The Chemical Brothers brillan en una jornada de Sónar que nos recordó a todos por qué nos gustaba tanto bailar en comunidad.
¿Cómo valorar con la cabeza una edición del Sónar como la que acabamos de vivir, que solo puede valorarse desde el corazón? Puede que desde las entrañas. En ciertos momentos, desde la entrepierna. Lo que está claro es que hemos vivido tres días desde la emoción y el sentimiento, y eso no hubiera sido posible si desde la organización no hubieran trabajado para que así fuera.
Al fin y al cabo, con dos ediciones canceladas a sus espaldas, este año los festivales tenían un claro objetivo: recuperar el dinero perdido y recomponerse después del mazazo económico que ha supuesto la crisis del coronavirus. Y eso podía traducirse en sacar el músculo en la maquinaria sacacuartos y montar un festival pensado para recaudar dinero (probablemente a base de masificación, descuidar ciertas infraestructuras y deshumanizar la experiencia festivalera)… O en hacer lo que ha hecho el Sónar 2022: mimar a sus asistentes para que se sientan queridos. Para que sientan que ellos son el centro del festival, y no sus bolsillos.
Ya antes de la pandemia, estaba claro que la apuesta del Sónar no era crecer desaforadamente, sino perfeccionar su propuesta y convertirse en el mejor festival al que acudir para entrar en contacto con la música del futuro. Sónar 2022 ha mantenido ese espíritu y ha asegurado a los asistentes una experiencia repleta de pequeños grandes momentos de esos que seguirán recordando pasen los años que pasen. Cada uno podía montar su itinerario personal con la confianza que otorga el hecho de que el cartel no juega a la megalomanía (y a los solapes infinitos) y que los dos recintos, tanto el de día como el de noche, tienen el tamaño ideal para moverte de forma cómoda y fluida.
Esto tampoco significa que en el Sónar 2022 no hubiera algunos pequeños baches. En mi crónica del viernes 17 de junio ya hablé de los problemas de sonido en el escenario SonarClub. Y es cierto que, como en cualquier otro festival del mundo, hubo momentos de pequeñas saturaciones en las barras y en algunos accesos. Todo ello, sin embargo (y desde mi talante siempre optimista y comprensivo, que supongo que no será igual en todo el mundo), altamente comprensible.
Uno de estos baches, de hecho, fue el calor extremo que se acumuló en el concierto de The Chemical Brothers en el Sonar by Night del sábado 18 de junio, especialmente en el tramo delantero del escenario (que es precisamente donde queríamos estar todos para gozar de la sesión de los hermanos químicos). Las olas de calor y el festival barcelonés no se llevan demasiado bien, como ya aprendimos en la edición excepcional que se celebró en el mes de julio… Y aquel recuerdo nos acompañó a muchos mientras nos deshidratábamos entre el público a medida que el concierto iba descendiendo de forma cada vez más gozosa en la espiral lisérgica habitual en las actuaciones de Tom Rowlands y Ed Simons.
Porque lo cortés no quita lo valiente, y el calor no quita que la actuación de The Chemical Brothers fue, básicamente, uno de los grandes puntales del Sónar 2022. O, por lo menos, para mí. Y os voy a explicar por qué… Personalmente, cada vez me interesa menos la experiencia de festival de bandas de música que acabas viendo en la distancia (o a través de una pantalla) y con un sonido habitualmente deslucido. El formato festival, sin embargo, casa bastante bien con una música electrónica que se disfruta mejor en comunidad, inmerso en la energía única que proporciona la experiencia compartida entre un gran número de personas. Y esto es algo que no podía dejar de pensar justo cuando, bien al principio de su concierto, The Chemical Brothers atacaron el himno «Hey Boy Hey Girl» y, en el primer subidón, el público al completo se levantó en un verdadero tsunami energético que erizó los pelos de todo mi cuerpo. Tal cual.
Después vendrían muchos subidones más, viejos visuales y nuevos visuales, nuevos temas desconocidos pero certeros en su infalibilidad bailable, cañones de confeti, pelotas flotantes entre el público… Y una ristra final de hits capaz de dejar tieso incluso a aquel que no fuera fan de The Chemical Brothers y simplemente pasara por allá para acompañar a sus colegas.
Una actuación apoteósica que había que vivir en primera persona por mucho que eso significara perderse casi la totalidad del hechizo de magia negra que Arca estaba lanzando en la otra punta del festival. Conseguí llegar al tramo final, lo que significa que me perdí ese momento destinado a quedar clavado a fuego en el imaginario colectivo en el que Alejandra Ghersi enseñó el ojete en un primer plano que no tardaron en quitar de las pantallas. Lo que no me perdí fue una metralleta de canciones trenzadas a velocidad ultrasónica en las que los ritmos latinos se desfiguraban al ser hipertratados hasta adquirir nuevas texturas que casaban con la electrónica sobre la que flotaba su set. De nuevo, las actuaciones de Arca sirven para meterse en su cabeza. Y así suena: un locurón fascinante que tan pronto te pega un zarpazo como te da un lametón. Una delicia.
Y tengo que reconocer que no soy yo fan de Eric Prydz y que, por lo tanto, nada de lo que diga aquí va a tener ningún tipo de relevancia crítica. Diré, en consecuencia, tan solo dos cosas. La primera de ellas es que, durante todo su concierto, no pude reprimir las ganas de gritarle a mis amigos «esto es el sonido de la heterosexualidad«. Y la segunda de ellas es que, pese a esa frase que puede sonar a chanza pero que no lo es, no pude dejar de bailar ni un segundo en un set que sintentizó a la perfección la fórmula de Prydz: techno-house de subidón lento construido a base de melodías progresivas. Ideal para esas horas de la noche en las que lo único que quieres es cabalgar un buen bombo mientras no puedes apartar los ojos de las pantallas que chorrean visuales espaciales y cósmicos.
Todo lo contrario a un Folamour que no quiere que escapes hacia la estrellas, sino que prefiere utilizar la música para estrechar los lazos que te unen a la gente que tienes a tu alrededor. En eso consiste su nuevo espectáculo audiovisual «Power to the PPL«, que es el que presentaba en Sónar 2022. El set que se marcó el dj fue, fundamentalmente, AMOR. Así, en mayúsculas. Un chorreo continuo de house levanta-espíritu, funk optimista, soul calentito y bangers de disco de los que te sabes de memoria y que te animan a frotar la cebolleta con quien tengas más cerca. Dicho de otra forma: lo de Folamour es lo que todos veníamos necesitando después de dos años de cuarentenas intermitentes y distancia social.
Y más todavía si, justo cuando acababa este hombre, se subía al mismo escenario una pletórica The Blessed Madonna que ya tiene tablas a la hora de cerrar el festival. De hecho, la tía incluso repitió algún truco que todos esperábamos que repitiera (¿Kiddy Smile de nuevo como estrella invitada? ¡Sí, por favor!)… Pero una cosa os voy a decir: solo Marea Stamper es capaz de abrir su set con un tema como «NY Excuse» de Soulwax, nada más lejos del coolism actual, y conseguir no solo que todo el mundo se subiera a lomos de su sesión, sino llevarlos arribísima con una sucesión de mixes que pisaron el acelerador de las rítmicas marciales techno (tal y como manda el canon de última hora del festival, justo cuando el sol empieza a hacer clarear el cielo) pero solo lo justo, dejando el espacio necesario para que el house lubricara los cuerpos y las almas y nos preparara para decirle adiós al Sónar.
Esta vez, sí o sí, «hasta el año que viene». Que no nos lo vuelvan a quitar nunca más durante tanto tiempo porque, sinceramente, este festival es uno de los motivos por los que merece la pena vivir. Así. Tal cual. [Más información en la web del Sónar 2022]