Nadie puede afirmar que «Trainspotting 2» sea una mala película… Pero, si es así, ¿por qué sales del cine con el deseo de que nunca haya existido?
¿Puedes acabar una película con la sensación de que, pese a que ha sido un (muy) buen film, resulta que casi mejor que no existiera? ¿No es esto algo así como un oxímoron cinematográfico que, a priori, parece un despropósito? Puede ser. Pero, ¿entonces por qué me sentía exactamente así en los títulos de crédito de «Trainspotting 2«, doctor? ¿Por qué lo primero que dije al salir de la sala de cine fue «a ver, es que es incontestable que es una muy buena peli, con un imaginario visual sublime, un ritmo trepidante y un argumento bien desarrollado»? ¿Y por qué lo segundo que espeté fue «… pero ojalá no existiera«?
Ante semejante brote de bipolaridad (y marrullería), me vi forzado a hacer acto de contrición y analizar pormenorizadamente qué es lo que había ocurrido para que me sintiera así. Y empecé, como estoy empezando este texto, por lo bueno. Porque, eso no lo puede dudar nadie, «Trainspotting 2» tiene una calidad incontestable que nace del savoir-faire de Danny Boyle. De él siempre he dicho lo mismo (y lo mantengo): es uno de los escasos directores de la camada de los 90 que no solo entendió que el término «audiovisual» está formado por dos palabras, «audio» y «visual», sino que consiguió sublimarlo buscando nuevas relaciones entre esas mismas dos palabras y poniéndose alcanzando logros exclusivos del cine, esos logros que lo convierten en una arte diferencial de otras artes narrativas.
En el caso concreto de «Trainspotting 2«, Boyle muestra su maestría desde el minuto cero a través de un montaje vertiginoso marca de la casa que va encadenando escenas que podrían encuadrarse en el «realismo mágico» si no se usara ese mismo «realismo mágico» para metaforizar una realidad mucho más sucia y depravada de lo habitual en ese género. Los logros audiovisuales se van sucediendo: la tercera sombra sentada a la mesa familiar de Renton (Ewan McGregor), el uso de las líneas diagonales para forzar una tensión en la percepción de la realidad de los personajes, los recursos gráficos propios de la era del videoclip, la referencialidad post-moderna (lo de «Raging Spud» es de traca)…
Algunas de las escenas de «Trainspotting 2» están destinadas a pasar a la historia. Ahí está el suicidio abortado de Spud metaforizado en una caída libre desde lo alto de su edificio. Ahí están también Renton y Sick Boy con un subidón tremendo de cocaína que llena la pantalla literalmente de frases inconexas y que acaba con ambos sintiendo la casa del segundo como si fuera un estadio de fútbol en el que George Best juega bajo la lluvia. Y ahí está también los diversos momentos en los que Boyle enseña los galones al usar acordes de «Born Slippy» e imágenes borrosas de la primera «Trainspotting» para crear un efecto placebo tanto en sus personajes como el espectador, estableciendo un sorprendente diálogo entre presente y pasado y, sobre todo, haciéndolo de forma sutil y con una clase infinita.
Y después está lo que ya he dicho más arriba: el argumento se desarrolla con brío, sin dejarte respirar y con una coherencia interna perfectamente lubricada a la hora de mostrar a los mismos personajes de hace 20 años pero enredados en un mundo adulto que les queda demasiado grande… Pero, entonces, ¿qué es lo que falla en «Trainspotting 2«? ¿Qué es lo que enciende en mi el deseo de que nunca hubiera existido cuando, a la vez, tampoco puede afirmarse que sea una traición al impecable recuerdo de la película original?
¿Lo que me cabrea es que esto ya no sea un retrato del mundo de las drogas… sino otra cosa diferente? El plot persigue a Spud en su desintoxicación, mientras que Sick Boy solo toma cocaína y Renton está totalmente desenganchado (aunque no le dice que no a ciertos escarceos por los que Boyle pasa un poco de puntillas y sin afrontar las consecuencias reales que podrían tener en un ex-adicto). Puede que todos tengamos mitificadas ciertas escenas de «Trainspotting» por lo que tenían de brillante translación a la metáfora visual de lo jodido que puede ser esto consumir drogas. Renton saliendo de una letrina llena de mierda, por ejemplo. Y, sí, esta brillantez a la hora de metaforizar las drogas falta en «Trainspotting 2«… Pero, a la vez, hay que reconocer que no es esto lo que hizo mítica a la primera película. «Trainspotting» nunca fue «solo» un film de drogadictos. Y eso fue lo que la hizo sobrevivir al paso del tiempo.
¿Lo que me putea es ese twist final de «Trainspotting 2» hacia el terreno del thriller de lumpen británico? Pues, oye, no. ¿Cómo me debería putear ese twist final si la primera parte también acababa en un robo? Entonces, ¿qué es? Tras mucho pensar y repensar, doy con la respuesta: la «Trainspotting» original no me caló hondo por las drogas ni por el twist de género final. Me caló hondo porque es una de las batallas más sublimes de la historia del cine entre el pesimismo y el optimismo: Boyle celebraba desde la estética algo que era realmente jodido… Pero, aun así, al final todo caía del lado del pesimismo. La realidad, la traición final, era lo que quedaba.
En «Trainspotting 2«, sin embargo, la partida final la gana el optimismo, la ficción, el thriller. Y eso, inevitablemente, la aparte de cualquiera que se acerque a la nueva película de Danny Boyle esperando una hora y media de risas que se le queden congeladas en la cara al darse cuenta de que, durante todo ese tiempo, la pantalla ha sido un espejo. En este caso, más que un espejo, la pantalla es una pantalla. Y no hay nada de magia en eso. [Más información en el Facebook de «Trainspotting 2»]