Sin «The Stone Roses» es muy probable que el britpop no hubiera existido… ¿Grandes palabras? Ni hablar. Realidad en estado puro (y duro).
[dropcap]A[/dropcap]bril de 1989. El segundo verano del amor estaba a punto de cumplir su primer aniversario. Veintidós años después de que San Francisco se cubriera de flores regadas por ácido lisérgico y se convirtiera en la cuna del mito del sentimiento hippie, faltaban unos meses para que la fiesta iniciada en Manchester tiempo atrás y alimentada por el éxtasis alcanzara un punto culminante que, cual estrella supernova, anunciaba que su fin estaba próximo. La ciudad británica aún era el hervidero en el que sus habitantes más jóvenes, excitados por el acid-house y arrastrados por el tsunami Madchester, ansiaban huir de su deprimida y tatcheriana realidad sin pensar en cuánto durarían o cuándo acabarían sus raves al aire libre, sus juergas en naves industriales abandonadas o, en caso de que pudieran pagar la entrada, las jaranas semanales en el club The Haçienda.
Entre sus legendarias columnas, The Stone Roses se arrimaban noche tras noche a la 24 hour party people glorificada por Happy Mondays. Pero, a pesar de que disfrutaban al máximo de la experiencia, su objetivo como grupo musical no era plasmar -o, al menos, no de una manera evidente- en sus canciones las huellas de la revolución festiva vivida en Manchester como sí hacía la banda convecina liderada por Shaun Ryder. De hecho, si por ellos hubiese sido, hubiesen retrocedido un par de décadas para empaparse de aquel estío amoroso surgido al otro lado del Atlántico, repleto de coronas de pétalos, ropa multicolor y sustancias alucinógenas. Sus orígenes sonoros y su libro de estilo provenían de aquella edad de oro en que el pop expandió sus estructuras tradicionales. Por eso, cuando se publicó su emblemático primer álbum, “The Stone Roses” (Silverstone, 1989), surgió cierta confusión al comprobar que, en realidad, su contenido pasaba tangencialmente por el cruce de rock y dance tan en boga a finales de los 80 y que estaba redefiniendo los límites de ambos géneros para siempre, como bien demostraría más tarde “Screamdelica” (Creation, 1991) de Primal Scream.
Los gustos de Ian Brown, John Squire, Gary ‘Mani’ Mounfield y Alan ‘Reni’ Wren se inclinaban, por un lado, hacia el pop clásico de guitarras con trazas psicodélicas madurado en California durante los 60; y, por otro, hacia el pop arpegiado que habían cultivado The Smiths en el glorioso lustro que va de 1982 a 1987. Con lo que el advenimiento y la subida a los altares alternativos de The Stone Roses se interpretaron como la resurrección del pop académico tanto de raíz norteamericana (eclipsado por el avance del college rock y el punk-hardcore pre-grunge) como, sobre todo, británica (tras sacudirse de encima el dominio de las cajas de ritmos y los sintetizadores del synthpop y el new wave). A ello había que añadir la trascendencia del grupo en la moda imperante en aquella época: las cabelleras densas, los flequillos sesenteros y las camisas floreadas volvían con fuerza para mezclarse de una manera natural con uniformes improvisados de colores chillones, pantalones baggy y camisetas con la sonrisa de Smiley bien visible.
El caldo de cultivo en el que confluían una estética sin ataduras, drogas de diseño y una nueva corriente musical que invitaba a no pensar en el mañana fue el acicate perfecto para que la ombliguista prensa especializada británica, encabezada por NME y Melody Maker, explotase de euforia ante la posibilidad de que Gran Bretaña volviera a ser el epicentro de otra revolución sonora, abanderada en este caso por sus nuevos niños mimados, The Stone Roses. De todos los protagonistas de la escena dance-pop-rock que pululaban en el decorado Madchester, Ian Brown y John Squire sobresalían por un carisma que era un dulce caramelo imposible de rechazar para los medios de su país: de una parte, aparecía la insolencia, arrogancia e impetuosidad juvenil del vocalista, cuya bocaza a veces superaba el tamaño de la del mismísimo Morrissey; y, de otra, se encontraba la habilidad a la seis cuerdas del guitarrista, admirador de los maestros flamencos del ramo y émulo de Johnny Marr.
En medio de una expectación inusitada llegaría su deseado estreno en largo, “The Stone Roses”, cuya aplazada publicación permitió que el disco viera la luz en el momento justo. Los deslumbrantes singles previos ya presagiaban que The Stone Roses harían saltar la banca: “Elephant Stone” (no incluido en la versión original británica del LP), “Made Of Stone” y “She Bangs The Drums” corroboraban los mejores augurios sobre el potencial del grupo, su crecimiento exponencial desde sus inicios y las brillantes hechuras que luciría su ópera prima, considerada mediáticamente como “lo que el mundo estaba esperando”. En lo que hubiera sido toda una confluencia cósmica, DJ Pierre, uno de los padres del acid-house, estaba postulado como productor de “The Stone Roses”. Pero, finalmente, sería John Leckie (que había trabajado para The Fall, The Posies o Felt, entre otros) el encargado de tomar los controles en unas provechosas sesiones de grabación que se realizaron a caballo entre Londres y los míticos Rockfield Studios de Gales.
Una vez finalizado el proceso de gestación, John Leckie tenía claro que habían conseguido facturar un repertorio rotundo. Sensación que trasladó sin tapujos a la banda con un elocuente “lo vais a romper, en serio”. A lo cual la banda contestó: “Sí, lo sabemos”. Tal era la confianza de The Stone Roses en sí mismos y en su capacidad que tenían la corazonada de que recibirían alabanzas por doquier… Pero también una buena cantidad de escupitajos. De ahí que no sorprendiera que se atrevieran a abrir “The Stone Roses” con un corte tan clarificador como “I Wanna Be Adored”, apabullante introducción -imitada años después en temas como “Coming Up For Air” de Captain Soul– convertida en toda una declaración de principios, por mucho que Ian Brown asegurase que nada tenía que ver con el supuesto narcisismo de la banda. La dupla de cierre del LP lo desmentía de una forma subrepticia: “This Is The One” y “I Am The Resurrection” -uno de los mejores temas pop-rock de los 80 y, quizá, el más representativo del grupo por su groove, desarrollo y alarde melódico- escondían en su trasfondo religioso el mensaje de que el cuarteto mancuniano estaba destinado a ocupar un lugar prominente en los libros de historia de la música, hasta el punto de “alcanzar a los Pistols, Beatles y Byrds”, en palabras de John Squire.
Pero “The Stone Roses” no sólo reflejaba las ambiciones de sus autores, sino que también incluía ataques ocultos contra la política y el parlamento británicos bajo estampas lisérgicas en “(Song For My) Sugar Spun Sister”, dulces disparos contra la monarquía en “Elizabeth My Dear” (breve pieza basada en la canción tradicional “Scarborough Fair”), un homenaje al mayo del 68 francés en “Bye Bye Badman” (composición smithsoniana por sus cuatro costados), una oda sombría a su Manchester natal en “Made Of Stone” y un macabro relato ¿sentimental? en “Shoot You Down”. Una variedad discursiva que entroncaba con la riqueza estilística del álbum, en el que cabían pop con mayúsculas sin fecha de caducidad (“She Bangs The Drums”), devaneos con ritmos downtempo que constataban la pericia y coordinación instrumentales de la banda (“Waterfall”) y cierto afán de experimentación (“Don’t Stop”, cuya base es la del anterior tema aunque reproducida al revés, según la técnica de grabación in reverse). Por cierto, ¿y “Fools Gold”? Aunque posteriormente se introdujo en el tracklist de sus ediciones europea y norteamericana, no formó parte de “The Stone Roses”, sino que se publicó como single de doble cara A (junto a la descriptiva “What The World Is Waiting For”) a finales de 1989, erigiéndose en uno de los himnos que mejor expresaba la esencia Madchester y en el que The Stone Roses -ahora sí- pasaban por su batidora rock, dance y psicodelia de un modo elegante y abrumador.
Todos estos elementos mágicamente reunidos, combinados y guardados bajo la icónica portada rubricada por John Squire -llamada “Bye Bye Badman” (de aquí el título de su canción), inspirada en la obra de Jackson Pollock y cuyos limones remiten a sus propiedades contra el gas lacrimógeno durante mayo del 68, no al aspecto cítrico del acid-house- actuaron como catapulta para que “The Stone Roses” provocara un torrente de críticas hiperbólicas y elogiosas declaraciones mesiánicas (y todo lo contrario, como bien habían intuido Brown y Squire) cuyos efectos se han ido apreciando a lo largo de las últimas dos décadas en sucesivas votaciones -tan del gusto de la prensa del Reino Unido- en las que se situó el primer álbum de los Roses en el podio de los discos fundamentales de la historia de la música británica junto a las hazañas de The Beatles. Estos exagerados arrebatos facilitaron que el LP fuese continuamente cuestionado e incluido en el saco de las obras sobrevaloradas. Pero, independientemente de las diversas valoraciones sobre su trabajo, The Stone Roses -pese a su aparente orgullo- nunca disimularon su insatisfacción por el acabado final de su homónimo disco: sencillamente, su nivel de autoexigencia no les permitía compartir la efusividad de sus compatriotas, ni siquiera cuando estos auparon a “The Stone Roses” al número uno de la lista de ventas independiente de Gran Bretaña.
El 27 de mayo de 1990 se puede considerar la fecha en que The Stone Roses alcanzaron su cenit como banda, cuando se subieron al escenario del abarrotado y problemático festival Spike Island -también denominado ‘el Woodstock para la generación baggy’- ante una enfervorecida audiencia que no era consciente de que la luz del ‘Imperio Madchester’ se iría apagando durante los dos años siguientes -hasta hacerlo del todo con la salida de “Yes, Please” (Elektra, 1992) de Happy Mondays– y de que sus ídolos, los Roses, se embarcarían en un conflicto de nefastas consecuencias para su trayectoria. Empujados por el éxito, Ian Brown y John Squire deseaban dar el salto del sello Silverstone a una major para culminar su progresión. Pero el desacuerdo de su casa discográfica encendió la mecha de una batalla embadurnada de pintura -literalmente, lanzada por el grupo en las oficinas de sus dirigentes- que borró del mapa a The Stone Roses hasta que editaron el anhelado y continuamente demorado “Second Coming” (Geffen, 1994).
Quién sabe, si el cuarteto mancuniano hubiera firmado en los albores de su carrera por Rough Trade habría evitado una travesía por el desierto de cuatro años que lo condujo a la intrascendencia, pero no al olvido, cuando estalló el fenómeno del britpop. Porque, indiscutiblemente, The Stone Roses y su mitológico “The Stone Roses” fueron una influencia primordial para que cuajase la nueva ola del pop británico a mediados de los 90. Y lo sigue siendo a día de hoy, en bandas tan dispares como Cut Copy, Jagwar Ma, Peace o The Horrors. El pasado fue suyo; y el futuro, en parte, también.