¿Hace tiempo que la autoficción te parece sospechosa? Adrian Tomine sublima la autobiografía en su nueva novela gráfica: «La Soledad del Dibujante».
La autoficción es uno de los géneros que más daño ha hecho a la novela gráfica en los últimos años. Al fin y al cabo, hemos vivido un verdadero tsunami de autobiografías más o menos ficcionadas. Un superhábit de autores con un dibujo a veces descuidado y siempre justificado porque lo importante es la candidez, la humildad y la desnudez del ejercicio de dejar al descubierto su propia vida. Algunas de esas obras han sido realmente maestras, eso no puede negarse. Pero el género no tardó en toparse con su techo y, por lo tanto, a día de hoy es imposible no arquear una ceja cuando aterriza en tus manos una nueva autoficción.
A no ser que esa autoficción se titule «La Soledad del Dibujante» y esté firmada por Adrian Tomine (además de estar exquisitamente editada por Sapristi en un formato cuaderno tipo Moleskine con hojas cuadriculadas que, efectivamente, simula algo así como el diario gráfico de cualquier dibujante). En este caso, no es una ceja la que se arquea, sino las dos las que crean una expresión de sorpresa gratificante… ¿Uno de los autores que mejor han sabido tomarle el pulso a la ficción post-moderna en viñetas pasándose a la autobiografía y sumándose al carro de la autoficción? ¿Será más auto que ficción o más ficción que auto?
«La Soledad del Dibujante» se abre con una escena de la infancia del mismo Adrian Tomine en la que, al llegar a un nuevo colegio y ser preguntado por sus aspiraciones para cuando sea mayor, responde que quiere ser «un dibujante famoso» antes de darle a la clase una verdadera chapa sobre sus autores de cómics favoritos. Una chapa que se traducirá en un amago de bullying que Tomine convierte en algo gracioso (porque, probablemente, tampoco fuera algo dramático) al cerrar el recuerdo con otra escena en la que un compañero se le acerca y le pregunta por los cómics que lee… hasta que Adrian se da cuenta de que ha sido la profesora la que le ha obligado a preguntarle tal cosa.
A partir de ese momento, este diario gráfico recorre la existencia de Tomine de forma cronológica, pero siempre muy atento a los bucles en los que todos incurrimos. Cada visita a la convención de cómics, por ejemplo, se parece a la anterior por mucho que la popularidad del autor vaya creciendo poco a poco (o eso crea él, por mucho que la selección de recuerdos esté quirúrgicamente seleccionada para demostrar lo ridículo de su vanidad). Es como si viviera en una espiral que él cree ascendente pero que nunca acaba de despegar del suelo.
Ahí cobra especial importancia el primer recuerdo plasmado por Tomine, en el que el niño no afirmaba querer ser «un dibujante», sino «un dibujante famoso». La fama, vivir de su trabajo pero vivir bien, ser reconocido… Son cosas que obsesionan al autor y, de hecho, la mayor parte de los recuerdos de «La Soledad del Dibujante» giran de una forma u otra en torno a esta obsesión. Incluso aquellos en los que desgrana la relación con su esposa muchas veces incurren en las trampas de la vanidad.
Lo interesante es que, manteniendo muchas de sus constantes (su impactante capacidad para el pildorazo narrativo, su depuración de la forma para alcanzar la síntesis argumental, cierto hieratismo formal que aquí se entiende como distancia emocional de alguien con dificultad para expresar sus emociones…), Adrian Tomine se despega de la seriedad que esperará cualquiera que haya leído sus novelas gráficas hasta la fecha. De repente, «La Soledad del Dibujante» te obliga a poner en perspectiva toda la obra del autor y revalorizar el humor que siempre ha habitado incluso en el fondo de la mayoría de sus relatos. Incluso los más oscuros.
En las páginas de este diario (que da la impresión de ser 100% real y 0% ficcionado), Tomine se ríe continuamente de sí mismo y de su ego. Se chotea continuamente de que le traten como un «Daniel Clowes de segunda«. E incluso tiene tiempo para demostrar un supurante sentido de la (auto)ironía en momentos como ese en el que un joven Tomine, al que han mencionado en la prensa como «la gran promesa de los minicómics«, lee una crítica de su obra que se pregunta «¿No están ya muy vistas estas historias modernitas, fragmentadas, plagadas de silencios y excesivamente cortas que este imbécil trata de vendernos como frescas y originales? Aunque lo más criticable son los finales: son tan espantosos e incomprensibles que parecen estar metidos con calzador, como si fueran algo que se le ha ocurrido en el último momento o un mero intento de ser ambiguo«. Touché.
En ese momento del diario, Adrian llora en el suelo después de leer esta crítica y se lamenta: «Pero… Pero… Pero si soy la gran promesa de los minicómics«. Cualquiera que esté familiarizado con su obra sabe que sus novelas gráficas son mucho más que lo que afirma esa crítica. Pero también sabe que esa crítica es particularmente acertada y afilada a la hora de retratar los tics recurrentes de su obra (tics compartidos, obviamente, con Clowes). Y es ahí donde Tomine demuestra su gran maestría a la hora de abordar el género autobiográfico (quién sabe si ligeramente autoficcionado): en huir con ahínco de la poetización o idealización de su propia vida, de sus propios recuerdos, de sus propias vivencias.
Al final de todo, de hecho, «La Soledad del Dibujante» se pone serio en el tramo de cierre: una larga escena (la más larga de toda la novela gráfica) en la que el autor pasa un chequeo médico que le asusta y le obliga a observar toda su vida en perspectiva. Entonces, se da cuenta de cuáles son sus prioridades en la vida y que la fama no está entre ellas. De ahí nace el tono cachondo y sarcástico de toda esta autobiografía.
De hecho, tras la iluminación, y sin incurrir en spoilers, Adrian Tomine cierra el círculo vital y enlaza este final con la primera viñeta del recuerdo de infancia en el que le preguntan qué quiere ser de mayor. «La Soledad del Dibujante» vuelve a demostrar que la vida es un eterno retorno, un círculo perfecto que empieza donde acaba y acaba donde empieza. Así es como hay que entender la aproximación de Tomine a la autobiografía en viñetas. Mejor dicho: así es como ya iba siendo hora de que alguien sublimara la autobiografía en viñetas. O autoficción. O lo que sea. [Más información en la web de Adrian Tomine y en la de Sapristi]