En Laponia hace frío. Y en Pontevedra, a veces, también: cuando la climatología atlántica se atraviesa, su frescura cala hasta el último hueso. Por ello, el público de la Sala Karma, presto y dispuesto para recibir y (re)descubrir a The New Raemon en clave acústica (sin banda de acompañamiento), accedió al local con cierta antelación y agradeció que antes se subiese a las tablas la cálida y cándida Clara Viñals (de Renaldo & Clara). La catalana se plantó entre la penumbra del escenario mostrándose tan frágil como su cancionero, que necesitaba todo el silencio del mundo para ser interpretado y asimilado por la audiencia. Condición que no se cumplió del todo, ya que los murmullos de fondo se colaban inevitablemente, aunque no rompían la delicadeza original de piezas como “Lilà” o “D.”. Con todo, la barrera idiomática (letras cantadas en catalán más alguna que otra en francés, de ahí que Clara tratase de explicar la temática de lo que narraba, como el amor a distancia que describe “Migrador”), un molesto acople en el sonido de la sala que iba y venía y una linealidad acústica (alejada de sus matices en disco) que la cantautora no llegaba a superar distraían la atención de un respetable, por momentos, ocupado en otros menesteres. Sí, Clara había encendido la hoguera para ofrecer calor, pero quizá no se encontraba en el lugar ni en la hora adecuados para que sus modos cuajasen satisfactoriamente.
La situación cambió con Ramón Rodríguez, The New Raemon. Y eso que los conciertos acústicos suelen tener dos caras: una en la que los seguidores del artista de turno disfrutan al 100% con la manera en que transforma su repertorio; y otra en la que el interés de los no tan fieles puede decaer si no les engancha una propuesta que se desmarca, en cierto modo, de lo escuchado en disco. Con el músico barcelonés pasó todo de lo primero y nada de lo segundo: aun con la guitarra desenchufada, conservó intacta la intensidad de “Risas Enlatadas” y “La Ofensa”, los dos temas de “Tinieblas, Por Fin” (Marxophone, 2012) con los que arrancó su show. A falta de electricidad en las seis cuerdas, era la voz de Rodríguez, grave y directa, la que iba tomando las riendas, amoldándose perfectamente a los tramos sensibles, profundos (“El Verdugo”) e incluso los que desprendían cierto aire dramático (la relectura, interpretada in crescendo, de “Te Debo un Baile” de Nueva Vulcano).
Al mismo tiempo, Rodríguez buscaba conectar entre canción y canción con un público que le facilitaba la tarea. En este caso, la teórica cercanía que debía establecerse entre músico y audiencia fluía y aumentaba a medida que avanzaba un setlist que dejaba en los huesos la reciente deriva rock de The New Raemon y viraba, si era necesario, hacia direcciones más pop, como en “La Cafetera”, rematada con una coda final ejecutada según los modos tragicómicos de Miguel Ángel Blanca de Manos de Topo. Música y sentido del humor, buena mezcla. Aunque el compositor catalán también ofreció otra clase de sorpresas: por ejemplo, una nueva versión, la de “Virginia”, de David Bazan; un recuerdo al “Wicked Game” de Chris Isaak como broche a “Elena-na”; y el rescate de “Repartiendo el Sombrero”, nacida de su colaboración con Francisco Nixon y Ricardo Vicente. Al set, rico y variado, no le faltó ningún ingrediente, ni siquiera dos de las piezas más esperadas: “Marathon Man”, en formato light pero enérgica; y “Tú, Garfunkel”, que se acabó convirtiendo en un pretexto ideal para realizar un pequeño karaoke a pachas entre el público y Rodríguez.
Justo antes del final, no resultaba descabellado pensar que el catalán había seguido la estela y el espíritu, salvando las distancias estilísticas, de ese cantautor norteamericano con el que comparte apellido y que ahora está tan en boga: después de que se despidiera entregando su última revisión, la de la feliz y luminosa “I’m In Love With A Girl” de Big Star, buena parte del público había encontrado a su particular sugar man.
[Fotos: David Ramírez]