MAGNOLIA. Qué mejor para recordar a un actor infinito, de quien descubrías algo nuevo cada vez que lo veías, que acudir a su interpretación en una película infinita, de la que descubres algo nuevo cada vez que la ves. Es interesante acercarse a «Magnolia«, esa obra maestra del cambio de milenio, porque en ella hay un Philip Seymour Hoffman que no interpretaba a esos personajes rotundos, carismáticos y magnéticos a los que nos acostumbró después. «Magnolia» llegó en uno de esos momentos en los que un actor que no sabes muy bien de dónde ha salido está de repente en todas partes y aún no tienes demasiado claro qué esperar de él, de qué va ni cuánto tiempo se va a quedar: justo después de «Happiness» y «El Gran Lebowski» y más o menos al mismo tiempo que «El Talento de Mr. Ripley«, aquí lo veíamos haciendo simplemente de un buen tipo, uno vulnerable, quebradizo, expuesto a todo el mal y a todos los males que retrataba el mosaico despiadado de Paul Thomas Anderson. El suyo no es probablemente el papel más recordado en una película que de primeras evoca antes a Julianne Moore gritándole a un farmacéutico o a Tom Cruise engañando a multitudes, pero yo recuerdo perfectamente a Philip Seymour Hoffman tratando de reunir a un padre con su hijo a través de una línea de atención al cliente o intentando colar revistas guarras para su paciente en un pedido de mantequilla de cacahuete. Un hombre tranquilo, un héroe silencioso que, sin embargo, cuando es necesario puede ejercer de eje de un relato coral como éste y echárselo sobre los hombros. Los grandes de verdad no necesitan interpretar siempre a figuras históricas, antihéroes torturados o protagonistas de historias asombrosas: a veces, para ser recordados, les basta con encarnar a gente normal. [Pedro Vázquez]
MONEYBALL. Recuerdo reírme hace pocos días durante alguna escena de «Moneyball«, la última vez que vi mi pantalla despedazada a mordiscos por esa bestia extraña y atormentada que era Philip Seymour Hoffman. No era la (inexistente) comicidad de su personaje la que me provocaba risa, sino más bien mi propia perplejidad: él no tenía que abrir la boca, sólo bastaba su presencia para hacer del suyo un personaje más intenso, más interesante, más real que el resto. Hoffman encarnaba al lacónico y gruñón Art Howe, un entrenador de béisbol de vuelta de todo, una especie de Luis Aragonés sin los chascarrillos, perturbado y amenazante. Hoffman borda su papel de secundario a monosílabos, lejos del histrionismo que practicaba en algunas de sus actuaciones más aclamadas, en «Capote» o en «The Master«; pero, como siempre, sutil y estudiadamente contenido. Esta vez le basta con reclinarse sobre su silla en su chandal sudoroso, brazos cruzados y gesto hastiado del mundo, para hacer sombra al mismísimo Brad Pitt. Mientras me reía viendo cómo Philip Seymour Hoffman se comía por enésima vez mi pantalla, recuerdo haberme preguntado si este neoyorquino era el mejor actor de su generación. Mirando al futuro, pensé, ¿qué personaje podrá resistírsele? ¿De qué será capaz próximamente este portento? Matarse de sobredosis de heroína, sinceramente, no entraba en ninguna de mis quinielas. [Rodrigo Núñez]