Vamos a ser brutalmente honestos: la peña para ir al Sónar se viste con el culo. Enarbolan la excusa del calor y las menopausias químicas, pero una cosa es ser práctico y otra un dejao. Durante tres días de festival hemos sufrido todo tipo de aberraciones estéticas y sociales: pies descalzos y sucios por doquier (somos conscientes de que, ahora mismo, el 70% de la población barcelonesa tiene hongos en sus pies, ¿verdad? Que aquí todos criticamos a los perroflautas pero os ponen un césped y enseguida os sale el crusti que lleváis dentro), guiris medio desnudas luciendo carne, tetas caídas, celulitis y piel blanquecina (que sí, que a los maromos y a Óscar Broc les gustan mucho, pero la clase es gratis e ir medio en bolas y con arte es posible, yes you can), bermudas cargo, espaldas peludas, sombreros de paja y roales de sudor. Vimos peña disfrazada de conejos (a cuarenta grados a la sombra, a saber cómo olería ahí dentro a las ocho de la tarde), también disfrazada como las animadoras barbudas de la campaña (estas bien, porque una animadora y una barba siempre son bien, imaginaos las dos cosas juntas)…
Si algo deja claro este festival es que aquí la gente viene a pasarlo bien, no a lucir palmito. Y, en el fondo, es comprensible. Muchos son los valientes que asoman el morro en el Sónar de Día a primera hora de la tarde y no abandonan la marcha hasta que amanece. Y así dos días seguidos. Son héroes, mutantes de hechos de adamantio y sustancias ilegales que tienen demasiadas cosas en las que pensar (partir bien la pastilla, que no se caiga el eme, distinguir todos los escenarios -con unas cuantas ediciones a mis hombros yo todavía no sé cuál es cuál-, sortear cervezas y, a ratos, respirar cuando toca) como para exigirles que encima se vistan bien. Ok. Para ellos la perra gorda. Que aquí hemos venido a pasarlo bien y todo eso.
Menos mal que aún tenemos a esos artistas que se lo curran y, además de alegrarnos las horas, nos alegran la vista. No fue el caso de Skrillex, pero sí de otros cinco que se distinguieron por su elegancia, por su personalidad o por su particular forma de ir hechos unos mamarrachos y no morir en el intento.