Por mucho que «The Turin Horse» llegue ahora a nuestras pantallas, no hay que pasar por alto que su año de producción fue ni más ni menos que el pasado 2011, cuando múltiples autores parecieron ponerse de acuerdo a la hora de facturar sus propias visiones de ese Apocalipsis que nadie sabe si queda cercano por lo que dijeron los mayas o por la situación de crisis, desestructuración y degeneración acelerada que nos ha tocada vivir. El año pasado llegaron hasta nosotros miradas profundamente espirituales como las de «Melancholia» de Lars Von Trier (un abordaje sereno y rozando la ataraxia a la hora de afrontar el grand finale de la humanidad) o «4:44 Last Day on Earth» de Abel Ferrara (explorando, como es habitual en el realizador, los márgenes menos cómodos), ambas contrapuestas de forma pluscuamperfecta a la Génesis según Terrence Malick y su impecable «El Árbol de la Vida«. En definitiva, 2011 fue un año en el que el cine ayudó a la humanidad a mirar más allá de su propio ombligo, a plantearse la existencia como un acto abocado a la extinción… Pero si la cinta de Von Trier marca un final pesimista y la de Malick un inicio optimista, para entender lo que queda justo en el medio se hace necesario recurrir a «The Turin Horse» de Béla Tarr.
El punto de partida del film impacta desde una apertura en el que unas escasas líneas escritas en blanco sobre la pantalla negra sintetizan algo que nunca veremos: ese instante en el que Friedrich Nietzsche, conmovido en las calles de Turín por un caballo que no accedía a moverse por mucho que su cochero le moliera a palos, abrazó al animal, volvió a su casa y se dejó llevar por un abandono absoluto que habría de conducirle a la muerte. Tarr, sin embargo, no nos muestra nunca al filósofo, sino que hace arrancar su película con una sublime escena en la que caballo y cochero corren hacia casa a través de un bosque en lo que, si nos fiáramos de la realización y de una banda sonoro ajada pero mayestática, debería ser una lucha épica contra el bosque, el viento y la fatiga. Y, por mucho que sea inevitable que el espectador reciba las imágenes con un impacto sublime, tampoco se le escapa que aquí no hay ni esfuerzo ni lucha contra los elementos: aquí sólo hay una repetición constante de un patrón en el que, como cada día, el cochero vuelve a su casa propulsado por la fuerza incansable de su caballo.
A partir de este momento, «The Turin Horse» se revelará precisamente como una iteración en sí misma: como la repetición de un patrón de conducta diaria (el cochero y su hija se despiertan por la mañana, ella sale a por agua, ayuda a su padre a vestirse, desayunan, él sale de casa con el caballo, vuelve por la noche, cenan y se van a dormir) que se va apagando poco a poco al erosionarse contra la acción de un Apocalipsis ambiguo que los protagonistas nunca parecen concebir como tal. Es ante este desastre cuando se delimitan las dos posibles vías de acción: el caballo abrazado por Nietzsche se abandona a la fatalidad de forma sosegada, optando por el abandono nihilista ante la muerte inminente, mientras que el padre y la hija encarnan a la perfección la voluntad de supervivencia inherente a todo ser humano… hasta límites absurdos. No representan un triunfo de la voluntad idealizado, tampoco una nueva estirpe de superhombres ni mucho menos su versión de tres al cuarto reflejada en los superhéroes yankis: lo del cochero y su hija es más bien un aferrarse a la forma más baja de vida posible. Sus estándares de supervivencia se limitan a comer unas patatas asadas cada día y a divisar por la ventana cómo el viento cada vez más intenso va borrando el paisaje y los rastros de la humanidad que debería poblarlo. Por todo ello, porque el instinto de supervivencia también tiene bastante de dictadura de la razón, los protagonistas humanos encierran al caballo hacia la mitad del film, extirpándolo de sus vidas pero también del seno de la película.
Béla Tarr opta entonces por una realización que, de alguna forma u otra, refuerza la apología del bucle que ya se intuía en la primera escena: un anhelo de un eterno retorno que se va haciendo cada vez más imposible cuando se revela que incluso la espiral en descenso en la que viven los personajes parece tener un punto y final cada vez más cercano. Y lo más sorprendente es que lo hace con una seriedad taciturna que espantará a muchos espectadores, los mismos a los que asuste la larga duración del film y que también serán los mismos que obviaran la refinadísima ironía con la que Tarr aborda la existencia de los personajes: ante el nihilismo del caballo y ante la tragedia en ciernes, la auto-afirmación obstinada de los protagonistas va tornándose cada vez más surrealista y absurda (y, sí, por qué no decirlo: cada vez más divertida). Hasta llegar a un cenit en el que el director se revela como mente magistral en un sanísimo ejercicio de metalengüaje: bordeando el final del metraje, la ausencia total de luz parece indicar el punto y final de la humanidad. Un punto y final que en lenguaje cinematográfico viene a ser un fade out hacia negros… Sin embargo, cuando cualquier espectador sensato esperaría que aparecieran los títulos de crédito, resulta que los protagonistas siguen obstinándose e intentan encender primero una lámpara con resultados poco exitosos y, finalmente, resignados a (sobre)vivir en la oscuridad, incluso se disponen a comer las mismas patatas que han comido mil veces pero, debido a que la cocina ha sido aniquilada por la oscuridad, las ingieren crudas. En su absurdo afán de supervivencia, los protagonistas llegan a sobrevivir incluso al más resolutivo de los finales cinematográficos: el fade out antes de los créditos.
Sea como sea, la belleza de «The Turin Horse» va mucho más allá de sus juegos filosóficos y metacinematográficos. La repetición de la banda sonora ayuda a introducir al espectador en la trama como si fuera a parar al estómago de un pez que se muerde la cola, la antinarratividad y la capacidad de dilatar los instantes permiten desvelar con mayor detalle la grandeza y la bajeza que coexisten en la cotidianidad de los protagonistas y, sobre todo, la utilización del blanco y negro por parte de Tarr es tan apabuyante que recordaría al Dreyer más espiritual si no fuera porque, al fin y al cabo, el alma de «The Turin Horse» queda mucho más cerca del finísimo sarcasmo del último cine de Europa del Este, siempre capaz de abordar las mayores tragedias con una sonrisa cabrona surcando su rostro.