Afrontar la temática de los blancos en África en el cine sin pecar de condescendiente, maniqueo o progre es muy difícil. Más aún si el personaje central de la historia es una mujer -administradora en este caso de una plantación de café – y si la acción transcurre en una localidad que arde en medio de una guerra civil. Afortunadamente, «Una Mujer En África» («White Material«, 2010) tiene más aristas de lo que advierte su tibio título en español; y así, esta cruda historia de Claire Denis sobre “la carne blanca”, que tiene sus horas contadas en una pequeña población negra que sufre una guerra interina, es frontal e impasible con unos (los negros autóctonos, rebeldes a su manera, que sobreviven como pueden) y otros (los blancos asentados, empecinados en mantener un estilo de vida, el único que conocen, que se desmorona por momentos).
En esta historia, Maria Vial -encarnada por una estratosférica en su determinación Isabelle Huppert– es la obstinada directora de una plantación de café de la que vive su familia que no quiere abandonar su casa, el país que la vio nacer, su vida, en definitiva. El suyo es un impasible retrato de esos herederos de las colonias francesas que han nacido y viven en y de un país que, en el fondo, no les guarda más que rencor y no les reconoce como compatriotas. Representan un estilo de vida caduco, de prestado y que tiene sus días contados. En «Una Mujer En África» los colonos son egoístas y tacaños. Maria no quiere que sus jornaleros se vayan, ni siquiera cuando las autoridades le exhortan que no es seguro permanecer allí: no le importa que tengan miedo. Y, cuando contrata a una cuadrilla nueva, les enseña dónde dormirán: un cuchitril para quince personas sin ventilación, con esteras en el suelo y una miserable bombilla. A Maria solo le importa que el café esté bien, porque así su vida lo estará también. Cuando André, su ex marido, interpretado por Christopher Lambert -de prota de «Los Inmortales» y «La Fortaleza Infernal» a actor fetiche de cine cultureta- le exhorta que deben marcharse, cuando ya no queda nadie y el peligro deja de ser acechante para ser real, Maria le pregunta incrédula: “¿Qué voy a hacer, irme a Paris? ¿Y qué voy a hacer allí? Sñolo conozco esto”.
Hacia el final de la cinta, el alcalde Chérif le dice a Maria mientras enreda el dedo en su enmarañada melena clara: “Los rubios atraen la mala suerte. Dan ganas de pegarles. Naciste en este país y tú sientes que es el tuyo, pero este país no te quiere”. No le quiere porque no le respeta, porque se siente violado por esos ricos que se aferran a un estilo de vida artificioso y que se niegan a abandonarlo porque, sencillamente, no saben cómo vivir de otra manera.
«Una Mujer en África» tiene una estructura caprichosa, fragmentada y caótica. Empieza con los soldados de Chérif encontrando el cuerpo inerte de El Boxeador (interpretado por Isaach de Bankolé); continúa con una Maria perdida, apremiante y afectada intentando volver a la plantación; y corta a un viaje en motocicleta idílico, en el que la protagonista se presenta libre, cómoda e incluso feliz. El espectador se puede sentir perdido con este apretado inicio pero, sin duda, sirve para ponerle sobre aviso al respecto de la deriva de la propia historia. No es hasta el final de la cinta cuando Maria se hace plenamente consciente de que todo ha llegado a su fin. Antes, ha evitado a las autoridades que le advierten de que permanecer en su villa es muy peligroso: no ha querido ver que no quedan más jornaleros que contratar para recoger “la última cosecha de café” e intenta obviar que su preciosa casa, ese refugio con decoración artificial africana y espíritu occidental, ya no es seguro, sobre todo desde que en él se cuela el misterioso Boxeador, un líder insurgente que se convierte en una suerte de Mesías para un batallón de niños que no titubean si tienen que utilizar un arma. Todo en la vida de Maria de repente se vuelve mezquino, difícil y peligroso; y, cuando es consciente de ello, ya es tarde. En el camino hay muerte y pérdida. Su propio hijo Manuel, un inútil de veintipocos que como dice la valiente Maria (“tiene buen fondo, pero no vale para nada”) , sucumbe ante ese espíritu de violencia que recorre la plantación y sus alrededores, se rapa la cabeza y deja al descubierto su cuerpo blando y sus tatuajes de pijo aburrido. Manuel, el talón de Aquiles de la fuerte Maria, lo único que, antes del incendio de su propia existencia, le hace titubear y plantearse si está haciendo lo correcto. Maria, madre antes que administradora, que pertinaz cosechadora y que accidental heredera colonial, que ni con toda la obstinación del mundo puede evitar que la vida, en forma de rebelión y muerte, se abra paso y ponga las cosas, definitiva e irremediablemente, en su sitio.