La primera temporada de «The Last of Us» ha sido histórica por muchos motivos… Pero, sobre todo, por habernos enseñado tres grandes lecciones.
La cosa ha ido tal que así (y no tengo ningún tipo de interés en ocultar la verdad): desde que se estrenó el primer capítulo de «The Last of Us» en HBO, hace ya tres meses, he sostenido una cantidad realmente sorprendente de conversaciones con diferentes personas ante las que siempre me presentaba con la verdad por delante, admitiendo que «The Last of Us Parte II» es mi juego favorito de toda la historia de los videojuegos. Tal cual. Y no estoy siendo maximalista.
Esta es una afirmación que, más que probablemente, explique por si sola la turra que voy a dar a continuación. Aunque esta turra también puede explicarse con este otro detalle que también he dejado caer más arriba: las conversaciones con amigos, colegas y conocidos de redes sociales han sido realmente numerosas. Y eso es indicativo, para empezar, del interés general suscitado por una serie que ha sabido estimular esa cultura del acontecimiento que cada vez es más escasa en el panorama televisivo. Cada nuevo capítulo estimulaba una gozosa sensación de urgencia que te impulsaba no solo a verlo cuanto antes mejor, sino sobre todo a diseccionarlo y sobreanalizarlo.
Pero, además de esto, las numerosas charlas de amigos alrededor de «The Last of Us» denotan algo más tremendo todavía: que aquí hay mucha pero que mucha tela que cortar. Que la serie de Craig Mazin y Neil Druckmann tiene pliegues y pliegues dentro de los que habitan infinidad de temas que resultan interesantes por motivos muy diferentes. Y que es una verdadera gozada zambullirse en las partes más oscuras de esos pliegues con la intención de, de alguna forma u otra, acabar encontrando la luz en lo más profundo de ellos.
Todos y cada uno de los nueve capítulos de la serie han marcado hitos muy diferentes, y no solo por sus audiencias realmente impactantes. Esta ficción seriada ha marcado a fuego a los espectadores como solo lo hacen esos productos culturales que sirven para abrir el diálogo en la sociedad de su momento. Así que, para no seguir alargando esto, voy a ir al hueso del asunto y a arrancar con las tres grandes lecciones que, desde mi punto de vista, la primera temporada de «The Last of Us» nos ha enseñado de forma magistral.
Lección 1: Asume que tiempos complejos exigen mundos complejos
Viendo «The Last of Us» he pensado mucho en «Avatar: El Sentido del Agua«. Y sé que parece una conexión realmente forzada… pero, en realidad, no lo es. Para nada. Al fin y al cabo, mi principal crítica a la segunda parte de la saga de John Cameron es que presenta un mundo que solo parecerá complejo a cualquier persona que no se haya acercado a un videojuego en los últimos quince años. Un mundo que es complejo en su superficie, pero no en su fondo.
Y es que nada ha sido lo mismo desde que el mundo de los videojuegos abrazara el concepto «sandbox» o «mundo abierto». Antes, los RPGs (sobre todo las variantes niponas, conocidas como JRPGs) ya habían apostado por experiencias de juego largas donde la narrativa era igual de importante que la acción. Pero eran experiencias lineales en las que, precisamente debido a la falta de libertad real del jugador, la narrativa acababa siendo bastante tramposa. Además, eran otros tiempos y las máquinas de entonces no permitían construir mundos realmente extensos y complicados. Había mundos grandes pero simples y mundos pequeños y complejos. Todo junto, no.
Pero entonces llegaron los mundos abiertos y el desafío fue cómo conciliar el libre albedrío del jugador con una historia funcional capaz de avanzar de forma orgánica. La cosa ha ido evolucionando poco a poco, con grandes puntales como «GTA IV» o «The Legend of Zelda: Breath of the Wild«. Y lo curioso es que ninguna de las dos partes de «The Last of Us» transcurren en mundos abiertos (bueno, para ser fieles a la verdad, la segunda parte incluye un segmento abierto), pero toman de este tipo de juego una de sus mejores enseñanzas: el jugador debe acceder a la historia de forma orgánica.
Para que te hagas una idea: un recurso habitual en este tipo de juegos es sembrar los escenarios con cartas y otros escritos que te ofrecen la posibilidad de ahondar en el mundo de forma más o menos profunda. Sin embargo, sobre todo «The Last of Us 2» consigue que el mundo y sus múltiples historias se expliquen por sí solos mientras juegas. Y no solo porque los personajes siempre van acompañados por otros personajes con los que dialogan y que explican todo lo que ha ocurrido, sino porque, de repente, entras en una habitación y la misma habitación (su decoración, etc.) te explica la historia de quien habitó en ella.
La complejidad y profundidad del mundo de «The Last of Us 2» es una locura. Solo superada, si me apuras, por «Red Dead Redemption 2«. Y eso es algo que Neil Druckmann y Craig Mazin han sabido trasladar perfectamente a la serie de televisión. Lo han hecho alejándose precisamente de la fórmula de John Cameron en «Avatar«, que podría funcionar hace quince años pero que ahora resulta insuficiente: una fórmula que consiste en atiborrar la superficie de detalles deslumbrantes y vistosos.
En una película, por mucho que dure tres horas, esta fórmula puede servir para ocultar lo poco que hay bajo la superficie. Es probable que, hace un par de décadas, un planeta repleto de criaturas raveras y plantas de neón pudiera parecer complejo y exuberante… Pero ahora, cuando ya hemos jugado a los títulos mencionados (y muchos otros), si debajo de esa superficie no late un mundo repleto de detalles y pequeñas historias que forman una red narrativa global, el trampantojo queda al descubierto. Se le ve el plumero.
Desde su primer capítulo, «The Last of Us» se esfuerza a la hora de construir su mundo con detalles que son pura orfebrería. Cuando los protas huyen junto a Sam y Henry, por ejemplo, pernoctan en un subterráneo en el que ves claramente lo que ha ocurrido sin necesidad de que te lo expliquen: había un grupo de personas con bastantes niños y dos protectores que aparecen en un dibujo en la pared. (Los que venimos del juego sabemos un poco más, precisamente porque esta historia se desarrolla en ciertas cartas que vas encontrando a tu paso.)
Pero volvamos al primer capítulo para seguir desentrañando la complejidad de la que estoy hablando: mientras Joel y su hija Sarah están en la casa de la vecina, antes de que se desate el desastre, se escucha una noticia en la radio sobre altercados en una fábrica de Yakarta. La vecina les ofrece las mismas galletas que ella y su anciana madre están comiendo, pero ninguno de los dos acepta. El día pasa y, de repente, ¡zas!, la vecina y su anciana madre son zombies violentos que les atacan sin piedad justo cuando el mundo empieza a irse al garete.
En los siguientes capítulos, no solo vemos el brote inicial en Yakarta, sino que Joel le explica a Ellie la génesis del apocalipsis zombie en el que viven: el córdiceps se transmitió a través de la harina que se producía en una fábrica de Yakarta. ¿Y con qué se cocinan las galletas como las que comían las vecinas? Obviamente, con harina. Valga esto como un ejemplo de los muchos que convierten a «The Last of Us» en una narración y un mundo que son complejos no por provocarte epilepsia al concentrar quinientos bichos multicolores en una imagen, sino porque hasta el más mínimo detalle está ahí, bajo la superficie, por un motivo.
Lección 2: Atrévete a romper la baraja
Una de las bromas que he mantenido de forma recurrente con uno de los amigos con los que he ido comentando «The Last of Us» consistía en hacer recuento de la cantidad de zombies que salían en cada capítulo… y restregárselo por la cara. Porque él afirmaba que esto es una serie de zombies. Y mi respuesta era, es y será que una serie que se pasa capítulos y capítulos sin que salgan zombies, no es una serie de zombies. Es una serie en la que los zombies son un marco que encierra los temas que realmente quiere tratar.
Porque ficciones sobre zombies ya hay muchas, y algunas de ellas son excepcionalmente buenas. Pero ahí está lo glorioso de «The Last of Us«: que bombardea las expectativas del espectador que se acerca a ella pensando que será una serie de zombies. Le atrae con sus cantos de sirena (zombie) para, al final, acabar disertando animadamente sobre muchos otros temas que son de vital importancia aquí y ahora.
Históricamente, se ha puesto de relieve la valía de las ficciones zombies alegando que, además de un producto de género realmente efectivo y divertido, son una metáfora pluscuamperfecta de cómo el mundo contemporáneo del capitalismo salvaje está siendo barrido por una epidemia de seres sin voluntad, alienados, incapaces de sentir y vivir. Lo interesante de «The Last of Us» es que no juega a la metáfora para añadir sentido a lo que explica, porque es que lo explica ya está lleno de sentido. Sin necesidad de metáforas.
«The Last of Us» juega al realismo puro y duro, planteando un Apocalipsis plausible (¿quién no ha empezado a mirar el termómetro con desconfianza después de la magistral escena de apertura del primer capítulo?) para, a continuación, preguntarse: ¿cómo nos comportaríamos realmente en una situación como esta? ¿Qué nos hace humanos cuando la humanidad se ha ido a la mierda? ¿Son posibles los lazos emocionales de cualquier tipo cuando la muerte se ha llevado a todos tus seres queridos y está esperando al doblar la esquina para llevársete a ti también?
Esta serie no va sobre zombies: va sobre emociones. Y es por eso mismo por lo que, después de dos primeros capítulos que son una master class en cuanto a ficción zombie, después de meterse en el bolsillo a todos esos bros que esperaban que «The Last of Us» fuera la sucesora de «The Walking Dead» como «serie de zombies de moda», va y planta sobre la mesa todo un episodio en el que se cuenta una escandalosa y revolucionaria cantidad de cero unidades de zombies. Por no haber, es que no están ni los protagonistas, que ceden el espacio narrativo a dos personajes que usan más de una hora para explicar su historia.
El romance de Bill y Frank es valioso por muchísimos motivos. Para empezar, porque es un ejercicio de síntesis realmente precioso que demuestra que se puede explicar toda una vida y todo un amor en tan solo sesenta minutos. También es valioso porque abre una línea de diálogo: la elección de Joel (la violencia, la huida hacia adelante) no es la única vía en un Apocalipsis en las que algunos deciden apostar por el amor, la pertenencia (a una persona) y la permanencia (en un lugar).
Pero, sobre todo, la valía de la historia de Bill y Frank se revela cuando te haces la siguiente pregunta: ¿por qué apuesta «The Last of Us» por una historia de amor gay y no por exactamente la misma historia de amor entre un hombre y una mujer? ¿Sería menos efectiva? ¿No les habría evitado la polémica y el review bombing homófobo? (Bueno, vale, esto son tres preguntas y no una.) La respuesta es simple: porque esta historia tiene el mismo valor en la realidad, obviamente, pero no tiene el mismo valor en ficción.
Porque, tal y como se suele decir, la representación de ciertas comunidades históricamente infra-representadas es de vital importancia para que las nuevas generaciones crezcan en un espacio mental más sano y abierto. Los que hemos jugado a «The Last of Us Parte 2» somos conscientes de todo lo que está por venir en cuanto a representación queer y no normativa. Pero, sinceramente, plantar esta preciosa historia de amor gay en el tercer capítulo de «la serie de zombies de moda» es tener los huevos bien cuadrados y lanzar el mensaje de que, si el amor gay es posible (y válido y real) en el Apocalipsis, ¿cómo no va a serlo en el mundo real?
Lo más importante: es demostrar que tu intención es romper la baraja. Así, pero también de muchas otras formas (la dulzura teen del episodio de Ellie y Riley, los claroscuros éticos del episodio de Sam y Henry, la gran duda moral que plantea el grand finale…) es como «The Last of Us» peta los múltiples corsés que le han intentado poner y trasciende como algo complejo, único y jodidamente original.
Lección 3: Adapta, cambia, mejora
Puede que el mayor logro de «Lost» fuera asentar las bases de la ficción seriada post-moderna como algo que se desborda más allá de sus propios límites. De repente, para entender (pero, sobre todo, para gozar) aquella serie, debías rastrear internet en múltiples juegos propuestos por los mismos creadores. Eran juegos endiablados (ir a una web, esperar cinco minutos, esperar que saliera un mensaje de audio, pasarlo a lenguaje binario, etc.) que, una vez resueltos, amplificaban la profundidad del mundo propuesto dentro de la pantalla de la televisión.
Además, aquellos juegos de ficción aumentada establecieron internet como el espacio compartido entre creadores y espectadores. Un espacio en el que se abría una conversación bidireccional hasta tal punto que, a medida que iban avanzando las temporadas, los guiones incluían teorías propuestas por los fans y guiños múltiples para los seguidores más acérrimos. Dicho de otra forma: una serie es una serie, pero «Lost» demostró que, para que una serie sea un fenómeno, tiene que explotar las fronteras que marcan sus propios límites y permitir trasvases con otros espacios. A poder ser, con los espacios del fan.
Vivimos en un mundo en el que todo el mundo parece haber asumido que todo está contado ya y que la originalidad es imposible. Será por eso que, de repente, una saga como «Star Wars» nace en formato de película pero acaba fraguando su universo por la vía de las novelas y los cómics. Será por eso que el universo de «Harry Potter» acaba de verse engrandecido por la vía del videojuego en «Hogwarts Legacy» (que es la punta de lanza para ampliar el Potterverse). Y será por eso también que los videojuegos están empezando a alimentar tanto al cine como a la televisión.
En este paradigma, puedes marcarte un «Uncharted» y hacer una adaptación clásica, sin complicaciones, que se limite a coger la historia y traspasarla a las necesidades de un nuevo formato. Eso es lo que se había impuesto hasta ahora… Pero «The Last of Us» ha demostrado que otros mundos son posibles. Que otro paradigma de adaptación es posible.
Hay algo que, en las mencionadas conversaciones con amigos, me han preguntado bastante a menudo: ¿pero, habiendo jugado a los videojuegos, a ti te sorprende algo de la serie? Y mi respuesta siempre es la misma: ¡claro que sí! Porque Craig Mazin y Neil Druckmann no solo hacen un ejercicio sublime de adaptación en lo que a herramientas narrativas se refiere, sino que se esfuerzan por estimular y sorprender a todos los espectadores posibles.
Los recién llegados van a flipar sin necesidad de currárselo mucho. Pero los gamers hemos visto cómo nunca nada era tal y como esperábamos. Cuando tú creías que iba a ocurrir algo, eso no ocurría. Y a la inversa. El romance de Bill y Frank, por ejemplo, se presenta en la serie de forma muy diferente al juego, donde nunca aparece de forma expresa sino a través de cartas que, si vas deprisa y corriendo, es probable que te pierdas.
Las decisiones arriesgadas van mucho más allá: en el primer juego, Joel es un superhéroe que va de aquí para allá cargándose a zombies y a personas que están intentando matarlo. Un superhéroe capaz de recibir varios balazos y seguir corriendo porque, oye, así funcionan los videojuegos. Pero la serie, sin embargo, lo presenta como un pobre hombre vulnerable preocupado por el hecho de que su avanzada edad le impida proteger a Ellie (algo que, de hecho, es una introducción al Joel de «The Last of Us Parte 2«).
En el juego, las matanzas se suceden para reforzar ese estatus de superhéroe… Y en la serie, los combates escasean y la mayor matanza es la del capítulo final, que se plasma de forma seca, incisiva, breve y suspendida en una especie de estado de shock traumático que casa mucho mejor con la psicología de personaje que se ha ido construyendo a lo largo de los episodios anteriores. El diálogo entre el juego original, la serie y la conversación abierta con los fans está ahí, todo en uno.
Y es que, al final, todo de lo que estoy hablando (el mundo profundo, las temáticas complejas, los meandros de la adaptación narrativa) se resume en una única enseñanza final: no trates al espectador como un imbécil, porque no lo es. La idea de que el mundo actual pide ficciones simples porque el espectador no tiene capacidad de atención ni ganas de pensar es, simple y llanamente, una idea de mierda. Y «The Last of Us» es la prueba final de que, si le das al mundo ficciones complejas e inteligentes que les hablen de tú a tú, te responderán de tú a tú. [Más información en la web de «The Last of Us»]