Una vez al árbol cae nada lo levanta, reza el dicho. Puras patrañas. ¿Quién se acordaba del blues tras décadas de sepulcro, de olvido, de revivals en bajas cotas, de discos de bajo alcance y de eterno retorno a las figuras repetidas de siempre (B.B. King, Eric Clapton y contemporáneos suyos)? Tuvo que aposentarse la segunda mitad de los 90 y, sobre todo, la primera década del nuevo siglo para que pudiéramos entender el origen de la música desde la innovación de dicho germen hacia un plano moderno pero, a la vez, moderado. Figuras como The White Stripes, Primal Scream, Black Rebel Motorcycle Club, Wolfmother, Wildbirds & Peacedrums, The Black Keys o los que aquí nos atañen, The Kills, revolucionaron el sonido del rock clásico no sólo recuperándolo sino manoseándolo de tal forma que lo convirtieron en algo efectivo y molón. La recuperación-de-absolutamente-todos-los-géneros impulsó un acercamiento de la juventud hacia la base, hacia la aridez y la iconoclastia de mitad del siglo XX y edificaron un nuevo edificio que, si bien ya está algo corrompido (el final de The White Stripes es un indicativo de ello), sigue dando jugosos e interesantes frutos.
Alison Mosshart y Jamie Hince son, a la vez que un experimento digno del post-grunge y el postureo alternativo en que derivó el primigenio indie de los primeros años de la pasada década, dos de los torrentes que, sólo por vocación, continúan apostando a los ritmos de garage cavernoso, en ocasiones más luminoso, en otras más retrógrado… y, como sucede ahora en “Blood Pressures” (Domino, 2011), el cuarto LP del dúo americano-británico, con un tinte de ordenada oscuridad que crea un cerco con cierto tufo al post-punk más coreable posible. The Kills no son un grupo especialmente identificable por canciones concretas (como sí le ocurre al grueso de bandas de su perfil, llámense The White Stripes, Le Tigre, Peaches o The Raveonettes), sino más bien por la utilización de un patrón de sonido que se antoja homogéneo, sí, pero que no deja de ser una etiqueta perfectamente identificable ante otros elementos más confusos. La voz de Mosshart, culpa de The Dead Weather o no, ondea una bandera en la que hay sitio para PJ Harvey, Karen O y Nico, pero con un empaste melódico que se aleja del punk y/o la ñoñería y la transforma en una riot grrrl anti-riot, por supuesto. Tres años han pasado desde «Midnight Boom«(Domino, 2008), su álbum posiblemente más accesible y colorido (al menos en cuanto a luz de interior), aunque la crítica siga ensalzando aquel «No Wow» (Domino, 2008) como cúspide de una carrera que aún continúa esperando un verdadero relanzamiento hacia otro estadio en cuanto a popularidad. Y tras la notable acogida que The Dead Weather (proyecto paralelo que Mosshart lidera junto a Jack White) ha tenido con sus hasta ahora dos primeros álbumes, la mosca andaba jodiendo detrás de la oreja para ver si eso del “efecto White” era una leyenda o más bien un acto inevitable de cualquier músico que se acerque a sus fauces. La respuesta podría antojarse ambigua pero, en términos generales, el otrora líder de los recientemente difuntos White Stripes ha calado hondo en el ánimo, la forma, la energía y la estructura de buena parte (de hecho, la mejor) del nuevo material del dúo más maniqueo del garaje pre-industrial. Aunque, visiblemente, se aprecian una incorporación de matices, nuevos ritmos y riesgos que, hasta este cuarto disco, el dúo nunca antes se había animado a perpetrar. Bienvenidos sean.
El disco se parte en dos: “DNA” es el nexo que conecta el perfil más molón, grave y oscuro de la primera parte de “Blood Pressures” con un segundo tramo que se antoja más explosivo, cantable, cancionero y efectivo. En esa primera mitad nos topamos con una homogeneidad que utiliza el propio oráculo de su carrera para centrarse en los ritmos uniformes, las capas de guitarras, la ironía del blues-rock cobarde y los arranques de irreverencia rocker. Por allí se pasean, especialmente destacables, ese prefacio a lo The Runaways que es “Nail in My Coffin”, esa parodia con acento de un híbrido entre un reggae misógino y un blues pasado por la tarantela o los aires balcánicos de Devotchka que es “Satellite” o la inevitablemente uniforme (pero no por ello menos sarcástica y psicótica) “Heart is a Beating Drum”, con una sonorización especialmente claustrofóbica en las zonas de instrumentación más virulenta. Aún así, es en canciones como “Baby Says” (¿la mejor y más accesible canción de The Kills hasta la fecha?: trémolo, estribillo potente y un mix de matices hipertérritos), la suerte de homenaje al Lenny Kravitz de «Mama Said» (Virgin, 1991) en la torrencial “You Don’t Own the Road” o el completo cambio de registro (mellotrón y voz) de “The Last Goodbye”, donde se produce un acercamiento tanto a The Pretenders como a Martha and the Vandellas. Culpa tendrá tanto el gustito que da poder respirar en un proyecto ajeno al que te daba de comer y, seguramente, el hecho de afianzarse con una persona ajena a ellos en la producción: Bill Skibbe, quien mira atentamente el curro del dúo junto a, claro, el dúo mismo. Un nuevo ejercicio de post-blues centrado en la armonía, la pasión por la síntesis analógica y las declinaciones enérgicas de quienes firman uno de los trabajos más macarras y sensibles de lo que llevamos de temporada. Beso y hostia.
[Alan Queipo]