En el año 1982, Walt Disney Pictures estrenaba “Tron”, película en la que se narraban las aventuras de un diseñador de videojuegos que terminaba siendo absorbido por uno de ellos, viéndose obligado a superar toda clase de pruebas en el mundo virtual para así intentar volver a la realidad. En su día, la cinta fue una de las producciones más caras realizadas por la compañía Disney, haciendo que su estrepitoso fracaso comercial y la pésima respuesta que recibió por parte de la crítica pusiera en duda momentáneamente la solvencia económica de la major. Pese a todo, la película fue una revolución tecnológica al mezclar efectos generados por ordenador con personajes reales, siendo así una de las cintas pioneras en recrear un universo totalmente virtual y computerizado. Como ya es habitual en este tipo de producciones, no le faltaron los adeptos que la elevaron rápidamente al estatus de película de culto, acogiéndose a ella como si fuera una Biblia inmancillable e indispensable para comprender la futura evolución y creación de universos virtuales en el campo de los videojuegos. Vista hoy, sin embargo, hay que reconocer que su apuesta al intentar concebir un nuevo estilo de ciencia ficción a través de la realidad virtual permitió a los espectadores de inicios de los 80 disfrutar de una experiencia original, diferente y para nada convencional, dando lugar a una cinta visualmente fascinante al exponer un universo totalmente alejado de lo que se podía haber visto en el cine de ciencia ficción en aquellos tiempos.
Pasaron los años y, como es habitual, los mandamases de Hollywood, empecinados en desempolvar viejos baúles para reciclar ideas en vez de intentar crear nuevas propuestas, decidieron darle una nueva oportunidad a “Tron”, estrenando su secuela casi treinta años después de que lo hiciera la original. Desde la década de los 80 hasta el día de hoy, los efectos especiales en el cine han ido evolucionando a un ritmo tan vertiginoso que, como espectadores, cada vez cuesta más quedarnos con la boca abierta ante cualquier alarde de pirotecnia que se muestre en pantalla. Y es que no basta con tener millones de dólares para crear unos efectos digitales que resulten creíbles y que no terminen por saturar al público, como ocurre la gran mayoría de veces. El director ha de ser lo suficientemente hábil y sensible como para saber cómo y cuándo utilizar los efectos especiales en su película. James Cameron y su «Avatar» fueron una buena muestra de ello: toda la técnica era utilizada allí como un elemento narrativo más, con el cual poder introducirnos mejor en la historia, sin que esta se vea dominada por todo el artificio que la rodea… El caso contrario es lo que ocurre con “Tron: Legacy”.
“Tron: Legacy” cuenta con los efectos digitales más avanzados del momento, pudiéndose permitir incluso el lujo de (re)generar digitalmente a un joven Jeff Bridges que resulta creíble en su mayor parte del metraje. El diseño arquitectónico de todo el universo virtual es de una elegancia pocas veces vista en una sala de cine, y la realización del debutante Joseph Kosinski es más que eficiente al recrearse en cada uno de los escenarios que visita el personaje protagonista. Entonces, ¿qué es lo que le falla a “Tron: Legacy”? El elemento más importante: un buen guión. No deberíamos caer en el error de pensar que a determinado estilo de películas no hay que exigirles que tengan un buen libreto. Y cuando digo «bueno», me refiero a que, dentro de su propio universo, la historia debe ser coherente con lo que se nos cuenta y disponer de un mínimo trabajo previo en su construcción y desarrollo de personajes. No hay que olvidar que sin personajes no hay historia, por mucho ruido que contengan las imágenes que observamos en la pantalla.
La continuación de «Tron» cuenta cómo Sam Flynn, hijo del Kevin Flynn de la primera película, se introduce en el videojuego que su padre creó para intentar rescatarle del mundo virtual en el que ha permanecido encerrado durante más de veinte años. Para lograr su cometido, deberá superar varios de los juegos que ya pudimos ver en la primera entrega, como las ya famosas guerras de discos o las carreras de motos, para luego enfrentarse a CLU 2.0, el alter ego virtual de su padre. No deja de ser una lástima que, partiendo de una premisa dramáticamente interesante (en la que la principal motivación del protagonista es reencontrase con un padre que hace veinte años que no ve para devolverle al mundo real), termine siendo un espectáculo vacío y totalmente olvidable. En ningún momento conectamos emocionalmente con alguno de los personajes, haciendo que la historia nos deje de interesar a partir de los veinte minutos de metraje. La ejecución de las secuencias, pese a ser correcta, no transmite absolutamente nada y carece de la espectacularidad y ritmo de las superproducciones actuales. Lo mejor de la función termina siendo la extraordinaria música de Daft Punk, que acompaña perfectamente a las imágenes, y los bellísimos ojos de la actriz Olivia Wilde.
Pese a estos breves apuntes, al terminar de ver “Tron: Legacy”, uno tiene la sensación de que es una película que ha nacido ya con fecha de caducidad porque, pese a la espectacularidad de sus efectos especiales, no deja ni un solo plano para el recuerdo y mucho menos alguna secuencia, haciendo que el espectador abandone la sala con cierto aire de frustración. Tampoco ayuda el hecho de que Garret Hedlung, el actor que interpreta al personaje protagonista, sea tan inexpresivo como una suela de zapato, ni un Jeff Bridges reconvertido en una versión gay de los Jedy galácticos de George Lucas (saga, poir cierto, de la que “Tron: Legacy” bebe descaradamente, sobre todo en sus imágenes finales, así como también de las excelentes “Matrix” o “Blade Runner”. Por no hablar de su innecesario 3D que, en este caso, hay que reconocer que las famosas gafas provocan un oscurecimiento considerablemente la imagen. En resumidas cuentas y viendo lo que nos depara la cartelera para estas navidades, «Tron: Legacy» es totalmente disfrutable si se visiona en una gran sala de cine, aunque sólo sirva como mera excusa para alejarse momentáneamente de comidas familiares y ruidosas matasuegras.
[Àlex Aviñó d’Acosta]