A nadie le gusta pensar en la muerte. Y, mucho menos, a nadie le gusta pensar en la muerte de sus padres y cómo esta acaba por actuar de reflejo de la propia mortalidad. Pero, curiosamente, por mucho que a nadie le guste pensar en estos temas, a nadie se le escapa tampoco que un alto porcentaje de la producción artística (ya sea literatura, pintura, cine, música…) versa sobre la mortalidad y, al fin y al cabo, sobre cómo la muerte es el precio inherente a la vida. Será por eso que dicen que el arte es la herramienta última de los artistas para enfrentarse a sus demonios y exorcizarlos. Y será por eso que, a la hora de plantarnos como espectadores ante el baile de los demonios de todo artista, hay una danza ante la que es particularmente fácil reconocerse: la danse macabre. Eso sí, a la hora de abordar este lugar común, hay niveles de exposición (o más bien de exhibición) que, si son traspasados, pueden causar más rechazo que empatía: puede que vivamos en una época de disolución de las fronteras entre esferas privadas y públicas, pero eso no quita que todos aquellos que todavía no se hayan dejado seducir por el lado oscuro del tomaterismo sigan prefiriendo ciertos pudores y distancias a la hora de ver retratados determinados temas.
Y ahí reside precisamente la grandeza de «Un Adiós Especial» (Astiberri): en la capacida de Joyce Farmer para desplegar la historia que trata, en la que se intuyen fuertes cargas de autobiografía, con todas esas herramientas de la ficción comiquera que proporcionan, al fin y al cabo, una distancia siempre necesaria para divisar el panorama con perspectiva. Para nada se nota que es esta la primera novela gráfica de una autora que, eso sí, siempre ha sido uno de los valores más determinantes de la escena underground norteamericana, donde su actividad había sido más parecida a las ráfagas de guerrilla… hasta ahora. Hasta este sublime «Un Adiós Especial» en el que, después de realizar un lavado interior que se presume doloroso, Farmer pone a tender las túnicas de los fantasmas interiores surgidos del trauma que supone perder a los progenitores. Lo hace huyendo de la representación directa: los protagonistas de este tomo son Lars y Rachel, dos ancianos que enfilan la rauda cuesta abajo hacia el temido punto y final con la parsimonia elegante de una cámara lenta. Consciente de su proceso de degeneración, ambos se irán abandonando a lo inevitable (primero dejarán de cocinar porque es un engorro, luego no se moverán del sofá, más tarde llega el descuido de la higiene…) Y lo harán con un estoicismo remarcable: los golpes propinados contra el cuerpo por enfermedades y catástrofes que en otro momento vital hubieran sido dramas inconmensurables son encajados a esta edad como profecías silenciosas que, más que exaltar el ánimo, calman el alma y la preparan para la visita final de la Parca.
El acierto supremo de Farmer consiste, sin embargo, en contraponer al declive de los dos ancianos las tribulaciones de Laura, hija de Lars e hijastra (amada y amorosa) de Rachel. Pese a que no es un personaje que esté presente en la totalidad de la historia, bien puede decirse que es a través de sus ojos como accedemos a la danza macabra en la que los dos abuelos bailan con la Muerte: es a través de sus ojos como somos partícipes primero de las preocupaciones crecientes, luego de la implicación sacrificada y, finalmente, de la asimilación de la situación y la toma de decisiones. Huye «Un Adiós Especial«, sin embargo, de lo catastrofista y del drama innecesario: aquí no hay grandes tragedias ni truculencias forzadas que busquen la lágrima como lazo de unión con el lector. La aproximación de la autora hacia la historia, tanto desde el punto de vista narrativo como formal (sin alardes en la composición de página e incluso sin el feismo tan característico del underground yanki), es limpia, clara y transparente: tan sencillo como vivir y tan sencillo como morir. Y es precisamente a través de esta mirada tan limpia, tan coherente y verosímil, como «Un Adiós Especial» desarma al lector: poniéndole delante de un espejo en el que el ciclo de la vida general se personifica en lo particular de una historia de ficción para, finalmente, espejarse en lo que todos sabemos que es inevitable. Si después de leer el cómic de Joyce Farmer no sientes la necesidad de ser un poquito mejor hijo, es que no tienes corazón.
[Raül De Tena]