¿Todavía crees en el gran sueño americano (o de cualquier otro lugar)? Entonces necesitas leer «Tributo a Blenholt» de Daniel Fuchs.
El gran sueño americano, ese concepto que nos queda tan lejos y tan cerca… Tan lejos porque, geográficamente hablando, tenemos un océano por medio. Pero a la vez tan ceca porque, a través del colonialismo cultural del último siglo, EEUU ha conseguido que este sea un tema mundialmente conocido y reconocible. Incluso adaptado a otros países diferentes en los que, al fin y al cabo, también existe ese gran sueño de convertirse en alguien importante viniendo de la absoluta nada.
El gran sueño americano, ese concepto que incluso dentro del suelo americano está fragmentado en mil y un gran sueños americanos diferentes. Cada comunidad tiene su gran sueño americano, y no es lo mismo el gran sueño italoamericano que el gran sueño judeoamericano. Nada que ver. Lo que ocurre es que, probablemente porque el talante italiano nos queda más cerca, resulta que entendemos mucho mejor la trilogía de «El Padrino» que el thriller existencialista de los hermanos Safdie en el film «Diamantes en Bruto«. Por poner dos ejemplos cinematográficos.
«Tributo a Blenholt» habla del gran sueño juedoamericano. Y, probablemente por eso y también porque ocurre en Nueva York, se suele hablar de este libro como una especie de precedente de Woody Allen en los años 30. De hecho, su autor no es para nada ajeno al mundo del celuloide: tras triunfar con una trilogía de libros centrados en la comunidad judía de Brooklyn («Summer in Williamsburg«, el presente «Tributo a Blenholt» y «Low Company«), Daniel Fuchs dio el salto a Hollywood y trabajó como guionista en joyas como «Quiéreme o Déjame» con Doris Day. Pero lo mejor para entender este libro es alejarse del referente de Allen… y escarbar un poco más en profundidad.
Fuchs delimita su libro con precisión quirúrgica: dos días, un edificio en el barrio de Williamsburg. Un ejercicio que siempre resulta efectivo cuando lo que se pretende es ofrecer un «tranche de vie» en el que queden representadas diferentes generaciones en estratos perfectamente reconocibles. En «Tributo a Blenholt» hay tres niños cuyos juegos son puro preludio de las relaciones de poder que seguirán estableciendo cuando sean adultos. También hay una pareja mayor de la que se desprende un desencanto más triste que desesperado: él ha tirado la toalla y hace el payaso por la calle (literalemente) para ganar cuatro perras, mientras que ella ha hecho de la ironía su propia arma de destrucción masiva hacia (y contra) un entorno que nunca está a la altura.
Pero los verdaderos protagonistas son un grupo de chicos y chicas en esa edad en la que todo se decide, en la que has de poner las piedras necesarias en el camino hacia el éxito… o hacia el fracaso. Max Balkan, hijo de la pareja mencionada más arriba, lo tiene claro: él quiere ser como el mítico Tamerlán. Pero es consciente de que los tiempos han cambiado: «No quiero que te quedes con la sensación de que yo me creo que soy Tamerlán… pero la misma necesidad de poder, de significado, de importancia… eso mismo tengo yo. En cierta manera, soy Tamerlán, aunque en Williamsburg, ahora, no un pastor de antaño. No puedo triunfar conquistando reinos como él hizo. Tengo que salir adelante ganando dinero. Esa es la diferencia, pero en el fondo es todo igual«.
Y lo primero en lo que es inevitable pensar es que «ganar dinero» es precisamente algo que comúnmente se liga a la comunidad judía. Max no quiere un trabajo normal, sino que vive en el mundo de las ideas. Sabe que un trabajo normal nunca le dará el dinero suficiente para ser Tamerlán, pero que para triunfar en el Nuevo Mundo lo único que se necesita es una buena idea: «Tú no lo entiendes. Eres de la generación antigua. Tú piensas que las personas solo pueden ganar dinero con algo que hacen con las manos. Bueno, estamos en una nueva época. Las ideas a veces son mejores que un conjunto de bienes o que un día de trabajo en el taller. El cerebro es más importante que la fuerza«.
El discurso interior de Max Balkan lo distingue como representación de ese Nuevo Mundo lleno de oportunidades, como un Gatsby judío previo a la época de convertirse en el mito de Gatsby. Todo el libro gira en torno a una reunión laboral a la que Max ha sido convocado para hablar de una de sus ideas (producir zumo de cebolla y así evitar que la gente llore al prepararlo en sus cocinas). De repente, el halagüeño prospecto de futuro hace que todo el entorno del protagonista cambie radicalmente ya no solo en cómo le percibe, sino sobre todo en cómo le trata.
«Tributo a Blenholt» está estructurado en base a un puñado concretísimo de escenas que son escritas y descritas por Fuchs con una profundidad e intensidad hipnóticas. Son elocuentes retratos de la cotidianidad de la comunidad judía de Williamsburg, de las chicas a las que se les está pasando el arroz y sienten que quieren casarse, de los chicos que viven desapegados de la realidad y totalmente volcados en los estudios, de los hombres que van deslizándose poco a poco hacia una vida de anestesia alcoholizada. También hay escenas de un matrimonio e incluso escapes oníricos en los que la realidad del protagonista se distorsiona para ajustarse a sus pretensiones.
Cada escena está pensada para revelar algo en particular no solo de la historia de Max y sus vecinos, sino sobre todo de la propia naturaleza humana en general y judía en concreto. El debate está claro: ¿debe Max dejarse llevar por sus sueños de grandeza y apuntar a lo más alto para así también triunfar a lo alto (o fracasar estrepitosamente)? ¿O debe más bien conformarse con una existencia al uso abocada a la mediocridad pero también a la seguridad de lo cotidiano?
Y la respuesta a esta pregunta, en cualquier otro libro, daría totalmente igual. Pero llegar al final de «Tributo a Blenholt» hace pensar precisamente en lo poco que tiene que ver con esas ficciones de Woody Allen en las que el intelecto es un triunfo en sí mismo sobre el mundo mediocre alrededor. Daniel Fuchs impone la moral judía y no deja lugar para el triunfo. De alguna forma u otra, lo dicho recuerda a ese oscuro existencialismo ya mencionado en «Diamantes en Bruto«. Incluso hace pensar en la loa al fracaso cotidiano de Nathaniel Hawthorne visto a través del prisma judío de Philip Roth. Pero, sobre todo, este es un libro que se agradece porque, ya desde los años 30, demuestra que el gran sueño americano es algo en lo que es mucho mejor no creer. En niguna de sus vertientes. Ni italiana ni judía ni ninguna otra. Por si acaso. [Más información en la web de la editorial Automática]