Ya en el prólogo de «Todo Lo Que Una Tarde Murió Con Las Bicicletas» (editado en nuestro país por Libros del Asteroide), José Carlos Llop advierte al lector de que este no es para nada el típico libro sobre una chica que vuelve a sus raíces para encontrarse a sí misma, sino más bien el mapa de un tesoro tan poco preciado como el desamparo generacional: aquí no hay iluminaciones en el seno de la familia que te vio nacer y la tierra que te vio crecer, sino que es este un libro con vocación de máquina para detener el tiempo en un presente continuo poco deseado. Llucia Ramis tuvo que volver a a la casa de sus padres en Mallorca después de que su proyecto vital en Barcelona sufriera un preocupante parón: habiendo puesto toda la carne en el asador de su carrera profesional, cuando esta se ve afectada por la crisis y por la imposibilidad de encontrar un trabajo digno con el que pagar las facturas, la autora no tiene más remedio que empacar sus maletas y regresar a un nido paterno en el que afirma sentirse como Alicia tras comerse el pastel que aumenta su tamaño hasta el nivel de quedar atorada en la estancia, con las extremidades buscando sitio a través de puertas y ventanas.
«Todo Lo Que Una Tarde Murió Con Las Bicicletas» está plagado de poderosísimas imágenes como la mencionada más arriba: una Alicia treintañera que, con su recién descubierto gigantismo, también se hace más autoconsciente de su cuerpo, de su situación, de su persona, de su personalidad, de su juego entre egos y superegos y de la importancia de la educación familiar como base sobre la que edificar la propia existencia: «Soy un poco mimada, pero no lo era de pequeña. Por una parte, exijo la independencia que me inculcó la familia de mi madre, cosmopolita y desarraigada, caprichosamente feminista; pero por otra, quiero todas las atenciones que aún me brinda mi padre, ser el centro, como los gatos que te hacen caso cuando tienen hambre y, de vez en cuando, te sueltan un arañazo. Una niña consentida que lucha por su autonomía y se lo da todo al trabajo porque los hombres no son tan importantes como para hacerle sufrir. No sé qué esperaba, pero fui educada para esperar siempre algo; sueños, promesas, méritos. Si te preparas, llegarás lejos, decían. Individualista, dedicaré mi esfuerzo y los sacrificios a superarme a mí misma y, aspirante a persona de Nancy Mitford, acabaré como una parodia provinciana de Bridget Jones.»
La herencia del padre y de la madre de Llucia se abrazan y se retuercen dentro de la escritora como un ADN ineludible que, por suerte, nunca intenta eludir: lo afronta directamente cara a cara, hasta convertir el «Todo Lo Que Una Tarde Murió Con Las Bicicletas» en un libro que no busca justificaciones en el pasado ni explicaciones deslumbrantes que desentrelacen la maraña del sentimiento presente de fracaso. La influencia del padre y de la madre son fuertes, evidentemente, pero Ramis consigue eludir el egotismo recalcitrante y abrir el cuadro de la fotografía para que muestre a su familia con varias generaciones a la vista. Es este libro lo que podríamos llamar unas «memorias» en toda regla, pero no en su acepción (auto)biográfica, sino en su definición literal: memorias en plural como conjunto de recuerdos atomizados y desordenados, proclives a saltar de uno a otro sin orden ni concierto, que van más allá de lo que tú puedes recordar. Porque, ¿quien duda que la memoria de una persona se remite varias generaciones atrás en su familia? Gracias a la transmisión (y la tradición) oral eres quien eres, crees recordar cosas que realmente es imposible que recuerdes pero que te han influido de una forma lo suficientemente profunda como para determinar muchos de los rasgos de tu personalidad.
Este árbol genealógico de la memoria y la personalidad es algo que Llucia Ramis tiene muy claro y que plasma de forma magistral en «Todo Lo Que Una Tarde Murió Con Las Bicicletas«: ese acoso y derribo del concepto de individualidad que nos ocupa tantos años adolescentes intentando alimentar en detrimento de nuestra familia en contraposición de esos tantos otros años adultos intentando (per)seguir las miguitas de pan dejadas por todo un elenco de familiares para intentar explicar quiénes somos. Porque puede que la escritora consiga hablar del yo sin resultar egocéntrica, que se salga con la suya a la hora de detener el tiempo presente para explorar la memoria familiar pasada, pero es inevitable sentir cómo la frustración, la derrota y el sentimiento de fracaso corren por debajo de «Todo Lo Que Una Tarde Murió Con Las Bicicletas» como un río subterráneo frío, congelado, que borbotea hacia la superficie aquí allá con erupciones a veces tajantes, comunmente desarmantes. Llucia Ramis no busca explicaciones para su situación y de las vacuas iluminaciones, pero hay que reconocer que muchos serán los que encontrarán aquí respuestas tan bestiales como esta conversación entre la autora y su madre: «-Nos habéis educado para que seamos libres e independientes, pero ¿por qué no nos dijisteis que el precio de la libertad y la independencia era quedarnos solos? / -Porque no lo sabíamos.» Una advertencia que llega tarde… Pero un libro que hace diana en el corazón justo en el momento (social y generacional) adecuado.