El díptico formado por «Una Historia de Violencia» (2005) y «Promesas del Este» (2007) marcó un ostentoso punto y aparte en la carrera de David Cronenberg: punto y aparte (que no punto y final) al trabajo de varias décadas explorando unos márgenes del cine que casi podrían tildarse de género, siempre poblados de desviaciones físicas, emocionales y psicológicas, siempre atento a ese circo de la carne y las atrocidades que tuvo su mejor espejo literario en J.G. Ballard (del que el cienasta adaptó de forma sublime «Crash» -1996-). Y lo hizo sin traicionar ciertas constantes vitales de su cine pero emplazándolas ahora en el seno de un nuevo paradigma de estilización mucho más amigable con las grandes audiencias. Nadie habla aquí de venderse: tan sólo de evolución. Y esa evolución sigue transluciéndose en «Un Método Peligroso«, otro volantazo en las carreteras habituales de Cronenberg que vuelve a alejarse del díptico de la violencia para situar la atención sobre otras de sus constantes: la psique. De hecho, en este caso el director se dirige directamente a la génesis del psicoanálisis moderno, nacido de la lumbre creada en el choque de genios entre Sigmund Freud y Carl Jung.
Podría temerse cierto partidismo al observar que Cronenberg cede a la tentación de mostrar la triangular historia de estos tres personajes a través de la mirada predominante de Jung, pero lo cierto es que ese «partidismo» presenta incontables fracturas a través de las que se filtran las aguas frías (congeladas) y refrescantes del verdadero protagonista de esta historia: esa Sabina Spielrein interpretada por una Keira Knightley que termina por espantar el fantasma hollywoodiense con la composición de un personaje repleto de tics feistas pero nunca gratuitos). El principio y el final del film ya nos advierten de este reparto de protagonismos: la primera escena presenta a una Sabina histérica (en la acepción freudiana y literal del término) llegando en carromato a la clínica de Jung, mientras que la última escena bien podría ser esa en la que la mujer, ya convertida en una eminente psiconalista, abandona años después la misma clínica en un carromato similar, pero esta vez llorando apenada por lo que pudo ser y no fue. Y digo que la última escena bien podría ser esa (y cerrar una trama circular que dejaría impresionados a muchos) porque, realmente, tras este pre-cierre llega el verdadero final: Jung, sentado en el jardín, mirando al infinito, lidiando con su propia derrota. El hecho de que, al final de todo, Sabina vuelva a conducir al espectador hacia Jung responde a algo que el mismo psicoanalista le dice a su paciente / amante: que ella es y siempre ha sido un catalizador. Un catalizador poderosísimo y fascinante que nos lleva a esa lucha de titanes entre Freud y su alumno.
Y es que el hecho de que, una vez convertida en profesional, Sabina finalmente tome partido en el bando de Freud (por mucho que ella misma se empeñe en reiterar que en el psicoanálisis no hay «bandos») vuelve a ser, de nuevo, pura catalización: justo antes de que el psicoanlista y su alumna pasen a ser amantes, Sabina expone ante Jung su fascinación por el mito de Sígfrido y cómo la perfección sólo puede nacer a partir del choque de dos contrarios. Por momentos, puede parecer que la mujer piensa que los contrarios son precisamente los dos amantes que están a punto de chocar, pero el devenir de los acontecimientos acaba por demostrar que le verdadero choque es precisamente entre los dos padres de esta «terapia hablada»: el caso clínico de Sabina Spielrein es el que une a los dos genios (proporcionándole la excusa perfecta a Jung para acercarse a su adorado ídolo de barro), pero también el caso que les separará. Hacia el final de «Un Método Peligroso«, cuando la relación entre maestro y alumno ha sido completamente finiquitada, Freud le comenta a Sabina que fue precisamente la forma en la que encaró Jung su relación con ella, mintiendo al respecto, negando la evidencia de su infidelidad tanto respecto a su mujer como hacia a una profesión que prohibe terminantemente la implicación emocional del médico con su paciente… Sabina es principio y final. Sabina es catalizador. Sabina es, en suma, pieza imprescindible para entender el triángulo del que nació el psicoanálisis.
Todo lo dicho quedaría en agua de borrajas si no fuera, por otra parte, por la tarea de dirección de un Cronenberg que, por una vez, parece preferir la transparencia al exhibicionismo. Eso no significa que en «Un Método Peligroso» no haya alardes de realización, pero los que hay se revelan de forma mucho más sutil a lo habitual en el cine de este director. Aquí hay más simbolismo que visceralidad, tal y como evidencía, por ejemplo, la concatenación de esa escena en la que Jung intenta cesar sus relaciones con Sabina pero esta juguetea con su mano derecha mientras apela a su sexualidad con otra escena-espejo en la que quien juguetea con la mano izquierda del psicoanalista es su mujer, reclamándole una mayor atención sobre su familia. A continuación, este paralelismo se ve cerrado cuando Jung se ve forzado a tomar una decisión: la siguiente escena muestra un bellísimo zenital desde el que se ve a Jung y a Sabina acurrucados al fondo del bote que le ha regalado al psicoanalista su mujer. Así soluciona este personaje sus problemas: metiéndolos unos dentro de otros como una matrioshka loquísima, escondiéndolos, fusionándolos en un delirante puzzle.
Este es precisamente uno de los mayores aciertos de Cronenberg: el retrato de sus personajes a través de unas pinceladas como cuchilladas, certeras y breves, concisas y dirigidas hacia donde más daño hacen. De esta forma, si consideramos que los cuatro puntos cardinales del relato son cuatro psicoanalistas, es curioso observarlos en base a la caracterización que de ellos realiza el director. Sabina es, en un principio, la psicoanalista más débil, ya sea por sus inicios como paciente o por sus tendencias sadomasoquistas, así que su caracterización parece no jugar en la misma liga que la de sus compañeros masculinos (mucho más física y aparente) y se circunscribe mayormente en lo interno, en unos tics monstruosos que van desapareciendo a medida que el personaje se hace dueño de su propia psique. En el caso de Otto Gross (interpretado con una picardía sublime por Vincent Cassel), su naturaleza promiscua y primitiva, apegada a los instintos y a la sexualidad que incluso le lleva a quebrantar las leyes de la disciplina médica, se trasluce en una apariencia sucia, descuidada, y en la fruición con la que consume esos cigarrillos baratos que manchan sus dedos como él mismo se mancha voluntariamente al embarrarse en los lodos de la vida. Por su parte, el retrato de Freud, imponente Viggo Mortensen, se ve marcado por esos puros gigantes que fuma (¿existe cigarro más patriarcal y magnánimo?) y, sobre todo, por esa apariencia totalmente pulcra que, sin embargo, se ve conscientemente mancillada por esa informalidad en las formas del padre del psiconalismo (cómo se repantiga en las sillas, por ejemplo) que no es más que una erupción voluptuosa de la ironía y el humor del personaje. Y, por último, la caracterización de Jung (apoyada en el trabajo de contención de Michael Fassbender) es la más despiadada de todas: su pulcritud extrema (fuma en esa pipa que impide que toque el tabaco directamente) es como una camisa de fuerza que contiene la psicología más perturbada de todas. Incluso más que la de Sabina. Ya lo dice el mismo personaje al final del film: su mujer son los cimientos de su casa y su amante el perfume en el aire… Cómo consigue hacer que el juego de infidelidades siga funcionando de cara a la galería y a la propia concepción moral de su oficio, es un misterio. Es un castillo de cristal siempre a punto de quebrarse y sucumbir bajo un sonoro quejido.
Puede que todo lo dicho hasta el momento en esta crítica suene a una complejidad de esas capaces de ahuyentar al espectador medio… Pero nada más lejos de la realidad. En «Un Método Peligroso«, Cronenberg hace suya la multicapa propia de aquel cine clásico que consideraba que toda película debía tener diferentes niveles de lectura disfrutables dependiendo de la implicación de cada uno de los diferentes públicos posibles. Y lo mejor de todo es que lo hace sin alejarse de sus propias constantes (la relación triangular e incluso la forma de filmar la «maquinaria» experimental -en este caso, el polígrafo- remite a «Inseparables» -1998-, mientras que la disección quirúrgica de la psicología hace pensar invariablemente en «Spider» -2002- y la relación de la sexualidad con el zeitgeist de su época va inevitablemente ligada a «Crash«) ni de las constantes de su época. ¿O es que no podríamos considerar este film dentro de esa corriente cinematográfica que aborda la flexibilidad de la historia bombardeándola con sus cargas de ficción? Hablamos de la gruesa línea geanológica que va, en diferentes estratos, desde «Vincere» (Marco Bellocchio, 2009) hasta «Inglorious Basterds» (Quentin Tarantino, 2009)… Hablamos, en definitiva, de una cinta con la que Cronenberg no sólo convencerá a nuevos públicos y a viejos críticos, sino también con la que abre nuevas vías de exploración en ese imaginario que el director siempre parece concebir como una red dulcemente pegajosa.