La jugada de «Star Trek» fue compleja y rallana a lo insuperable: el retruécano con el que J.J. Abrams se lavaba las manos y se eximía a la hora de verse cara a cara con una legión de fans furibundos que le pidieran explicaciones fue, simple y llanamente, sublime. Teniendo en cuenta que aquel film data del año 2009 y que, a estas alturas del juego, lo más normal es que todo el mundo sepa en qué consistía aquel retruécano, supongo que no incurro en ningún spoiler al decir que fue imposible no rendirse ante el hecho de que Abrams no planteaba ni un reboot ni un remake ni nada que se le pareciera: lo suyo era una «dimensión paralela», algo así como el otro lado del mundo de «Fringe» en el que todo existe igual que en nuestra realidad pero con pequeñas variaciones. Una de las variaciones, para más inri, hacía posible la existencia de dos Spocks en el film de Abrams igual que Olivia y Bolivia coexisten (más mal que bien) en «Fringe«. Ahora bien, una vez puesto sobre la mesa un planteamiento tan magnánimo, ¿cómo subir las apuestas en una secuela?
«Star Trek: En La Oscuridad» se abre con el listón apuntando bien alto: encontramos a la tripulación del Enterprise en un planeta extraterrestre de exhuberante naturaleza de tonos rojizos habitado por aborígenes con el cuerpo pintado de blanco con dibujos negros y ataviados con ropajes de un amarillo chillón. El efecto cromático es fascinante e hipnótico, recordando a la capacidad de la serie original de Gene Roddenberry para crear nuevos mundos originales y seductores en lo visual. La acción, por otra parte, es vibrante hasta el extremo: una huida, la posible muerte de Spock y su pétreo sentido del deber, el fuerte sentimiento de amistad de Kirk y su poco apego por las normas… Todo se mezcla en una escena / torbellino que consigue meterse debajo de los pantalones del espectador y hacerle sentir aquí y ahora, como si no hubieran pasado cuatro años desde que dijimos adiós a la nueva tripulación del Enterprise. Ante semejante derroche de poderío cinematográfico, es inevitable pensar que Abrams fue un visionario cuando le dijo a Damon Lindelof (coguionista y eterno compañero de fatigas del credor de «Lost«) que su principal objetivo era conseguir que «Star Trek» fuera cool -como antítesis de lo freak-. Su profecía, visto lo visto, ha transmutado en realidad.
Eso no quita, sin embargo, que haya otra perla de Abrams que siempre acompañará a su visión de «Star Trek«: es de dominio público que el director nunca fue fan de la serie original. Y eso, es de suponer, debería ser la piedra que siempre tendrá que arrastrar en su zapato mientras siga dedicándose en cuerpo y alma a esta franquicia (o, al menos, en todo el cuerpo y alma que le deje su abordaje del universo «Star Wars«). El centro de la diana contra el que dirigen sus ataques los talifanes de la serie. Y, sin embargo, es una piedra en el zapato de la que Abrams se ha desecho de la forma más elegante posible: deteniéndose, desabrochándose el zapato, sacándola, arrojándola bien lejos y volviéndose a poner el zapato. Volvemos a la pregunta inicial: ¿cómo superar el retruécano de la primera «Star Trek«? La respuesta de J.J. Abrams ha sido simple: estableciendo un diálogo con la serie original que corra como un río subterráneo por debajo de la trama. Una capa de sentido que algunos podrán leer (con pasión, sin lugar a dudas) y que a otros, a la mayoría iletrada en el mundo «Star Trek«, ni les estorbará ni les impedirá disfrutar al cien por cien de «Star Trek: En La Oscuridad«.
A poco que uno sepa del universo «Star Trek«, sin embargo, el nombre de Khan le levantará pasión y temor a partes iguales. De esta forma, la secuela del «Star Trek» de Abrams juega con el fan de la serie original de muy diferentes formas: escamoteándole la identidad del súpervillano de la función, transportándole hacia el mundo Klingon y, finalmente, recordándole que este es un mundo paralelo en el que da igual lo que ocurriera en la serie primigenia… Aquí todo puede ser diferente. O no. Las resonancias entre las vidas del Kirk y el Spock originales y sus nuevos sosías se van aliterando, repitiendo como señales televisivas paralelas que coinciden casi totalmente pero que revelan la profundidad de sus diferencias en los momentos en los que divergen. Abrams, Lindelof y su cohorte de guionistas consiguen engarzar esta sublectura de forma sutil y sabia en el interior de un armatoste cinematográfico de gusto hollywoodiense tan megalómano como la propia Entreprise.
Es este un juego de lecturas delicioso, delicado y apasionante a partes iguales. Aunque hay que reconcer, a la vez, que es un juego que no necesita ser jugado para que «Star Trek: En La Oscuridad» se convierta en una experiencia fílmica de altura. Es esta una caja china compleja tanto al nivel de cine de acción (con escenas tan memorables y videojueguísticas como el lanzamiento de Kirk y Khan desde una nave a otra o la persecución de Spock y Khan a través de un Londres en pleno cataclismo), como al nivel de sci-fi de última generación (todo el entramado que tiene que ver con los presuntos misiles) como, finalmente, al nivel de cine de personajes (si «Star Trek» fue el nacimiento de la amistad de Kirk y Spock, aquí esa relación se afianza a base de tornarse más compleja y problemática y de proyectarse y doblegarse sobre la otra gran relación del film: si Spock es el gran amigo que todo lider necesita, Khan será su enemigo máximo, su némesis absoluta). Una caja china que Abrams ofrece al público como un regalo que puede ser aceptado o no, que puede ser desmontado y disfrutado en mayor o menor profundidad, pero ante la complejidad de la cual hay que reconocer que está muy por encima de lo habitual en este tipo de cine. Repito la pregunta por tercera vez: ¿cómo superar el retruécano de la primera parte? No volviendo a realizar un giro completo, sin explorando las posibilidades que ya quedaron sobre la mesa con el primer twist. Porque, a veces, no se deslumbra a base de luces estroboscópicas, sino aplicando la luz adecuada sobre la superficie adecuada y así revelar todos sus detalles y posibilidades.