En los tiempos que vivimos, a nadie se le escapa que la gran preocupación que provoca tanto debate vacuo, cientos de discusiones bizantinas y miles de sentencias demagógicas procede de la sección de economía de los informativos: es la jodida crisis, la gran depresión de principios del tercer milenio o como la quieran llamar. Vamos, nada novedoso, como que el capitalismo recalcitrante hizo catacroquer (o, al menos, fue lo que nos contaron al poco de que la burbuja explotase). La tormenta fue (y es) de tal magnitud que se llevó por delante muchas de nuestras convenciones; entre ellas, las estructuras de pensamiento y de actuación ante la vida pertenecientes a nuestra altiva cultura: la occidental. Todo eso sucedió a nivel macro (nos lo explicaron expertos de diverso pelaje con palabras grandilocuentes) y, lo más doloroso, a nivel micro, justo al doblar la esquina, al lado de casa, como quien dice… La cuestión es que, al menos los ciudadanos de a pie, ya no somos los de antes: soplan obligatorios vientos de cambio en medio de un decorado desesperanzador.
Está muy bien esto de simular discursos propios de politiquillos de tres al cuarto pero, ante el batacazo que se está pegando el mundo, sobran las palabras, las cuales, al aparecer tantas y tantas veces manipuladas y disfrazadas, ayudan a que la confusión y el desencuentro crezcan. Por eso a veces es mejor olvidarse de ellas, como hicieron The Suicide Of The Western Culture para transmitir, precisamente, el mensaje que guarda su misma denominación. Nada se sabe de este enigmático dúo, que nunca dejó que se viesen sus caras, bien ocultas tras unas capuchas y unos teclados de mercadillo, unas cajas de ritmos gastadas y unos pedales de segunda mano, los únicos aparatos que usaron para dar forma a su debut, “The Suicide Of The Western Culture” (Irregular Records, 2010). Sí que se conoce su origen (en teoría, Barcelona; aunque tanto daría que saliesen de cualquier otro punto del globo terráqueo…) y la procedencia de su sonido: de Mogwai a Fuck Buttons pasando por Tortoise, Esplendor Geométrico y Décima Víctima. Aunque esta pareja casi invisible no se anda por las ramas del underground industrial e intenta, más que imitar esas influencias, recuperar el cariz contestatario de la electrónica entendida como aquella música no orgánica generada para activar los cinco sentidos (sobre todo, el oído y el tacto) e inyectar líquido vigorizante a las neuronas. Un proceso físico-químico bañado en ácido post-rock, revestido de ritmos analógicos extraterrestres y envuelto en un manto de ruido negro.
«The Suicide of Western Culture» se compone de nueve cortes instrumentales que incitan a la reflexión horizontal y a la acción vertical, con un tono amenazante y, a la vez, estimulante, como si quisiesen despertarnos del letargo al que parece que están sometidas nuestra razón y nuestras emociones: son nueve figuras acorazadas que libran una lucha en un campo de batalla virtual contra la realidad más palpable. Su textura es sencilla y elemental, pero no por ello carecen de complejidad: aquella que pueden permitir las limitaciones de confeccionar un disco en el interior de la habitación de un hostal estudiantil de Londres. No se sabe qué veían a través de la ventana de ese espacio, pero seguro que era algo que les obligaba a estrujar sus sesos para ir más allá de ese límite, siguiendo el paso marcial que guían las abstractas “From Our Apartment’s Window”, “This Is The Last Time I Shake Your Hand” y “The Suicide Of The Western Culture”, pieza central del engranaje de este álbum. Al mismo tiempo, dada la naturaleza de sus composiciones, tiran de diferentes símbolos cercanos y reconocibles para sentar las bases desde las que interpretar su significado, que variará en función de cada oyente: capillas, bosques irreales, niños y antiguas estaciones eléctricas son recursos para poner, respectivamente, imágenes a la amalgama sonora (un caos ordenado que fluctúa entre la luz y la oscuridad) de “The Italian Chapel”, “A Forest Of Gleyhounds Hanged”, “Children Shouldn’t Been Playing Beside Railways” y “Battersea Power Station”. La fase más concreta del álbum coincide con “Battle Of The Ebro” y “The End Of Luxury”, construidas sobre cimientos krautrock sombríos y turbadores.
Es posible que cualquiera que hubiese revisado este LP, o incluso sus mismos autores, se estén preguntando si es tan clara la relación de la música que expone con la primera mitad de este texto. La respuesta: puede que sí, puede que no. Ahí reside la gran virtud de esta clase de discos: liberan la mente para que le dé vueltas a lo que quiera… En mi caso particular, lo que sucedió fue que, una vez escuchado, el Tyler Durden que llevo dentro salió de su escondrijo con unas ganas enormes de montar su particular Club de la Lucha, liarse a hostias con todo aquel que tuviese ganas de pelea y reflejar así su odio exacerbado hacia la sociedad que lo rodea. Todo esto no deja de ser una metáfora exageradamente agresiva pero, imaginando cuál será nuestro probable destino, uno hasta desearía materializarla y ver cómo, al final, se viene todo abajo y se colapsa el estado actual de las cosas para volver a empezar de cero.