Puede que a «Stranger Thins» se le critique un exceso de referencia melancólica a los 80… ¿Pero no es eso lo que la convierte en una serie memorable?
«Stranger Things» tiene una de las historias más impactantes de la temporada: niño que desaparece, madre coraje que le busca a través de realidades paralelas, niña con la que ha experimentado y que tiene unos poderes inexplicables, oscuras tramas de conspiranoia gubernamental, grupo de niños amiguis inseparables que se ven en medio de todo el tinglado… Y una ambientación pluscuamperfecta en la década prodigiosa de los 80, claro.
Pero reconozcamos una cosa: «Stranger Things» no se ha convertido en la serie por excelencia de este verano del año 2016 gracias exclusivamente al apoyo incondicional (y bastante febril) de sus fans. Hace tiempo que la cultura dejó de crecer en el imaginario colectivo a base de amor: el siglo 21 nos trajo la figura del hater y, en resumidas cuentas, es el perfecto equilibrio entre estos y su contrapunto (los fans de toda la vida) el que acaba convirtiendo a una peli, un libro o (como en el caso que nos ocupa) una serie en algo realmente memorable.
El discurso de los haters al respecto de «Stranger Things» ha quedado más que claro, y sus críticas han apuntado mayormente hacia dos puntos en concreto. El primero de ellos sería el hecho de que la serie de los hermanos Matt y Ross Duffer para Netflix tira tanto de referencias melancólicas al cine de los años 80 que al final es incapaz de ostentar una identidad única y original. El segundo argumento en contra de «Stranger Things» es uno de los favoritos del hater de medio pelo: el hecho de que el desenlace de la serie no da respuesta a muchos de los enigmas que plantea en su presentación y nudo, sino que más bien aporta nuevos frentes abiertos.
Dejemos ambas críticas haters en barbecho y, aunque no esté demasiado de moda, permitidme no sólo que preste atención al discurso fan, sino que incluso estructure el resto de este texto en base a ese mismo argumentario. Empecemos por la cuestión más candente: la melancolía galopante con la que los hermanos Duff se arman a la hora de referenciar todo un conjunto de películas que se trenzaron indefectiblemente en el ADN de la generación que creció en los 80.
A nadie se le escapan los paralelismos con «Alien«, film del que se copia indirectamente la atmósfera de la Nostromo y directamente en escenas como el encontronazo directo con el amenazante huevo abierto del que ha escapado la criatura o el momento en el que esa misma criatura amenaza echando el aliento a un personaje que aparta la cara. De «E.T. El Extraterreste» se cita directamente la escapada en bicicleta y, por encima de todas las cosas, el modo en el que Eleven (Once) va descubriendo el mundo a su alrededor. De «Poltergeist» se toman prestadas las conversaciones con «otro mundo» más allá. De «Abyss» se roban las escafandras submarinas. La camadería entre un grupo de niños amigos bebe directamente de clásicos como «Los Goonies» o «Cuenta Conmigo«. Y, si me apuráis, lo que hace el personaje de Winona Ryder para comunicarse con su hijo no es otra cosa que pintar sobre su pared una revisión de esas maravillosas ouijas que tanto obsesionaron al cine de terror de la década de los 80.
Ya que nos ponemos a citar, también sería absurdo dejarse fuera otras dos referencias mucho más contemporáneas. La primera de ellas es, sin espacio para la duda, esa especie de dimensión / intersticio mental en el que Once entra cada vez que la meten en un tanque acuático estanco: ¿no es este un homenaje en toda regla al mundo sensual y extraterrestre al que el personaje de Scarlett Johansson arrastraba a sus víctimas masculinas en «Under The Skin» de Jonathan Glazer? Y más todavía: ¿no habíamos visto (y disfrutado) antes de una especie de mundo «del revés» repleto de neblina y poblado de monstruos en un videojuego tan clásico como «Silent Hill«, padre del género survival horror?
Pero no nos apartemos del camino marcado: estábamos a vueltas con la melancolía y las referencias al cine de los años 80… Es indudable que todo eso está ahí. Y por eso mismo es inevitable confrontar a «Stranger Things» con la pregunta de todos los haters: ¿es posible que una ficción tenga personalidad propia a partir del machimbre de otras ficciones homenajeadas? Teniendo en cuenta que dos rasgos principales de la post-modernidad son precisamente esos, la referencia (sub)culterana y el ensamblaje de pedazos sangrantes provinentes de diferentes cadáveres (algunos más calientes, otros más fríos), tendremos que convenir que sí. Que si «Frankenstein» fue el Moderno Prometeo, «Stranger Things» bien puede ser el Moderno Dionisio, Dios capaz de mutar su cuerpo una y otra vez a la búsqueda del goce hedonista puro y duro.
Al fin y al cabo, una serie como esta no podría haber calado tan hondo (y tan rápido) en el imaginario colectivo si no tuviera una personalidad propia y capaz de perdurar en la memoria. Negar que Once o Dustin (el niño sin paletas dentales) tienen madera de icono que aparecerá en camisetas de aquí a treinta años es estar completamente ciego. Lo mismo puede decirse al respecto de obviar que el «Upside World» (que, a su vez, bebe de los juegos de rol y de la ciencia ficción más científica y menos ficticia) es un filón maravilloso que quedará en la memoria igual que el tesoro pirata de «Los Goonies» o la mencionada Nostromo de «Alien«.
Este «Upside World» nos conduce, a su vez, hacia la segunda crítica hater: la falta de respuestas a todos los interrogantes planteados por los hermanos Duffer. Vivimos en una era post-«Lost» en la que el público ya no pasa ni una: fueron muchos años corriendo detrás de una zanahoria que al final resultó no ser una zanahoria, sino un insulso tupinambo. Aquello dejó marcados a muchos espectadores que, desde entonces, han seguido enganchándose a cualquier ficción que alimente los juegos de teorías más o menas complejas…
Pero que, a su vez, también las han criticado y vapuleado si no les han proporcionado lo que ellos esperaban. A ese respecto, está claro que en «Stranger Things» quedan muchos interrogantes por desvelar (¿Qué pasa con Once? ¿A quién le deja comida el policía y por qué se mete en un coche con dos agentes gubernamentales? ¿Terminará el pelo de Steve por revelarse como una criatura infernal que devore al resto de los personajes? Y, sobre todo: ¿¡cuándo carajo se le va a hacer justicia al personaje de Barbara!?)… Pero es que los Duffer no han ocultado nunca que, por mucho que Netflix todavía no haya confirmado una segunda temporada, «Stranger Things» está pensada como un proyecto a largo plazo. Incluso han insinuado que les gustaría que su serie se convirtiera en una especie de «Harry Potter» en la que viéramos crecer a los niños protagonistas.
Así que ya tendremos tiempo de encontrarnos con respuestas… Por ahora, la única salida es dejarse caer en los brazos de una ficción que no podía ser más oportuna (aunque para nada oportunista). En unos tiempos en los que la ficción televisiva apuesta por la aplastante hiperrealidad post-David Simon, por la hipérbole audiovisual superheróica o por el escapismo grandilocuente de «Juego de Tronos«, no está de más abrazar esta «Stranger Things» que no sólo homenajea a los 80, sino que recupera algo que teníamos totalmente olvidado: el sense of wonder (el mismo que Spielberg hace tiempo que enterró pero hacia el que J.J. Abrams ya apuntó tímidamente hace unos años con «Super 8«, film de estruendosos paralelismos con la serie de los Duffer).
Hubo un tiempo en el que no sólo nos poníamos delante de la pantalla con inocencia y con un dulce aperturismo, un tiempo en el que la sorpresa no llegaba a través del impacto visceral sino a través de ese tipo de emociones que se te quedan cálidamente en la base del estómago. Una actitud del siglo XX incapaz de derrotar al haterismo del siglo 21. Pero repito: si no fuera por el ecuánime reparto de amores y odios que ha despertado entre el público en general, ¿se hubiera convertido «Stranger Things» en algo tan memorable? [Más información en la web de «Stranger Things»]