Puede que los diarios escritos ya no estén de moda… Pero sólo con un diario escrito podemos decir todo lo que queremos decir sobre nuestro viaje al Ron Barceló Desalia 2015.
DOMINGO / 22 DE FEBRERO / 23h. Aquí y ahora, soy consciente de que este diario parte de dos absurdos bastante profundos. El primero de ellos es titularlo «Viaggio in Desalia» como referencia culterana a esa película comúnmente conocida como «Te Querré Siempre» (originalmente «Viaggio in Italia«) que, sin embargo, no debe ser nada comúnmente conocida para el público del evento al que me dirijo. Un apunte pequeño pero necesario: me dirijo al Ron Barceló Desalia 2015, una noche de fiesta en una playa caribeña con todos vestidos de blanco que, realmente, va a ser mucho más que una noche. Será una semana en Punta Cana en pleno febrero, como un paréntesis en el invierno, como un espejismo de azul explosivo en medio de la temporada del blanco monótono.
El segundo absurdo del que parte este diario es precisamente su formato de diario escrito: lo sé, estamos en la era de los videos y las galerías de fotos, y probablemente muy pocos sacarán tiempo para leer un diario escrito. Así que voy a intentar superar este segundo absurdo. Voy a intentar conseguir que el absurdo acabe jugando en mi terreno… Aunque todavía no sepa cómo hacerlo. Podría vender ya desde el principio que esto va a ser una crónica canalla, pero es que yo soy canalla a ráfagas, a tiempo parcial, nunca a jornada completa. También podría vender que va a ser una visión romántica de un paraje idílico, pero lo cierto es que siempre he sido más del salado que del dulce.
Así que, sin más dilación y sin ninguna moto que vender, sin nada para convenceros de que tenéis que seguir leyendo, prefiero arrancar en frío y ver hacia dónde me lleva la escritura. Escribo desde una habitación de hotel cerca de Atocha. Debería estar trabajando, adelantando todo ese trabajo que no voy a poder hacer durante todo el día de mañana, un lunes tirado a la basura (productivamente hablando) gracias a un viaje de avión de ocho horas, a una diferencia horaria de cinco horas y a todo el desamparo que suele colear por delante y por detrás de un vuelo de estas características. Sí, debería estar trabajando. Pero también debería aprovechar que nunca vengo a la capital y estar cenando con amigos de Madrid. Pero no, no estoy ni trabajando, ni cenando ni con amigos: estoy encerrado en mi habitación de hotel alucinando con los «Gipsy Kings» en la televisión, comiéndome una hamburguesa del servicio de habitaciones y comentando el percal con mi novio a través del chat de Facebook. Es triste de pedir, pero más triste es de procrastinar.
Sé lo que va a ocurrir a continuación: me pondré a trabajar tarde, acabaré más tarde todavía, dormiré cuatro horas mal dormidas y mañana tendré que despertarme asquerosamente temprano para acabar todo el curro que se me está escurriendo entre las manos por culpa de los «Gipsy Kings«. Pero siempre he sido mejor haciendo previsiones que buscando soluciones.
LUNES / 23 DE FEBRERO / 12:30h. El miedo empieza a escalar por todo mi cuerpo, dirigiéndose hacia mi cabeza. Pero soy bueno en esto. Lo tengo controlado. Sé cómo hacer que no se note… La cuestión es que, al final, tenía razón. Siempre tengo razón. Pero poco a poco. Que me voy por las ramas. Me fui a dormir tarde, me he despertado temprano y he seguido trabajando con el portátil en el buffet de desayuno del hotel, sólo interrumpido por los diversos viajes a las diversas barras para construir platos imposibles (ahora salado, ahora dulce, ahora seguir comiendo por vicio) y por el hecho de que Sergi López aparece en la puerta pero decide no quedarse. Siempre me ha gustado Sergi López. Pero siempre me ha gustado mucho más el buffet de desayuno de todos los hoteles. Mi novio siempre se ríe de la ilusión que me hacen estos desayunos, y a mi me jode no ser mi abuela para contestarle que, si hubiera pasado el hambre que yo pasé en la guerra, me entendería más y se reiría menos.
Sea como sea, al final el tiempo se me ha echado encima: he acabado tarde de desayunar, me he perdido en las cercanías del hotel buscando un gel de baño formato viaje y al final me han clavado cinco euros por una guarrindongada en una farmacia, le he preguntado al tipo del buffet de desayuno cuánto iba a tardar en llegar al aeropuerto y me lo he creído cuando me ha respondido que media hora. Sabía que no. Sabía que media hora era imposible. Pero me he esforzado en creérmelo porque me iba bien. Así que al final he llegado tarde, con varios mensajes apremiantes en el Whatsapp por parte de Alba (mi contacto con la organización y con quien hemos cruzado múltiples mails repletos de gifs animados en preparación de este viaje), con la sensación de que el aeropuerto de Madrid es más grande que mi pueblo y que no es normal tardar un cuarto de hora desde que sales del Metro hasta que llegas a tu terminal. No. No es normal. Pero también podría haber salido antes del hotel.
Sea como sea, aquí es donde empieza a azotarme el miedo. Llego al aeropuerto con mi maletita Eastpak pequeña. Diminuta. Total, yo me he aferrado a lo de «te vas a pasar el día en bañador» y lo único que traigo son tres bañadores, dos bermudas, las sandalias Birkenstock, veinte mil camisetas y algo de ropa interior, además del modelo blanco para la noche del Ron Barceló Desalia 2015. También llevo una backpack Vans con el portátil, dos libros (uno de ellos tenía que ser largo, así que han caído «Las Correcciones» de Franzen), trescientos cables y alguna otra cosa que no me cabía en la maleta porque es realmente pequeña. Diminuta. La cuestión es que, desde el minuto cero, veo a gente arrastrando monstruos gigantescos, de esos que suelen estar justificados en viajes transatlánticos pero que a mi ni se me pasó por la cabeza.
Pero repito: soy bueno en esto. El miedo está ahí (¿me voy a quedar sin ropa a mitad del viaje?), pero que no se note. Voy a esconderlo camuflándome entre la gente. El primero con el que me encuentro es Juanjo, que hace unos días ya me escribió para decirme que un amigo en común le había soplado que coincidiríamos en este viaje. Desde el minuto cero, me alivia que Juanjo esté ahí, en el aeropuerto… Y eso que tampoco le conozco tanto. La única vez que coincidimos en el mundo real y no en el virtual fue en un evento de Emporio Armani del que no recuerdo casi nada porque, aunque actuaba Róisín Murphy, tuvo como gran protagonista a la barra libre.
En viajes como este, el gran miedo siempre es verte descolgado, verte desplazado, acabar sintiendo que no tienes nada que ver con lo que está pasando, así que la presencia de alguien con quien compartes tantos amigos en común sólo puede ser buena. Además, Juanjo viene a grabar todo el viaje junto a Richard, al que inmediatamente identifico como el prota del corto «Fuckbuddies» de Juanma Carrillo y como director de otro corto muy tremendo, «Taboulé«. Pero me lo callo. Ya se lo diré más adelante cuando tengamos más confianza. O no.
De entrada, en el aeropuerto empieza a funcionar la selección natural: encuentro a Alba y, por extensión, al resto del grupo de prensa que vendrá en el viaje. Da igual lo que cantaran Los Bravos: puede que los chicos con las chicas quieran estar, pero al final acabamos en la cola de embarque divididos en tres mini-grupos, Alba con la gente de la organización, las dos chicas de prensa por un lado y los dos chicos por el otro. Empiezo a hablar con Sergio de Gonzoo.com y, después de pasarme un rato pensando a quién se parece (a Freddie Mercury), me tranquilizo un poco más: el resto de medios con los que voy a viajar son bastante afines.
Nuestra cola no avanza y nos dedicamos a ver cómo el resto de grupos, mayormente de ganadores (es decir: gente que se lo ha currado durante un año para obtener este viaje como premio por parte de Ron Barceló), van facturando y desapareciendo pasillo abajo con sus collares de flores de plástico, con sus gritos, con sus cantos, con toda esa alegría desbocada que nosotros preferimos mirar desde la barrera sabiendo que, si tuviéramos diez años menos, ya le habríamos arrancado a alguno de ellos uno de esos collares. Pero no tenemos diez años menos. Y somos gente respetable. Supuestamente.
Así que seguimos haciendo cola, facturamos y vamos hacia la puerta de embarque. Por fin me mezclo un poco con las otras dos chicas del grupo de prensa: a un lado, Georgina de Telemadrid, pequeñita, de esas personas que sabe tender lazos inmediatamente hacia los desconocidos y a la que le cuesta horrores disimular ese fuego nervioso que lleva un rato quemando en los ganadores; al otro lado, Rosa de Flash Moda, mucho más tranquila, con ese porte tan característico de los que se dedican a la moda pero también con un acento extremeño que sale a la superficie de vez en cuando acercándote, acercándose. Llaman a nuestro vuelo. Seguimos sentados viendo cómo los ganadores cantan, se hacen fotos y crean un efecto embudo para acceder al avión. Luego vamos nosotros. Con calma. No tenemos prisa alguna. Seguimos siendo gente respetable. Por ahora.
MARTES / 24 DE ENERO / 2h. Son las 2 de la madrugada aquí, en Punta Cana, en el Hotel Occidental Grand, en mi habitación con el aire acondicionado puesto a tope… Pero en mi cabeza y en mi cuerpo en verdad son las 7 de la mañana. Allá son las 7 de la mañana. En mi cama, en mi casa, en Barcelona son las 7 de la mañana. No he tenido demasiado tiempo para pensar en el jet lag: desde que cogimos el avión no hemos parado. Ni un segundo. Yo pensaba que podría aprovechar el vuelo para descansar, pero Georgina ya me había advertido que no iba a ser así, que esto no funciona así. Que los ganadores van a su ritmo y que vamos a tener que ser nosotros los que nos adaptemos.
Aun así, he de reconocer que al principio me hacía gracia. Fuimos los últimos en facturar y, por lo tanto, hemos acabado desperdigados a lo largo y ancho del avión. A mi me ha tocado el asiento de pasillo de un lateral: a un lado tengo una cabina de pasaje donde los azafatos preparan comida y bebidas; al otro, una mujer con una camiseta en la que pone «Si nos conocéis… ¿para qué nos traéis?» debería haber sido un claro indicio de que este no iba a ser un vuelo tranquilo. Pero al principio, repito, me hacía gracia. Tanta gracia como las dos filas de hombres (que no chavales) que me quedan detrás y que visten la misma camiseta que la mujer a mi lado: siempre que me topo con el acento andaluz me hierve un poco la sangre y me acuerdo de mi familia, de mis raíces.
Pero basta media hora para que lo que me hacía gracia al principio se convierta en molesto, y otra media hora para que lo molesto torne en directamente pesadillesco. Está claro que este grupo en particular ha decidido aniquilar el jet lag desde ya, y ha decidido hacerlo utilizando el alcohol como aquellos troncos enormes que se utilizan en las películas para derribar las puertas de las fortalezas. Han empezado fuerte. Desde el minuto uno cantan y gritan y vociferan y corean y cuentan chistes y se gastan bromas y opositan con ahínco para convertirse en el epicentro de una ola de entropía que desestabilice el avión al completo: está claro que la gente tiene ganas de jarana, y tener cerca a un grupo como este sólo puede convertir estas ganas de jarana en una epidemia que se extienda por el avión a velocidad de crucero. Nunca mejor dicho.
Al principio, sin embargo, intento ser majo. Intento acabarme el primero de los dos libros que he traído conmigo. Intento no escucharles. Intento obviar los golpes que van pegándole a mi asiento. Intento recordar todas las clases de yoga en las que mi profesora, una yogui usurera octogenaria, se embolsó gran parte de mis sueldos. Intento recuperar la ilusión de los momentos iniciales al encontrarme con el acento andaluz. Intento ponerme los cascos y entonces me doy cuenta de que soy un planificador de viajes de mierda: Alba me ha preguntado si quería tapones para los oídos y le he dicho que no, que normalmente no los necesito; Juanjo me ha preguntado si quería un pastillazo para dormir durante todo el viaje y le he respondido que no, que no me gusta dormir en los aviones. Pero a la hora de estar atrapado en aquel asiento, todavía con el cinturón puesto, con la entropía desenvolviéndose a mi alrededor, intentando leer, poniendo la iluminación del teléfono al mínimo para que me dure el máximo mientras escucho música con los cascos (otro rasgo del mal planificador de viajes: no llevarlo todas las baterías cargadas y el teléfono repleto de música estridente que sirva de canceladora del sonido externo), respirando profundamente, mirando a mi alrededor desesperadamente para ver si encuentro una mirada cómplice. No pido tanto. Sólo una. Por favor.
Pero no. Podría levantarme e ir a hablar con Rosa o Georgina. Las veo desde donde estoy sentado. Pero entre que mi timidez congénita no me permite hacer este tipo de cosas y que ellas permanecen inmóviles en sus asientos (¿estarán durmiendo? ¿cómo lo hacen? ¿tapones? ¿pastillazo?), opto por seguir en mi lugar, por acabarme el primer libro como puedo y por sacar de mi mochila el portátil, conectar los auriculares a este, ponerme música a toda pastilla y escribir. Lo que sea. No es que pueda trabajar ni nada parecido, pero me pongo a hacer cosas al azar: escribir un micro-relato, ordenar el escritorio. Lo que sea. Lo que sea. Lo que sea.
Hay un momento que uno de los azafatos pasa por mi lado, me coge del hombro y clava en mis ojos unas pupilas desbordadas por la conmiseración, la pena compartida y un profundo cansancio vital. Es el único azafato que intenta mantener a los andaluces a raya… Pero ni así. Les han llamado la atención mil veces. Les han hecho una redada para requisar todo el alcohol que se han traído consigo desde las tiendas duty free del aeropuerto. Les han amenazado con devolverlos a España en cuanto aterricen en Punta Cana. Les han enviado a hordas de azafatas aduladoras y seductoras para ver si amainan a las fieras con sus cantos de sirena. Y no hay forma.
Al final, sólo hay una salida posible: si no puedes con el andaluz, únete a él. Georgina es la primera en levantarse de su asiento y pronto nos encontramos en medio del pasillo comentando nuestras batallas. Llevamos medio día de viaje y ya tenemos batallas. Me explica que, el año pasado, unos ganadores montaron una barra clandestina justo cuando los andaluces están todos de pie en medio del pasillo, cantando, saltando y golpeando los compartimentos de carga superior siguiendo un ritmo imaginario. Sergio se agrega y, al final, nos rendimos: vamos a pedirnos una cerveza, a ver si así conseguimos mimetizarnos con el caos jaranero del avión al completo. Justo cuando llegamos al azafato, sin embargo, nos dice que ya no se sirve más alcohol en el avión. Quedan tres horas para llegar a Punta Cana y, según afirma, la tripulación teme por su seguridad. Cuando se nos pasa el shock, decidimos que ya va siendo hora de comportarse como un ganador y nos recorremos el avión de un lado al otro, de arriba a abajo (porque tiene dos plantas) a ver si en alguna de las barras todavía no se han enterado de la buena nueva y nos dan algo de beber. Pero no. Las noticias vuelan, y oficialmente volamos en un avión en el que impera la Ley Seca.
No es de extrañar entonces que, justo al aterrizar, nos metamos entre pecho y espada dos cervezas, dos Presidente. Bueno, justo al aterrizar no. En el Caribe nada ocurre con semejante celeridad. Al aterrizar tenemos que pasar por tres controles diferentes, en uno de los cuales nos piden 10 dólares sin darnos ningún tipo de explicación. Le intento enseñar el pasarporte el hombre que está en este control y me dice que no le interesa mi pasaporte ni el de nadie, que a él sólo le demos el dinero. Optimizar el tiempo es importante. En ese momento, le comento a Juanjo que, la próxima vez que vaya a decir en público que España es una República Bananera, recordaré este control de los 10 dólares y, sobre todo, este aeropuerto que no es un aeropuerto, sino tres grandes cabañas con techo de hojas de palmera, gigantescos ventiladores y sin paredes en los laterales. Estilo caribeño.
Antes de las dos cervezas, también tenemos que pasar por el trauma de recuperar nuestras maletas, un trauma que sería menos freudiano si no tuviéramos que lidiar con hordas de ganadores que se comportan como los zombies de «World War Z«, a punto de subirse unos encima de otros y crear torres de no-muertos. La opción más sensata es dejarlos pasar, esperar al final, coger mi maleta y, ahora sí, salir al exterior. Alba intenta fumar en la puerta de salida y le echan una bronca de cuidado, obligándole a dar dos pasos hacia atrás. Allá sí que puede fumar. No entendemos por qué. Otro tipo me explica que es porque dos pasos más adelante hay peligro de que se prenda el techo de hojas de palmera. Seguimos sin entender por qué, pero esperamos a que Alba termine y nos juntamos todos en la puerta del aeropuerto.
Aquí se empieza a formar un grupo. O algo parecido. Están Juanjo y Richard, están Sergio, Rosa y Georgina (bueno, Georgina está y no está: es su segundo año y parece conocer a todo el mundo, así que lo más normal es que vaya desapareciendo a ráfagas), está Alba y, de pronto, está Ana, también de la organización, en la que no había reparado hasta ese momento pero que, sin embargo, no va a tardar en convertir en una de las protagonistas de este viaje. De mi viaje. Pero, por ahora, lo que toca: dos Presidente, buscar nuestro autobús, alucinar con los caribeños que nunca parecen saber de lo que les estás hablando y a los que siempre parece que tienes que explicarles las cosas tres veces, como si no habláramos el mismo idioma.
El autobús también marca varias reglas que se cumplirán a rajatabla en este viaje: Berto El Experto (así se presenta él mismo) nos habla de lo que nos espera con un micro que suena distorsoniado no sé si porque está a punto de engullirlo o porque está seriamente cascado. Y, una vez Berto acaba su discurso, pone a un volumen indecente una bachata que suena a rayos en los altavoces cochambrosos del autobús. Eso no impide que Georgina, sentada a mi lado, salte por encima de mí para ponerse a bailar con El Experto. Al volver a su sitio, ella y Rosa me explican que bailar con los caribeños es un sueño lúbrico para cualquier mujer, que da igual si sabes bailar o no porque estos hombres saben lo que se hacen cuando tienen una blanquita entre los brazos. Les creo. Durante un fugaz instante pienso en cómo tiene que ser eso de ser mujer y que un caribeño te abra un nuevo mundo de sensaciones a través de la danza.
Pero la fugacidad del instante es poderosamente fugaz: pensar en ser mujer siempre me ha producido una pereza extrema y, sobre todo, por fin llegamos al hotel. El autobús nos deja en la puerta y, mientras varios hombres sacan nuestras maletas del vehículo, nos quedamos extasiados de perplejidad al ver que, para entrar realmente al hotel, vamos a tener que pasar por un pasillo creado por caribeñas y caribeños vestidos de blanco bailando bachata a una velocidad insana, como si estuvieran en una versión latina de Soul Train emitida al triple de velocidad. Tengo claro que no voy a ser el primero en meterme en ese pasillo. Tengo claro que voy a intentar esconderme en la medida de lo posible. Así que cojo mi maleta y me pongo detrás de Richard, quien a su vez se esconde detrás de un Juanjo que entra al trapo y se pega unos bailes con los caribeños mientras el resto pasamos utilizándole de escudo y mientras varias parejas de ancianos nos hacen fotos.
Una vez pasado este trago, nos espera otro trago muy diferente: el trago de bienvenida. En uno de los laterales del lobby ya hay una fiesta montada con superávit de luces de colores, música a toda pastilla y todo un conjunto de gente corriendo de una mesa a otra a la búsqueda de las llaves de las habitaciones, que se entregan en riguroso orden alfabético. Nunca sé qué hacer en estos casos: ¿me habrán puesto en la D o en la T? Acierto a la primera (me han puesto en la D), apuro el ron cola que alguien ha dejando en mi mano sin darme cuenta y salgo hacia mi habitación después de que nuestro grupo haya quedado para cenar en el buffet libre en media hora.
Es mi primer contacto con el resort. Y, de hecho, es mi primer contacto con cualquier tipo de resort. Siempre he dicho que, en algún momento de mi vida, quería hacer esto: pasar una semana en un sitio en el que te pongan una pulserita y te olvides de todo, dispuesto a sumergirme en el «todo incluido» para comer cuando me dé la gana y beber todo el rato. Pero nunca pensé que un resort iba a ser así: el amplio lobby de gigantescas columnas, techo altísimo y espacios maximalistas, todo decorado muy en la línea de «Indiana Jones y El Tempo Maldito», se abre hacia una piscina central que veo por primera vez iluminada de noche. Las sombras convierten los espacios en lugares misteriosos que se resisten a ser asimilados por la mente de un turista recién llegado (y ligeramente alcoholizado).
El complejo está estructurado en base a diversos edificios que circundan las diversas piscinas y, de camino al mío (el 11) junto a Rosa, no puedo evitar obligarme a un mínimo de sorpresa: lo he visto tantas veces en fotos y en películas, las palmeras gigantes, el verde como color predominante, el calor aletargador, la tranquilidad nocturna de aire pesado, la sensación de que la selva se filtra en lo civilizado y que, por una vez, no es lo civilizado lo que fagocita a la selva… Mi cabeza se para por un momento. Tengo que convencerme a mi mismo de que, por muchas veces que haya visto esto en imágenes de forma virtual, nunca lo he vivido, nunca he estado aquí. Tengo que recordarle a mi cabeza y a mi cuerpo que esto es nuevo para mi, y que es desbordantemente maravilloso. Y entonces, sí, un escalofrío me electrifica el cuerpo de arriba a abajo.
Quedamos con Rosa en vernos en media hora en la puerta de nuestro edificio para ir juntos a cenar, pero justo cuando llego a la habitación y deshago la maleta me doy cuenta de que, con las prisas, al empaquetarla cogí el adaptador de corriente británico, no el americano. Así que no tengo forma de cargar mi móvil muerto y tampoco ningún reloj a mano: como suele decirse, el tiempo ha dejado de existir en el momento en el que he puesto un pie en Punta Cana. Pero en mi caso ha sido algo literal e involuntario. Así que, una vez salgo a la puerta del hotel, no sé exactamente si estoy llegando tarde, temprano o puntual. Lo que sí que sé es que Rosa no está. Espero un rato, y justo cuando decido que lo que está pasando es que he salido demasiado tarde de mi habitación, me cruzo con Georgina. Viene de la recepción. Ha estado haciendo «ronsitos» (palabra que pronto incorporaremos todos a nuestro vocabulario) y no sabe ni qué hora es. El tiempo también ha desaparecido para ella, y la verdad es que me da un poco de envidia que, en su caso, esto haya sido menos involuntario que en el mío.
Mientras subo la maleta de Georgina hasta su planta (aquí no hay ascensores, evidentemente), Rosa sale de su habitación y nos vamos hacia el buffet, donde Juanjo y algunos más ya están cenando. Mi primer impulso es arrasar con el buffet. Mi segundo impulso es recordar que no conozco a toda esta gente y que van a pensar que soy un gordo seboso. Así que opto por la contención y la austeridad en mi primera visita a un buffet supuestamente oriental. Intento que mi plato sea lo más equilibrado posible, pero también que me quede con la menor hambre posible… Lo jodido es que, cuando llego de vuelta a la mesa para sentarme definitivamente, el único sitio libre es la pesadilla de cualquier tímido: me deja fuera de todas las conversaciones posibles. Pese a ello, intento integrarme ya sea a través del alcohol (caen las primeras cervezas, mucho más aguadas que las Presidente del aeropuerto) o asimilando bromas como la que suelta Richard al volver del buffet con dos porciones de pizza (sí, pizza en un buffet oriental: bienvenidos a Punta Cana) en los que los ingredientes se apelotonan en grupos dispares. Es la típica comida que transmite una tristeza infinita. Richard dice que es la habitual pizza cocinada por una madre alochólica… Y ese será uno de los mantras que unirán a este grupo que acabamos de formar. Así funcionan las bromas: como cemento social.
Tras la cena, la idea es cancanear en la recepción (que dura y dura y dura) y acabar en la fiesta de presentación de Ron Barceló Desalia 2015 en una discoteca (porque en Punta Cana este tipo de lugares siguen siendo discotecas y no clubs) que está a cien metros de nuestro hotel y que responde al exótico nombre de Mangú. En la recepción, sin embargo, nos damos cuenta de una hecho inquietante: aquí el alcohol no sube. Puede ser la presión, el calor o el jet lag, pero sobre todo puede ser una táctica más que loable para intentar que los turistas que abrazan el «todo incluido» como si no hubiera un mañana no caigan en un coma etílico tres horas después de aterrizar en el resort. Aun así, nosotros lo intentamos con ahínco a base de margaritas, cervezas e incluso chupitos de tequila a palo seco.
Al final, en un estado auto-inducido de ilusión alcohólica que sabemos que tiene más de psicosomático que de verídico, nos arrastramos hasta Mangú. Todos vamos con una copa en la mano. Preguntamos en la entrada si podemos entrar con bebidas del hotel. El tipo de seguridad nos mira como bichos raros y responde que sí. Sergio pregunta si puede entrar fumando. El de seguridad parece sufrir un cortocircuito y dice que sí. Aquí se puede beber y fumar en cualquier sitio, y todavía no he decidido si eso me gusta o me horroriza.
Mangú es muy fuerte. El primer espacio al que accedemos es tolerable: una discoteca de toda la vida, pero con hip hop latino con alto componente de perreo sonando por los altavoces. No hay demasiada gente. Juanjo, Richard y yo pedimos tres cervezas. Cuando nos las sirven, nos dicen que nuestras consumiciones sólo sirven para «ronsito». Le decimos que las cervezas son más baratas que el «ronsito». Nos repite que no sirve. La explicamos que es absurdo. Entramos en el típico bucle de conversación caribeño y, finalmente, la camarera semi-desnuda se lleva las cervezas y nos trae tres ron cola que nos acompañan hasta el gran descubrimiento de la noche: una terraza exterior con letras psicodélicas pintadas en la pared y sillones de puticlub en el que se podrían escribir guiones para siete películas porno como mínimo, pero que nosotros utilizamos para hacernos fotos antes de volver al interior de Mangú. Nos damos cuenta de que unas escaleras parecen llevar a otro nivel del local, así que escalamos curiosos y descubrimos un nuevo piso en el que martillea una música electrónica bastante baratuza y donde hay elementos de atrezzo tan extraños como un podio con sillas decimonónicas. Richard no tarda en subir a la tarima y posar y, de hecho, cuando vuelve a unirse a nosotros, se marca varios desfiles imitando a modelos famosas. Borda a Bimba Bosé. Me muero de la risa.
Pero ni semejante delirio es capaz de enmascarar el hecho de que no hay nadie en Mangú y que estamos cansados de cojones. Juanjo no tarda en desertar y, para mi, ese es como el toque de queda definitivo. Me despido y vengo hacia el hotel. En el camino me voy cruzando con ganadores en divertido estado de embriaguez. Yo tampoco es que vaya muy fino, dejándome llevar por esa dulce y laxa sensación de estar en brazos del alcohol en un lugar completamente desconocido, con la noche cerrada más allá de la carretera por la que camino, con el calor durmiendo mis extremidades. Pero no voy a mentir: tampoco tengo tiempo para una revelación. Mangú está a cien metros del hotel, así que no tardo en llegar a mi habitación, donde son las 2 de la madrugada. En Barcelona son las 7 de la mañana. No tengo sueño. Pero tampoco tengo cargador para poder utilizar el móvil o el portátil. Intento leer. Sucumbo a la realidad: estoy demasiado borracho para leer. Así que me duermo. O lo intento
MARTES / 24 DE ENERO / 5h. Me despierto. En Barcelona son las 10 de la mañana. Ya haría dos horas que estoy despierto. Me va a costar volver a dormirme.
MARTES / 24 DE ENERO / 7h. Me vuelvo a despertar. Sé que ya no podré volver a dormir. Decido que aquí empieza mi segunda jornada del Ron Barceló Desalia 2015.