Esta no es una crónica objetiva del MIRA 2018… Esta es la historia de cómo este festival me ha enseñado tres lecciones que me son un segundo flechazo.
Que no te engañen: los festivales musicales son una experiencia puramente subjetiva y estrechamente ligada no solo a tu trayectoria como festivalero, sino incluso a tu propia experiencia vital. Digo esto porque, en mi caso en particular, ha llegado un momento en mi vida en el que no me interesan las crónicas de festivales que pretenden ser una ristra de críticas objetivas de todos y cada uno de los conciertos de la programación. No me interesa ni leerlas ni escribirlas porque, como en el caso de tantas cosas en este mundo, en los festivales no existe la distancia objetiva: para transmitir lo que allá se ha vivido, necesitas haber estado metido hasta las trancas en un meollo de pura subjetividad.
Será por eso que, a estas alturas del cuento, me veo en la necesidad de abrir mi crónica del MIRA 2018 dejando bien claro dos hechos puramente subjetivos. El primero es que, tras veinte años de patearme festivales musicales año sí y año también, hace ya algunas temporadas que siento una especie de desgaste o erosión al respecto de este formato que ya no me apasiona tanto y con el que me gustaría recuperar parte del amor perdido. El segundo hecho subjetivo, ahora ya al respecto del MIRA como festival musical, es que es un evento complejo que, cada cierto tiempo, me sorprende y me estimula de formas que nunca pensaría que volvería a experimentar.
Porque, al fin y al cabo, algo con lo que casi he perdido la esperanza es con un festival me «enseñe» algo nuevo… Y resulta que el MIRA 2018, que se ha celebrado en Barcelona entre los días 8 y 10 de noviembre, no me ha enseñado ni una ni dos cosas, sino tres. En un panorama festivalero como el actual, en el que la necesidad de vender entradas y sobrevivir a base de competir con el vecino (de forma más o menos desleal dependiendo de a quien escrutemos) se traduce en la búsqueda del cabeza de cartel pluscuamperfecto, resulta realmente vibrante que el MIRA se postule a sí mismo como una rara avis que pretende sorprender y emocionar, pero no a través de lo conocido y reconocible, mucho menos de las opciones fáciles y complacientes.
Así que vamos por partes… Lo primero que me ha enseñado el MIRA 2018, como deberíamos pedirle a todo festival en pleno siglo 21, es una lección puramente musical. Si sois de esos que buscan un cartel repleto de dinosaurios reconocibles, lo siento mucho pero no soy vuestro cronista festivalero. Más bien lo contrario. Lo que yo le pido a un festival es que me rete, que me desafíe y, sobre todo, que me descubra nuevas fronteras. A ese respecto, hay una lección que todos deberíamos haber aprendido en el MIRA 2018, y esa lección es algo tan de perogrullo pero a la vez con tantos matices como que la música electrónica y el hedonismo van puramente ligadas.
Desde que las raves británicas se convirtieran en una herramienta de la generación más joven para escapar de la desesperanza impuesta por Margaret Thatcher, es bien sabido que la electrónica de baile es un maravillosa válvula de escape para el angst social. Las malas épocas y las crisis de cualquier tipo, tanto políticas como sociales y sobre todo económicas, van parejas a una poderosa necesidad de entregarse a los dulces brazos el hedonismo… A ese respeto, el MIRA 2018 ha sabido tomarle el pulso de forma magnánima a esta necesidad de escapismo actual, ya fuera en el continuum cósmico mental que Tangerine Dream practicaron a forma de impecable banda sonora o con ese drum’n’bass deconstruído, depurado y engalanado de drones y atmósferas con el que Christoph de Babalon propuso una especie de punto de contacto entre el pasado y el futuro.
Esto ya lo conocíamos. Estas formas de escapismo ya las hemos vivido, adorado y abrazado pertinentemente. Pero donde el MIRA 2018 ha desplegado una verdadera lección de actualidad ha sido al agrupar todo un conjunto de propuestas que demuestran que hedonismo y placer pueden intercomunicarse de formas cada vez más complejas y menos previsibles. Identificar hedonismo con el placer del house calentito y optimista, por ejemplo, es un cliché poco justificable en el momento presente. El placer del siglo 21 está, tal y como hemos podido vivir en estos días de festival, en un ruido que tiene menos que ver con el noise agresivo de hace varias décadas y más que ver con las mil pestañas abiertas en tu explorador de Internet.
Ese es el ruido en el que vivimos todos continuamente al vernos enterrados en un superávit de estímulos e inputs, notificaciones de mails y redes sociales, chats online y todo un conjunto de invitaciones a vivir en ese mundo virtual que nos aleja de la frustrante realidad. Nuestra cabeza se ha acostumbrado a funcionar en una multitarea que implica que, cuando intentamos centrar la atención en una única cosa, nos aburramos soberanamente. Será por eso que muchas de las propuestas del MIRA 2018 han demostrado su actualidad articulándose como un maelstrom que serena nuestra consciencia al apabullarla, al ahogarla, al casi aniquilarla.
Ahí está Atom™ con su modus operandi habitual: el chorreo de techno durísimo que hiela la sangre y te hipnotiza para erizar todos los pelos de tu cuerpo con variaciones minúsculas dentro de ese monstruo megalómano que son sus repeticiones metronímicas. También hemos podido gozar en estos días de MIRA 2018 con la abstracción sonora en la que lo digital -y por lo tanto apátrida- consigue sonar étnico de una Kate Wax reconvertida (de forma más que sublime) en Aïsha Devi; los paraísos virtuales y artificiales que Amnesia Scanner practican como deporte de contacto; las canciones como caos absoluto de una Eartheater que practica los estímulos como inyecciones certeras en forma de voz y de arpa… Esto es hedonismo y es placer, pero no de ese que te conecta con tu entrepierna, sino del que te expulsa de tu cuerpo y te obliga a observarte desde la distancia. Es un escapismo constructivo.
Puede que esta sea una lección que hace tiempo que está ahí, flotando en el aire. Pero he de reconocer que, por lo menos en mi caso, no la había visto nunca tan claramente expuesta como en el caso de este MIRA 2018. Ahora bien, no ha sido esto lo único aprendido en el festival: si esta era una lección musical, hay otra lección que concierne más bien a la propia experiencia festivalera. Y es una lección que se esfuerza en algo que muchos otros han dejado por imposible: el equilibrio es posible. Con «equilibrio» me refiero a esa ecuanimidad entre diversión intrascendente e intelectualidad profunda.
El MIRA no quiere ser un festival al que vayas a ponerte ciego y liarla parda, pero tampoco pretende ser una torre de marfil… Y en esta edición más que nunca, lo ha conseguido. Las actuaciones que he mencionado más arriba pueden parecer más cerebrales que corporales, pero se han visto sanamente compensadas por sesiones de baile tan apegadas a la fisicidad corporal como las de Avalon Emerson, DJ Stingray, Josey Rebelle o Alessandro Adriani. También por la diversión post-reggaetonera de The Bug bien acompañadito de Miss Red. Y a todo ello hay que sumar que este no es un festival exclusivamente musical: es un festival en el que, de repente, te das cuenta de que te has quedado más colgado con los visuales que con la música, en el que te reservas un ratito para ir a la cúpula 360º a disfrutar propuestas inmersivas o en el que decides descomprimir en un paréntesis en forma de visita a unas instalaciones artísticas que parecen escogidas para darte paz de espíritu.
Y esto me lleva precisamente a la tercera y última lección impartida por el MIRA 2018, que entronca directamente con lo que decía más arriba: que la tendencia festivalera actual es la elefantiasis, el más es más, la competición desleal… Pero este festival, por el contrario, apuesta por un modelo de aforo controlado (aunque lo suficientemente amplio para sentirte parte de una experiencia comunal bien poderosa), por una programación artística que no busca el cabeza de cartel fácil sino que te invita a que te presentes en el festival con la mente bien abierta y dispuesto a conocer nuevas propuestas y, sobre todo, por la única forma de competir que debería ser válida a día de hoy: creando una experiencia única para el festivalero.
Todas y cada una de las actuaciones del MIRA 2018 han sido mimadas y pensadas para ser únicas en su especie, ya fuera por la propuesta audiovisual que la acompañaba, por el hecho de ser un formato estrenado mundialmente o porque el propio artista ha querido entrar en el juego de ofrecer a la audiencia algo que no haya visto nunca y que no pueda ver en ningún otro sitio. Al fin y al cabo, ese debería ser el futuro al que aspiraran todos los festivales: a ofrecer una experiencia única y no a repetir lo mismo que el resto pero más grande, con más colorinchis, haciendo más ruido. Porque yo he aprendido tres lecciones en el MIRA 2018, pero me gustaría pensar que hay otros festivales que deberían aprender aunque fuera la última lección comentada. [Más información en la web del MIRA 2018]