«Unas Vacaciones en Invierno» de Bernard MacLaverty es un libro que hay que leer porque te obliga a preguntar: ¿cómo querré ser cuando sea viejo?
Existen dos tipos de ficciones que nos interesan durante toda nuestra vida. Por un lado están los relatos de juventud, los coming-of-age en los que siempre podemos vernos espejados porque, por muy diferentes que sean, todos incluyen todo un conjunto de vivencias que tienes que haber superado sí o sí. Y por otro lado también están los relatos de vejez, que nos interesan no porque nos veamos espejados en ellos (todavía, claro), sino más bien porque nos sirven para enfrentarnos con nuestra propia mortalidad y fabular cómo será eso de acercarse tan peligrosamente a la muerte.
Todo lo que hay entre estos dos puntos, entre la infancia y la vejez, es diferente para cada ser humano. Las vivencias posibles en ese período de tiempo se multiplican de forma exponencial y, por lo tanto, también las ficciones que las intentan abordar. Pero, en lo relativo al principio y al final, hay que reconocer una cosa: todos podemos escribir (hipotéticamente) sobre la juventud, porque o la estamos viviendo o ya la hemos dejado atrás, pero no todo el mundo puede escribir sobre la vejez. Se necesita una pasta literaria única. Una pasta como, por ejemplo, la de Philip Roth o Italo Svevo. Pero también como la de Bernard MacLaverty.
El autor irlandés (y escocés de adopción) por fin es editado en nuestro país de la mano de Libros del Asteroide, que recientemente ha publicado su último trabajo hasta la fecha: «Unas Vacaciones en Invierno«. Y, teniendo en cuenta que esta novela no solo ganó el prestigioso premio Bord Gáis en el año de su publicación (2017), sino que también fue destacado como mejor libro del año por medios como The Guardian o The Sunday Times, no resulta difícil entender por qué nos encontramos ante un verdadero evento literario.
Al fin y al cabo, es muy probable que el primer contacto del lector español con MacLaverty sea a través de esta novela en la que el estilo del autor se despliega de forma sublime con una narrativa de gestos minúsculos y letra minimalista pero a rebosar de significado. El argumento así lo demanda, ya que nos encontramos ante la historia de Gerry y Stella Gilmore, una pareja de jubilados irlandeses que viven en Escocia (igual que el mismo autor) y que se marchan de vacaciones a Amsterdam en pleno invierno. El único hijo de la pareja vive lejos y ya no solo no les necesita, sino que la comunicación entre ambas partes es escasa y superficial. Pero, más que toparnos con un viaje de enamorados que renuevan sus votos, la meteorología invernal también resulta ser metáfora del estado de la relación de la pareja.
Ya incluso antes de salir de casa, MacLaverty pone sobre la mesa el problema de Gerry: es un alcohólico que no se reconoce como tal y que juega todas las triquiñuelas posibles para que Stella crea que bebe mucho menos de lo que realmente hace. Una vez en Amsterdam, sin embargo, la protagonista también revelará un problema interior de una índole, eso sí, completamente diferente: su intención al elegir esta ciudad pasa por visitar una especie de refugio religoso para mujeres que, sin pasar por los votos sagrados, quieren retirarse a una vida de contemplación y consagración a los preceptos espirituales. Ya no se siente ni madre ni esposa (porque su hijo y su marido, ambos hombres, han decidido negarle ese papel en sus vidas), pero quiere seguir siendo útil. En sus propios términos.
MacLaverty hace avanzar la trama de «Unas Vacaciones en Invierno» a base de escenas minúsculas pero reconocibles: buscar un restaurante para cenar, despertarse por la mañana, pasear por la ciudad… Pero, en el interior de estas escenas, la magistral capacidad del autor para el diálogo va posicionando a Gerry y Stella en polos opuestos: «Qué tristes son las vidas de algunas personas -dijo. / No podemos responsabilizarnos del dolor de los demás. / Esa es la única manera. / Stella, no seas tonta. / No me refiero a hacerse responsable de ello. Hablo de tenerlo presente, de algún modo. Incluso de intentar hacer algo. Me gusta lo que dice John Wesley… / ¿John qué? -/ El fundador del metodismo. “Haz todo el bien que puedas, por tantos medios como puedas y en tantas partes como puedas”, etcétera, etcétera«.
Esta polarización de los caracteres del matrimonio se ve empeorada por el hecho de que la espiritualidad a la que Stella quiere consagrarse choca frontalmente contra la visión del mundo pragmática de Gerry. No en vano, el marido es arquitecto de profesión, y eso acaba filtrándose en su modus vivendi: ella quiere ayudar al mundo, él se dedica al oficio con mayor complejo de Dios que existe. El oficio que moldea el espacio a nuestro alrededor de la misma manera en la que Dios lo hizo durante el Génesis.
A todo ello hay que sumar que la propia edad de ambos ya ha añadido todo un conjunto de dinámicas tóxicas a su relación de pareja basada en el carácter binario que marca cuál es el rol de cada uno de los géneros dentro del matrimonio: «En toda relación -dijo Stella-, hay una flor y un jardinero. Una parte que hace el trabajo y otra que se exhibe. / Muy bueno eso. / ¿Qué parte crees que eres? / No tengo duda de que soy una o la otra. O tal vez ambas. Durante toda mi vida he sido el que ha traído los cereales a casa, Choco Krispies incluso -bajó el timbre de su voz-. Pero como trabajar implica ser creativo, tengo tendencia también a exhibirme un poco. A ostentar, como dices tú. / Pero yo hablo de las pequeñas cosas del día a día. / ¿Como cuáles? / De una infinidad de ellas -dijo Stella-. Mientras tú haces tu trabajo, tan viril, y construyes cosas que estarán ahí durante cientos de años, yo hago la comida, lavo los platos, tiendo la ropa y pago las facturas del gas y de la luz, y todas esas cosas hay que volver a hacerlas una y otra vez. Como dice Virginia Woolf, «nada queda de todo ello»«.
Lo interesante aquí es que, de una forma sutil y delicada, Bernard MacLaverty va introduciendo el peso de un pasado que se acaba formalizando en la revelación de un hecho traumático que ninguno de los dos parece haber superado. Al final, lo que debería ser un viaje de transformación se transforma en algo mucho más sensato: un alto en el camino para analizar los problemas de la pareja, sopesar todo lo vivido juntos, contemplar lo (poco) que queda por delante por vivir… Y tomar las decisiones pertinentes. Que son las más convenientes para la razón, no siempre para el corazón.
«¿Cómo sería haber logrado evitar todas las enfermedades graves a lo largo de la vida solo para acabar mirando a la pared, sin saber quién eres? Sortear todos los obstáculos para acabar completamente en blanco. Y luego fundir al negro, con un apagón. Y después, nada. Sin todo«, se pregunta Gerry hacia el final de «Unas Vacaciones en Invierno«. Y es una pregunta que, cuando tienes veinte años, ni te planteas. Cuando tienes treinta, empieza a parecer en el horizonte… Y, a partir de ahí, cada vez queda más cerca. Una pregunta sin respuesta que, sin embargo, explica de forma realmente gráfica por qué es tan valioso el libro de MacLaverty: porque nos habla de lo que ya sabemos, que ninguna pareja dura para siempre… a no ser que se trabaje en ella. Continuamente. Insistentemente. Hasta que llegue el temido fundido a negro. [Más información en el Twitter de Bernard MacLaverty y en la web de Libros del Asteroide]