El final de «Succession» constata que es una serie buena, buenísima, excepcional… Pero también confirma que no es la mejor serie de la historia. Ni mucho menos.
Vaya por delante que creo sinceramente que «Succession» es una serie muy buena. Buenísima. Excelente. Excepcional. Una de las mejores cabeceras de la última década, sin lugar a dudas. Y mira que yo soy maximalista por naturaleza y necesito bien poco para venirme arribísima y ensalzar una serie como la mejor de la historia (como ejemplo, lo que hice hace unos meses con «The Last of Us»). Pero, mira, oye, por ahí estoy viendo a peña hablando como si esta serie fuera la cura del cáncer… y por ahí no paso.
Empecemos, sin embargo, con los aciertos de la serie creada por Jesse Amstrong. Porque esos aciertos están ahí y nadie se los va a quitar. El primero de ellos, la creación de unos personajes carismáticos que han calado hondo en la psique colectiva precisamente porque atacan directamente al ser humano común por una doble vía: por la vía de la aspiración (al fin y al cabo, todos queremos ser ricos y famosos) y por la vía del traumita (quién esté libre de movidas paterno-filiales y familiares, que tire la primera piedra). Si no te has visto reflejado en alguno de los hijos de la familia Roy, incluso en Logan, felicidades: formas parte del selecto 1% de la población humana desprovisto de traumas heredados en el árbol familiar.
Pero hay que reconocer, además, que el carisma de Kendall, Roman, Siohban e incluso Connor va más allá del papel que cada uno juega en la familia: todos (y los que orbitan a su alrededor, como Tom y Greg) encarnan comportamientos y emociones primigenios con los que todos tenemos que lidiar en nuestro día a día. Aunque no sea en la cúpula de una de las empresas más poderosas del mundo, todos chapoteamos en un clima de aspiraciones laborales, envidias y estrategias en las que de repente te das cuenta de que, sí, eso que dicen por ahí de que el mundo funciona en base al «pisa o serás pisado» es totalmente cierto.
Los personajes y su infinito carisma son el corazón del otro gran acierto de «Succession«: una trama apasionante en la que la dinámica de una familia está profundamente enraizada y trenzada con las conspiraciones y escándalos del devenir de la empresa familiar. Un argumento puramente shakesperiano en lo que tiene de juegos de poder e intrigas palaciegas que incluyen a líderes déspotas, aspirantes al trono con delirios de grandeza, mujeres fatales e incluso alguna que otra muerte trágica.
La trama de «Succession» es impecable y ha mantenido la atención (y la pasión) del espectador durante cuatro temporadas impecables. En parte, gracias al magistral uso del lenguaje cinematográfico que los distintos realizadores han sabido sublimar de nuevo partiendo de otro precepto muy shakesperiano: sobre todo en su primera y en su segunda temporada, la mayor parte de los capítulos funcionan como una unidad de sentido cerrada en sí misma. Un escenario, un grupo de personajes reducido… y barra libre de vilezas humanas tejidas como un manto por hilanderas diabólicas.
«Succession» ha sabido manejar la tensión narrativa como pocas series de las últimas décadas. Ha sido como vivir continuamente en la Boda Roja de «Juego de Tronos«, con esa tensión que se palpa en el ambiente y que es capaz de trascender la pantalla de la televisión para invadir tu salón y, de paso, tu ánimo. Pero esto no quita que, a tenor del grand finale de la cuarta temporada que acabamos de gozar, no sea inevitable considerar la serie como un conjunto, analizarla en perspectiva, celebrarla en todos los logros mencionados (y algunos más) y, a la vez, admitir que también tiene sus puntos flacos.
En concreto, hay un punto flaco que me mata especialmente. Y es que, vista desde el aquí y ahora, la serie se ha alargado mucho más de lo que suelo considerar necesario. Al fin y al cabo, y aunque soy consciente de que siempre existen excepciones (y suelo festejarlas por todo lo alto), sigo creyendo que una buena ficción es aquella que presenta a unos personajes a los que les ocurren todo un conjunto de cosas que hacen que, al final de todo, no sean los mismos. Que hayan cambiado. Que hayan evolucionado. Y esto no ocurre en «Succession».
La fórmula de la serie creada por Armstrong queda establecida con solidez en su primera temporada. Ya lo he mencionado más arriba: personajes carismáticos con los que el espectador se identifica, capítulos que son como grandes escenas teatrales en un lugar concreto y fascinante, la tensión (implícita y/o explícita) como río subterráneo que hace avanzar el conjunto… Todo bien, pero esa fórmula se va erosionando conforme pasan las temporadas. A partir de la tercera temporada, cada vez hay menos capítulos como unidad de sentido y se favorece la narración tradicional con arcos que abarcan diferentes episodios.
Y lo que es peor: los personajes no avanzan, no evolucionan, sino que simple y llanamente se limitan a girar sobre sí mismos y sobre el eje de su propia podredumbre moral. Todos acaban en la misma casilla de la que partieron. Esto, por otra parte, es una maravilla: es la forma que tiene «Succession» de decirte que este tipo de gente forrada de dinero nunca cambia. Son gente que, de hecho, desprecian el dinero y solo lo ansían como facilitador e indicador del poder. Y esa ansia de poder está por encima de su propia condición humana. Muy por encima de su propia familia.
Definitivamente, esta gente no evoluciona. Pero a lo mejor no hacían falta cuatro temporadas para retratar a unos personajes que no evolucionan. La primera y la segunda temporada establecen las bases de la trama de «Succession» y ofrecen a cada hijo de la familia Roy su momento para brillar… A partir de ahí, la confrontación con otra familia rival que es como su negativo fotográfico demócrata es divertida e interesante, pero nunca acaba de aterrizar y, de hecho, cuando aparece el gigante sueco, si te he visto no me acuerdo. Y de nuevo, el gigante sueco, que podría enriquecer a los personajes por la vía del contraste, vuelve a reforzar lo que ya hemos visto una y otra vez: que todos, absolutamente todos, son igual de deleznables.
El cierre de «Succession«, además, parece sugerir que la serie siempre fue del hecho de que Tom es el sucesor natural de Logan: un tipo que viene de la pobreza y que no tiene ningún tipo de escrúpulo para llegar a la cima. Un Logan de segunda, de hecho, porque la cima que conquista está pisoteada por el gigante sueco. Pero es que, si se analiza con detenimiento, es difícil sostener este argumento: la trama de Tom siempre ha estado ahí, pero no se ha manejado con la suficiente determinación como para dar la impresión de que esta siempre ha sido la intención de la serie.
Y es que, al final de todo, tengo que reconocer que las series que me fascinan son aquellas en las que puedes ver que hay un plan maestro desde el capítulo número uno. Un plan maestro complejo y sutil que te ha ido llevando de la mano sin que te dieras cuenta… Pero en el caso de «Succession«, eso no ocurre. La impresión es, más bien, de que el éxito a partir de la segunda temporada ha estimulado a los creadores (y a HBO) a alargar el chicle lo máximo posible. Y, ojo, porque el ejercicio de alargar el chicle se hace aquí con una solvencia perfecta, pero sin un fondo que lo justifique.
Es algo similar a lo que ocurrió en su momento con «Los Soprano«, otra serie en la que los personajes no evolucionaban y se dedicaban a repetir los patrones circulares establecidos en la primera temporada. Como «Los Soprano«, sin embargo, «Succession» va a pasar a la historia. Mucho más que merecidamente. Lo único que yo he venido a decir aquí es que, para que una serie me inyecte mi habitual chute de maximalismo y me haga afirmar eso de que «es la mejor de la historia«, necesito que me seduzca con su plan maestro… y no con un alargar el chicle que, probablemente en este caso, sí que sea el mejor alargar el chicle de la historia. [Más información en la web de «Succession» en HBO]