A día de hoy, con la imperante hegemonía comercial del 3D (tanto el de gafas como el de toda la vida) en el campo de la animación, bien podría pensarse que optar por las 2D es algo así como puro romanticismo suicida. Pero es que «The Secret of Kells» va un paso más allá y no sólo opta por abrazar las dos dimensiones, sino que incluso demuestra su desdén hacia la tridimensionalidad como concepto de profundidad optando por reproducir fielmente la sensación plana y sin perspectiva de los retablos religiosos medievales. Curiosamente, lo que pudiera parecer a primera vista un recurso que acabaría por recortar la capacidad de impacto del film de Tomm Moore, acaba siendo uno de sus grandes activos: estas 2D (que son algo así como si «Vicky El Vikingo» hubiera sido ilustrado por un conjunto de monjes recién salidos del siglo XIV) se acaban revelando como un tablero de juego excepcional sobre el que fabular fascinantes y bellísimas propuestas (el hipnótico combate contra la serpiente / ouroboros, las visitas del protagonista a un bosque que parece colgar de la pared de algún monasterio, la invasión de la abadía / triskle que acaba por herir la imagen con un humo demasiado parecido a la sangre…) En un momento histórico en el que proliferan los pseudo-productos de 3D sin alma, «The Secret of Kells» acaba destacando precisamente por darle un nuevo significa a ese concepto de «alma».
Y es que sigue habiendo mucho de religioso en esta leyenda irlandesa sorprendentemente actual. La historia de Brendan, un pequeño monje que nunca ha ido más allá de las murallas de la abadía que controla su tío Cellach, sigue siendo una perfecta metáfora del poder del arte por encima de la devastación de la guerra… El abad, una figura de poder que se ha ido perpetuando siglo tras siglo en diferentes mutaciones pero conservando el mismo espírito, está tan obsesionado con la idea de proteger a su pueblo de la probable invasión de los vikingos que acaba por cercenar por completo la libertad de los habitantes del lugar a la hora de soñar, a la hora de crear. Su obsesión, una locura que se cierne sobre él físicamente como una red de dibujos esbozados en las paredes de su habitación (muy a la forma del «Spider» de Cronenberg), no deja espacio para el arte porque, ya se sabe, el arte resulta una pérdida de tiempo cuando un ejército beligerante toca a tu puerta de madera.
La llegada del hermano Tang a la abadía, sin embargo, traerá nuevos alicientes a Brendan y a todo un conjunto de personajes que siguen atesorarndo en sus corazones el recuerdo de la luz que el arte provoca sobre todo aquel que lo crea y que lo contempla. Este proceso de aprendizaje se completará cuando el pequeño protagonista se escape por fin de sus fronteras conocidas para adentrarse en un bosque que, como en «The Village» de Shyamalan, tiene mucho de red de mentiras, de escudo contra el mal que nos han asegurado que habita no tan lejos como podría pensarse. Allá conocerá a Aisling, un espíritu de la Naturaleza que acabará abriéndole los ojos a una realidad desconocida: a todo un complejo mundo emocional que habita precisamente fuera de los colosales muros de contención bélicos que su tío se empeña en erigir en torno a la abadía. A partir de ese momento, la historia correrá por dos caminos paralelos: por un lado, el brutal ataque de los vikingos; y, por el otro, el acelerado proceso de aprendizaje que convertirá a Brendan en un ilustrador (convenientemente llamado «iluminador» en el film) que incluso deberá entablar una dura batalla para hacerse con un «ojo» que no es más que una lupa de aumento, algo que le permite mirar las cosas de cerca y bajo otra perspectiva… ¿Necesita mayores explicaciones esta metáfora?
Al fin y al cabo, «The Secret of Kells» es un cuento que funciona perfectamente como tal (no hay duda de que los niños acabarán poderosamente fascinados por las luces de la película… a la vez que profundamente acongojados por sus sombras), pero que funciona muchísimo mejor cuando se mira bajo la perspectiva de la interminable batalla entre razón y arte. Es imposible obviar la conexión de la cinta de Moore con una situación actual en el que la obsesión con el concepto de defensa bélica está aplastando la existencia de una tradición artística que debería servirnos para buscar nuevas perspectivas con las que atajar esas mismas problemáticas… O, por lo menos, es obligado dejarse fascinar por este alegato a favor de abrazar el arte como medio de trascendencia y de puro placer ante la inevitabilidad del desastre.