Pero, joder, no voy a caer en lo mismo que he criticado tantas veces en Lovecraft, así que voy a aventurarme a lanzar fogonazos gráficos que describan todo lo que aquellas canciones desataron en mi cabeza: sexo con desconocidos en baños mugrientos, glory holes penetrados por manubrios de diferentes tamaño (pero con tendencia a ser grandes / monstruosos, evidentemente, y con muchos venotes y bien de líquido preseminal ahí lubricando la cosa), clubs de sadomasoquismo donde la única música existente es el restallido de las fustas de los amos golpeando las nalgas de sus siervos, gang bangs con alegres fuentes seminales, musculocas haciendo ver que bailan cuando lo que quieren es frotarse las unas contra las otras y compartir su bote de poppers… Y ahora vamos a lo que vamos: ¿qué imágenes desata en mi cabeza la escucha de «Joyland» (Arts & Crafts, 2014), el segundo disco de Trust? Pues me jode decir que, guiándose por una primera escucha, muchos llegamos a afirmar que aquí no había ninguna instantánea tan bestia, visceral y podrida como las que he descrito con anterioridad.
La sombra de la sospecha está ahí, claro. Como un fantasma de los de sábana blanca y bola metálica encadenada. Como el elefante en la sala de estar del que, necesariamente, me toca hablar: la alegría copuladora de «TRST» (Arts & Crafts, 2012), ¿era fruto del calentón adolescente de un proyecto joven como lo era Trust en su momento? Vamos a por la cuestión putas: ¿ha madurado Robert Alfons? Jode pensar en estos términos, ¿verdad? Y más jodida es la respuesta: sí, definitivamente, Robert Alfons ha madurado. «Joyland» es un disco que suena mucho más adulto que «TRST«, con todo lo que ello conlleva: la pérdida de frescura, la reducción de intensidad en su pegada, el traslado del centro de gravedad desde la entrepierna hacia la cabeza… Pero, ojo, porque todo lo dicho, y por mucho que nos joda que Trust ahora no quieran hacernos un pajote, sino enamorarnos, va a acabar por ser más positivo que negativo.
La estructura de «Joyland» habla por sí misma: tras el prólogo de «Slightly Floating«, «Geryon» entra de forma alejandrosanziana, ahí, pisando fuerte, recordando a lo mejor de «TRST«. Pero tomemos esto como el acto de conocer a un tipo en el cuarto oscuro de una discoteca: puede que lo primero que le hayamos agarrado haya sido el miembro desnudo, pero eso no tiene por qué significar que vamos a acabar como un protagonista de Chuck Palahniuk, ni mucho menos. ¿Quién dice que después de un cuarto oscuro no puedes quedar con alguien para una cena bien maja, para conocerle con tranquilidad? De eso van las cuatro canciones que siguen: «Capitol«, «Joyland«, «Are We Arc?» e «Icabod» bajan las revoluciones y son algo así como tener una cita romántica en un club de homo-tecknazo que ha decidido abrir a primera hora de la noche para montrar un bistrot, a ver si hay suerte: el entorno es durillo, pero la cena no tiene por qué serlo. Aunque, ya sabes, mala hierba nunca muere, y por mucho que la mona se vista de cuero mona se queda, así que es inevitable que, si has conocido a alguien en un cuarto oscuro, los viejos hábitos vuelvan tarde o temprano. De esta forma, el tramo final de «Joyland» vuelve a ser algo así como la sección S&M del gay parade de Amsterdam: aquí hay drogas duras y drogas blandas y botas militares con puntera de hierro y pechos peludos al aire y gorritas de cuero y fustas negras y dildos con forma de enano de jardín.
Sí, Alfons ha madurado, pero eso no significa que haya olvidado cómo pasárselo pirata. La principal diferencia es que, mientras que las canciones de «TRST» sonaban a dulce machaconería, a bombo de discoteca gay ochentera repetido hasta la saciedad, en «Joyland» las canciones presentan múltiples pliegues, evoluciones donde la intelectualización y la finura de los sonidos consiguen convivir con todo eso que ya he mentado más arriba: dildos, drogas, plumas, cuero, sado, bla, bla, bla. No me hagáis repetirlo, que estoy intentando hablar en serio. La canción que marca la diferencia es, sin lugar a dudas, «Four Gut«, que tiene los cojones de abrirse como un himno de club para «hola soy darks«, con sus sintes oscurillos y sus glitches tan bailables, para ir sumando capas de sonido hasta que, al final, rompe completamente la baraja y se embarca en un viaje interestelar que sabe a un grand finale extrañamente sutil. Los matices abundan en las canciones de «Joyland«: «Are We Arc?«, que podría haber sido tan desquiciada en los antiguos Trust, con Robert Alfons desdoblándose a sí mismo en una versión cucaracha de Pimpinela, es una balada retro-futurista que mira al cielo con los ojos limpios (y, para una vez que hablo de limpieza en esta crítica, habrá que tenerlo en cuenta); «Icabod» se erige sobre un sinte lúbrico que, sin embargo, siempre va varios palmos por debajo de la canción…
E incluso cuando Alfons vuelve a apuntarse a la Cabalgata de los Gayers Magos y a apostar por el hedonismo puro y duro, los nuevos cortes muestran muchas más texturas que los de su debut: «Rescue, Mister» puede ser una Catedral del Sonido en versión sodomita, pero también ostenta una elegancia que nadie imaginaría al ver bailar al frontman de esta banda sobre un escenario con shorts de cuero; en «Lost Souls/Eelings» puedes sentir el sudor de las musculocas chocando las unas contra las otras, pero hay que reconocerle su finura al abordar lo más parecido a un himno generacional para maricas que crecieron en los 80; y «Peer Presure«… Joder, aquí no puedo evitar ser subjetivo: «Peer Presure» me deja muy loco. En serio. Empieza con ese bombo tan propio de club de osazos peludos fumadores de puro, sigue con las voces de un chaser que va de diva (para no iniciados en el tema: un chaser es un tipo esmirriado al que le gusta follar con gordos peludos y barbudos) y, no sé, el último minuto del tema, esta vez van a permitirme ustedes la licencia, es algo tan bestia que la mente humana no está preparada para asimilarlo.