sonido y toda esa parafernalia que llevan a cuestas como caparazones de tortugas tecnificadas, intentamos quedarnos en el restaurante a comer algo… Pero resulta que ya lo han cerrado, así que decidimos volver a nuestras habitaciones y, de camino, probar suerte en el bar de la piscina. De hecho, sobre el «bar dentro de la piscina» hay toda una construcción, una cabaña que es un pequeño buffet que está abierto todo el día y en el que nos metemos entre pecho y espalda una hamburguesa que cada uno compone bajo su cuenta y riesgo y, sobre todo, rigiéndose por diferentes reglas gastronómica. Mi regla de oro está clara: bien de mayonesa. Y pronto me doy cuenta de que es una regla de oro que me deja en evidencia delante de Juanjo (Richard ha vuelto a la habitación directamente para empezar a descargar materiales de audio y video que se necesitan urgentemente). Pero me da un poco igual. Me da la impresión de que Juanjo no se va a escandalizar al conocer a mi gordo interior.
Ya con el estómago lleno, volvemos a las habitaciones y yo aprovecho para escabullirme con la excusa de dejar el portátil y trabajar un rato. Trabajar aquí es peor que dormir. Cuando duermo, por lo menos me queda la esperanza del remoloneo mecido por las nanas en sánscrito de la palmera. Pero cuando trabajo sólo existe el trabajo. Y el tiempo pasa de forma ciega y absurda.
MIÉRCOLES / 25 DE FEBRERO / 20:15h. Estoy viviendo uno de esos momentos que te explican y no te los crees: uno de esos momentos en los que tu consciencia abandona tu cuerpo, flota en las cercanías y te permite observarte a ti mismo desde fuera. Una transposición corporal que viene motivada precisamente por la intensidad del momento: Les Castizos están pinchando un tema que no conozco pero que sí conozco (todas estas canciones están pensadas para que puedas predecir cómo van a transcurrir: intro, puente, drop, subidón, puente, drop, subidón… y así en un mise en abyme infinito), y justo en el microsegundo de silencio previo al drop y al subidón, mi consciencia se desdobla, abandona mi cuerpo y asciende hacia el cielo varios metros. No es algo religioso, no es nada místico: es puramente físico.
Desde aquí puedo verlo todo con una claridad aterradora. Estamos todos en una de las piscinas del hotel, no la grande en la que ayer nadábamos a través de la oscuridad, sino otra justo al lado de la playa, el restaurante y la glorieta de las entrevistas. En uno de los laterales de la piscina hay una cabina de djs, que es precisamente donde están Les Castizos. Los bordes de la piscina están abarrotados de gente que prefiere no meterse en el agua, pero justo delante de la cabina de djs hay un barullo de personas que se apelotonan unos encima de otros junto a una orca hinchable. Ahí estoy yo. Ahí me veo a mi mismo como si alguien hubiera apretado la pausa de mi vida justo en ese microsegundo previo al drop y al subidón.
Pero entonces ese mismo alguien aprieta el play.
La locura desatada por la música a través de los altavoces se condensa y se convierte en una materia líquida, en medio minuto durante el que toda la gente a mi alrededor salta unos encima de otros mientras utilizan las manos como palas para lanzar agua hacia quien tengan más adelante. Es como si estuviéramos en un túnel de lavado montados un coche descapotable con la música a toda pastilla. Pero hay algo mágico en el momento: es como si junto a las gotas de agua que vuelan a nuestro alrededor también flotara una energía dinámica, una euforia compartida, un hedonismo en crudo y en cueros, un carpe diem al que hemos conseguido extirpar el estigma clichetero de «El Club de los Poetas Muertos«. Como si el agua fuera un transmisor de emoción pura que vibra y conecta nuestros cuerpos en oleadas de una intimidad que compartimos durante lo que dura un parpadeo, pero que hierve en nuestros cuerpos con una intensidad que deja un trémulo eco en la carne.
¿Cómo he llegado hasta este momento? ¿Cómo he llegado a vivir un instante que, a priori, parece tan poco en sintonía con mi timidez y con mi propia vida? Después de haber estado trabajando un rato en mi habitación y de ayudar a Richard y a Juanjo a enviar unos archivos a través del precario wi-fi del hotel, por fin llegué a la fiesta de la piscina. Sabía que iba a ser un mal trago: «fiesta de la piscina» significa «olvídate de la seguridad que te da llevar camiseta y prepárate a sentirte desnudo delante de todo un grupo de desconocidos«. De nuevo, sin embargo, me sorprendo a mi mismo cuando llego al lugar, me encuentro con Alba, Ana, Georgina y Rosa y lo primero que hago es quitarme la camiseta, aparcar la mochila y las sandalias y preguntar quién me acompaña a la barra a por un ron cola.
En cinco minutos nos estamos haciendo fotos y, la verdad, me da un poco igual. Soy consciente de que mi cuerpo no tiene mucho que ver con los que están cerca, pero el temple caribeño ha conseguido instalar en mi ánimo una especie de indolencia generalizada, un boost de ego o un descenso peligroso de los niveles autoconsciencia. No lo sé exactamente. Pero me gusta esta despreocupación constante. Se van sucediendo los ron cola y las fotos y los vítores y las bromas y los bailes y las ahogadillas y cada vez estamos más lejos de la orilla de la piscina y más cerca de la cabina de los djs. En cierto momento empiezo a temer por mi teléfono, que está dentro de mi mochila y que puede acabar o mojado o robado. Así que me acerco a la habitación a dejar cualquier cosa de valor y vuelvo a la piscina. No encuentro mi camiseta por ningún lado. Me doy cuenta de que, si no encuentro mi camiseta, voy a tener que sentirme semidesnudo hasta que abandone la pool party. Es la imposición definitiva de la voluntad del Caribe, empeñado en derribar las barreras que mi cuerpo suele construir a mi alrededor. Y es un intento diligente y efectivo.
Se hace de noche y llegamos a mi desdoblamiento, a ese momento mágico en el que me veo desde fuera, desde lo alto. Es un momento en el que me hago hiper-consciente de lo que está ocurriendo, lo gozo con intensidad… pero también me hago consciente de lo poco que tiene que ver conmigo mismo, así que decido iniciar una retirada silenciosa y paulatina. Al llegar a la orilla de la piscina que está junto a la barra me encuentro con Juanjo, que no va ni en bañador. Va vestido normal. Está claro que la pool party tampoco tiene mucho que ver con Juanjo, pero él ha sido consecuente y ni lo ha intentado. Aun así, para mis adentros agradezco haber conseguido mezclarme en el ambiente durante un rato, sintiendo con pureza lo que el resto de personas están sintiendo en este momento. Dicen que lo que diferencia al humano de los animales es su capacidad para ponerse en la piel de los demás… Y eso es lo que yo he hecho, por mucho que el resultado final ha sido que he acabado convertido en un gorila y no en un humano.
Seguimos bebiendo con Juanjo, que curiosamente se ha encontrado con su prima y con el marido de esta, quien es distribuidor de Ron Barceló y también estaba invitado al viaje. Curiosidades y casualidades rigen el universo de forma misteriosa. En cierto momento, nos acercamos a la cabina de los djs por el borde de la piscina y observamos el caos generalizado desde detrás de la barrera. Es como ver un documental de National Geographic: una concatenación de comportamientos primigenios y primitivos que revelan la verdadera naturaleza del ser humano. Justo a mi lado aparece un chico al que he visto varias veces ya en el resort y que causa en mi una ilusión de espejo rejuvenecedor: me recuerda a cuando yo tenía diez años menos. Es un chico un poco más bajito que yo, robusto, con gorra y con una espectacular barba pelirroja. Vale, en eso no nos parecemos: yo no tengo una barba pelirroja, pero siempre he querido tenerla (y entiéndase aquí el verbo «tener» en su acepción relativa no a la posesión, sino al deseo). Vendría a ser una versión idealizada de mi mismo cuando tenía diez años menos. Va con bañador y con un polo azul claro; y pienso que, efectivamente, hace una década yo tampoco me hubiera quitado el polo y hubiera optado más bien por observar toda esta fiesta desde la distancia. El paso del tiempo tiene muchas cosas malas, pero una muy buena: te acostumbras a tu propio cuerpo.
Mientras la fiesta va apagándose, acabamos Richard, Ana y yo sentados en un lateral de la pool party. Cada vez la observo con mayor distancia. Cada vez la siento menos yo, por mucho que mi cuerpo siga vibrando con los ecos que me llegan desde la lejanía, incapaz de eliminar la memoria sensorial que se ha instalado debajo de mi piel. Empieza a llover… y no nos movemos. Nos dejamos empapar por el ambiente más que por la llovizna, y voy sintiendo cómo poco a poco mi cuerpo empieza a bajar las revoluciones, a pedirme una retirada aunque la fiesta no haya acabado.
Son casi las 10 de la noche, que es la hora en la que la pool party se dará por finiquitada. Prefiero no cerrarla, porque eso significará encontrarme en medio del fuego cruzado en el que sobrevuele la metralla en forma de planes de repuesto para continuar con la fiesta… Sé que llevo tres días casi sin trabajar y que debería enclaustrarme en el mundo de deberes y obligaciones que hay dentro de mi portátil durante cuatro o cinco horas. Como mínimo. Así que voy hasta la habitación, saco el portátil al balcón, me pongo los auriculares para no escuchar las nanas en sánscrito de las hojas de la palmera seduciéndome y proponiéndome un mundo de posibilidades caribeñas… Y el tiempo queda totalmente aniquilado por el espacio. Otra vez.