Pensábamos que ya no nos tocaba, que nos quedábamos sin ellos. Que, después del estirón dado con «Brothers» (Nonesuch, 2010) y, sobre todo, «El Camino» (Nonesuch, 2011), España se iba a quedar fuera de los planes de The Black Keys. Hace apenas unos meses no había nadie que se atreviera a traerlos por aquí: su caché se había disparado, dejándolos fuera del alcance de la mayoría de festivales, pero al mismo tiempo los promotores decían que no tenían tirón suficiente en España para llenar un gran aforo, única forma de rentabilizar la jugada. Pues lo que son las cosas: el miércoles no sólo abarrotaron el Palacio de los Deportes 15.000 personas (su última vez en Madrid fue en la sala Ritmo y Compás, en 2004, ante unas 500), sino que se convirtió en el evento musical de los últimos meses y probablemente “el lugar donde había que estar”. De grabar en un sótano a ser lo más cool del universo. Aún no sabemos explicarlo muy bien.
Que quede constancia de que The Maccabees calentaron el ambiente con dignidad. Los ingleses han despuntado este año con su «Given to the Wild» (Fiction, 2012), que les ha dado grandes alegrías e incluso ha logrado que el NME, en una de sus frecuentes pasadas de frenada, les haya colocado entre lo más alto de su lista del 2012. Aunque obviamente no es para tanto y el chovinismo de la prensa británica no tiene tanta fuerza fuera de allí (no mucho público parecía familiarizado con ellos), cumplieron eficientemente, evitaron que el enorme escenario les devorara y hasta hicieron menearse a más de uno cerrando con la muy redonda “Pelican”, probablemente lo más cercano a un jit que esta gente haya firmado por el momento.
Salieron a su hora Patrick Carney y Dan Auerbach, escoltados por un par de refuerzos que se llevan de gira por aquello del horror vacui: Gus Seyffert y John Wood (bajo y teclados) completan la alineación, muy conscientes, eso sí, de su papel de segundones en este sarao. Opción acertada para arrancar: “Howlin’ For You” no es el temazo de la vida, pero es ideal para entrar en calor, perfecta para que el respetable suelte sus primeros “la-la-la-ra-la” (“lo-lo-lo-ro-lo”, en el sector machote) sin quemar cartuchos demasiado pronto. Con “Next Girl” seguimos desperezándonos y, a la tercera (“Run Right Back”), empezaron a desgranar el disco que les traía aquí, dosificando todavía las energías. Pasaron “Same Old Thing” y “Dead and Gone” y entonces la cosa se puso interesante de verdad con “Gold on the Ceiling”, uno de los momentos cumbre de la noche, capaz de meternos en harina a los que todavía sentíamos una cierta distancia respecto a lo que estaba ocurriendo en el escenario. Y, a partir de ahí, con sus altos y sus bajos, el partido se decidió en los momentos previsiblemente cumbres, como la brillante y zeppeliniana “Little Black Submarines”, la buenrollista “Tighten Up” o esa requetecoreada “Lonely Boy” con la que la mayoría lo dio todo justo antes de los bises. Algunos fans a la salida se quejaban de un bolo demasiado corto: yo creo que se dejaron de historias, fueron al grano, hicieron lo que tenía que hacer (tocar alrededor de veinte temas es algo más que cumplir el expediente) y no se perdieron en historias que probablemente habrían hecho resentirse al resultado final.
Y, soltadas las alabanzas, vamos con los peros. Porque sí, lo diré, me quedé con una sensación un poco agridulce. Llamadme lo que queráis, señaladme con el dedo y clamad aquello de “claro, ahora que llenan estadios ya no molan”. No es eso: de hecho, yo creo que ahora que llenan estadios están firmando sus mejores trabajos, que las versiones de Richard Berry grabadas con sonido ratonero estaban bien, pero discos de verdad son los tres últimos. Pero sí me queda una impresión de que todo esto ha ido demasiado rápido, que ha faltado un paso intermedio, que casi, casi a ellos mismos les ha pillado con el paso algo cambiado. Que a esa parte del set en la que Auerbach y Carney se quedaron solos para tocar viejos temas (“Thickfreakness”, “Girl Is On My Mind”), que seguro que habría funcionado muy bien una sala más íntima, le quedaba muy grande este escenario. Que la actitud de Dan (pelín chulesca, pelín distante) no da para frontman de un megaevento de este tipo. Que, en general, hay una cierta sensación de desequilibrio en todo esto.
Me alegro infinito de que a un par de fulanos con siete discos a sus espaldas y mucho curro detrás les vaya por fin bien, y no digamos ya de que puedan vender miles de entradas con una propuesta de garage-revival con mucho de blues sólo ligeramente matizada, y a mejor. Pero eso sí, nadie me saca de que lo del miércoles fue notable, pero nunca sobresaliente; de que quizá cuando pase el efecto “Lonely Boy” (si no vuelven a facturar otro éxito de repercusión similar) bajen un poco, sólo un poco, los listones y los aforos y entonces las cosas estén de verdad en su lugar. Mientras tanto, eso sí, bien por ellos.
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