Hay quien no le perdona a «Trance» el hecho de estar (parcialmente) basada en un telefilm del mismo nombre dirigido en el año 2001 por Joe Ahearne… Cuando lo cierto es que Danny Boyle nunca intenta ocultar esta circunstancia. De hecho, casi parece que quiera explotarla, que la glorifique. Se le tacha de televisivo en el sentido negativo de la palabra, cuando lo que el realizador parece pretender con su última película es precisamente jugar en un campo de batalla que parte de las herramientas catódicas para extrapolarlas a un marco puramente cinematográfico. No hay voluntad de sofisticar la pátina de thriller que juega a la acumulación de twist tras twist ni hacerlo pasar por algo más elevado: la intención de Boyle nunca va más allá de facturar un producto de entretenimiento puro y duro, una caja china cuyo interior forma un circuito endiablado de piezas minúsculas entre las que resulta completamente imposible establecer patrones de comportamiento. Hasta que te explota en la cara.
Está claro desde hace (mucho) tiempo que Danny Boyle es uno de esos directores que han cogido el siglo XXI como una excusa absoluta para la metamorfosis genérica: lejos del patrón de «autor» de décadas pasadas, siempre tan envarado por el corsé de las limitaciones de la identidad del propio «autor», Boyle y otros compañeros de generación (como Winterbottom o Soderbergh) llevan tiempo explorando sus múltiples caras a través de su respectivo abordaje a múltiples géneros. Incluso los tradicionalmente considerados como menos honrosos (¿fue esta generación de directores la avanzadilla que permitió a J.J. Abrams y compañía convertir la ciencia ficción en algo masivo?). Claro está que la «honra» no era el valor que el director buscaba cuando decidió llevar a la gran pantalla la historia de un trabajador de una casa de subastas que decide ayudar a unos mafiosos a robar uno de los cuadros, con la mala suerte de quedar amnésico debido a un golpe en la cabeza durante el plan. Ante el mal olor de la actuación del protagonista, los mafiosos deciden contratar a una hipnotista… Y hasta aquí puedo leer sin incurrir en spoilers.
Nada de «honra»: «Trance» recurre al thriller en su vertiente más (in)sana. Para empezar, porque Boyle siempre ha sabido cómo dosificar este género en algunos de sus mejores trabajos, especialmente en «A Tumba Abierta» y «A Life Less Ordinary» (los films de su cinematografía con los que, sin duda, resulta más fácil emparejar a «Trance«). Pero, sobre todo, porque el realizador se toma esta referencialidad televisiva como una fiesta: muchos hubieran deseado que la mencionada referencia televisiva se refiriera a aquella generación de la televisión (Frankenheimer, Lumet y periferia) que aportó sangre nueva al cine a finales de los 50… Pero ni hablar. Boyle no firmado «Trance» para que el espectador pajillero pueda jugar al onanismo referencial. Repito: esto es diversión pura y dura y, por lo tanto, es mejor no buscarle tres pies al gato y ponerse a lo que toca. A disfrutar con cada giro de guión, con cada nuevo retruécano, con cada sorpresa.
Eso no quita que, al fin y al cabo, sea imposible para Danny Boyle no acabar dejando su particular impronta autoral en «Trance«. El rasgo más característico, el que debería esperarse de este autor (como uno de los pocos directores audiovisuales reales: es decir, que aúnen audio y video como un todo, buscando siempre relaciones en las que ambos elementos se complementen y potencien el uno al otro), es sin lugar a dudas una utilización de la banda sonora extradiegética como palanca para ayudar cada uno de los giros del ya de por sí enrevesado guión… Y, sin embargo, Boyle se revela contra sí mismo. Si hasta su anterior film, «127 Horas«, la utilización de canciones diversas le había servido para reforzar su discurso visual, en esta ocasión los temas de bandas actuales casi no hacen acto de presencia y dejan paso a atmósferas sintéticas, drones y zumbidos in crescendo que ayudan a acrecentar la sensación de irrealidad y, sobre todo, a trazar las diferentes curvas de intensidad por las que va transitando el film.
No es la única seña de identidad que convierte a «Trance» en un producto con vocación de televisión pero con corazón de cine (un corazón, eso sí, repito, nada pajillero). En la tradición de clasicazos como «El Sirviente» (de Joseph Losey) o joyas modernas como «El Talento de Mr. Ripley» (de Anthony Minghella), la utilización de los espejos y los reflejos se sublima como signo indudable de la fragmentaria memoria e identidad de diversos de los personajes: Rosario Dawson reflejada sobre un caos de espejos cuadrados justo cuando está al borde de un precipicio que le obliga a tomar una dura decisión; ese momento de vital importancia en el que, tras el robo, James McAvoy camina perdido y aturdido por un pasillo mientras un juego de espejos refleja diversas copias de su imagen hacia el infinito); la conversación en el balcón a través de los cristales en la que las imágenes de McAvoy y Dawson se duplican y se funden sobre ellas mismas…
Una mise en abyme visual que tiene su particular reflejo en el propio guión, donde Boyle se vuelve a probar como un maestro del tempo cinematográfico no sólo a la hora de practicar magnos crescendos (es ejemplar la escena en la que McAvoy abre el paquete de su memoria y acaba con las manos ensangrentadas), sino sobre todo a la hora de montar matrioshkas narrativas tan complejas como la de «Trance«. En este film, llega un punto en el que es difícil determinar si lo que estás viendo es la realidad presente, el pasado en flashbacks o las recreaciones surrealistas de la memoria del protagonista. Le corresponde al espectador ir montando las piezas de estos tres puzzles, con el agravante de que los tres comparten muchas de las piezas e incluso piezas casi idénticas, tan sólo con una mínima variación la una de la otra. Y dirán muchos (que ya lo han dicho) que esto es «ser tramposo» cuando, por el contrario, Boyle nunca miente: siempre se puede identificar el plano temporal (o mental) al que pertenece cada escena, por mucho que eso implique haber de estar impecablemente atento a detalles sutiles, pistas mínimas pero deliciosas. Porque, al fin y al cabo, «Trance» no da gato por liebre: no sólo abraza su calidad de «thriller de sobremesa», sino que lleva un paso más allá las trampas habituales en el género exponiéndolas ante los espectadores con la suficiente pericia como para jugar a estos mind games con Boyle.