SYNECDOCHE, NEW YORK. ¿Qué es el cine? El cine es encuadres, texturas, luces y contraluces; el cine es silencios, es palabras. ¿Qué no es el cine? El cine no es historia, no es argumento; el cine no es interpretaciones. Esta es mi verdad, algo que he aprendido con los años y que asumo como propio, sin intención de que nadie deba compartirlo. Y, sin embargo, si alguien me hacía dudar de esta verdad (tan poco absoluta, por otra parte) ese era Philip Seymour Hoffman. He querido hablarles de este actor al respecto de “Synecdoche, New York” (o de “Synecdoche, New York” al respecto de este actor) porque, tan dolorosamente narcisista como es, la estupenda y reveladora película de Charlie Kaufman viene a hablarnos finalmente de la vida en sí: realidad dentro de la ficción, ficción dentro de la realidad, realidad dentro de la realidad y mucha ficción dentro de la ficción. Ergo, nosotros mismos en definitiva, que imagino es de lo que se trata.
Caden Cotard, el director teatral interpretado por Hoffman, se muestra a veces desquiciado, casi siempre desquiciante, lleno de ternura, hastiado por el miedo, eternamente confundido, enfermo irredento y vigoroso en el complejo arte de perder: humano, demasiado humano. Ese era Caden Cotard. Ese parecía ser Philip Seymour Hoffman en todos los papeles por los que le recordaré. Ese parezco ser yo, y eso me parecéis ser todos vosotros. Queda el lamento. Queda la rabia de saber que no volverá a hacerme dudar de mis principios acerca de lo que es o lo que debería ser el cine. Pero quizás ahora Philip Seymour Hoffman ya sabe lo que hacer con esta obra. Quizás ya tiene una idea. Quizás cree… [David Martínez de la Haza]
EL TALENTO DE MR. RIPLEY. Por mucho que desde la esquina del ring periodístico mínimamente serio siempre intentemos haceros creer que el cine es algo objetivo, algo que se puede analizar con la cabeza sin que intervenga para nada el corazón, todos sabemos que no es así. Nosotros somos conscientes de que os estamos mintiendo y vosotros, pobres, nos seguís la corriente para que nos sintamos un poco más importantes. Y digo esto al respecto de la actuación de Philip Seymour Hoffman en «El Talento de Mr. Ripley» porque, inevitablemente, hubieron muchas cosas que influyeron a la hora de convertir el film de Anthony Minghella en uno de los más importantes de los primeros años de mi veintena. Podría reducirlo a que recuerdo esta actuación de Hoffman por el mero hecho de entrar dentro del sesgo demográfico de «homosexuales gordos con barba a los que les gustan los hombres gordos -preferiblemente con barba-«. Pero estaría intentando ser superficialmente elocuente… y no toca.
El verdadero motivo por el que recuerdo la actuación de este actor en «El Talento de Mr. Ripley» aflora ahora, más de una década más tarde: en aquel tiempo, creía que mi fascinación por esta película se basaba en mi identificación con Ripley, con todo lo que tiene la homosexualidad armariada de impostura. Lo que veo claramente a día de hoy, sin embargo, es que aquella identificación no hubiera sido posible sin su contrario, y su contrario era precisamente el Freddie Miles encarnado por Hoffman: un tipo desarmariado, desprejuiciado, excesivo, estridente y sin miedo a flotar por encima de su p pluma. Un tipo, a priori, alejado de la realidad de este actor que, sin embargo, supo convertirse en la cruz de la moneda en la que Ripley era la cara sin la necesidad de acaparar tantos planos como Matt Damon. Que no, que no voy a decir que sea el mejor papel de la carrera de Philip Seymour Hoffman. Pero, como espectador emocional, siempre le recordaré como el tipo que yo quería ser sin saber que quería serlo, creyendo que lo que quería ser era un Ripley del montón. [Raül De Tena]