Puede que una noche electoral de domingo (o, más concretamente, esta última noche electoral del 25 de noviembre en la que tanto parecía en juego) no fuera la velada más idónea para programar un concierto como el de Slow Club… o cualquier concierto en general, la verdad. La gente, evidentemente, pareció preferir quedarse en casa con el debate político de TV3 que ir en comandita al que, sin embargo, resultó ser uno de los conciertos más briosos y contagiosos de la última temporada en Barcelona. De esta forma, antes de que Slow Club salieran al escenario de las sala Razzmatazz 3 para presentar su último álbum, «Paradise» (Moshi Moshi, 2011), las almas allá congregadas no sólo eran escasas -en total, no llegaban a las cien personas-, sino que además se mostraban excesivamente lánguidas y aletargadas (incluso sentadas). Cierto es que entre el repertorio que se esperaba aquella noche hay un par o tres de baladas heartbreakers, pero más cierto es todavía que el grueso de la discografía de Slow Club está formado por canciones que invitan a la exaltación, al optimismo y al baile. Mal empezábamos.
Aun así, el dúo formado por Charles Watson y Rebecca Taylor (y completado por los imprescindibles Tom Oged y Avvon Chambers) salió al pequeño escenario de la sala con el mejor de los humores: desde el principio, demostraron sobre las tablas una dinámica de grupo coñona en la que, además de estar pendientes los unos de los otros continuamente (rara vez se ven en una actuación en directo, tan proclive a la tensión, miradas de complicidad tan sinceras o gestos tan tiernos como el de Rebecca hacia Charles cuando este paró una canción por ciertos fallos con su guitarra), también tenían tiempo para tomarse a broma desde su propia repercusión como banda, la presencia de Tom como última incorporación del grupo e incluso jalear al público arrancándole poco a poco una participación cada vez más activa hasta que, finalmente, consiguieron cerrar el concierto con su ya icónico «Give It Up On Love» con todo el mundo de pie y bailando.
Antes de llegar hasta ese punto, mostraron una capacidad sorprendente para ir turnándose los instrumentos (Taylor podía tocar tanto la guitarra como una segunda batería complementaria a la de Chambers e incluso dedicarse a cantar y a bailar con pasos de country popero) a la hora de desbrozar temas con aroma de clásico: puede que se dejaran el himno «It Doesn’t Have To Be Beautiful» (de su primer álbum «Yeah, So?» -Moshi Moshi, 200i-) y que no repitieran la broma buenrollera de emular el saxo con los labios en «Hackney Marsh» (tal y como hicieron el día anterior en Madrid), pero momentos como «Begginers» (con esa multiplicación de coros sobrevolando una percusión pluscuamperfecta) o «Two Cousins» (balada acuática que en directo se te mete debajo de la piel y no te suelta en varios días) dejaron bien claro que puede que Slow Club sean de Sheffield, pero su sonido echa más bien raíces en un pop-folk de toques americanos como unos Tilly & The Wall aplacados por ansiolíticos o unos Vampire Weekend que mirasen más hacia el sur de EEUU y no hacia África. Las baterías actuaban de rotundísima columna vertebral mientras las guitarras añadían ritmos infecciosos y los juegos de voces elevaban las composiciones hacia el cielo de cualquier banda que haya osado abordar el rollo chico / chica. Eso sí, no dejaron pasar la oportunidad de aclarar esa procedencia ya mencionada de Sheffield y, en una penumbra acogedora e íntima, Rebecca y Charles versionaron en solitario y sentados al borde del escenario un temón del tamaño de «Disco 2000» de Pulp. Lagrimitas entre el públio… antes de un grand finale que dejó con la sensación de que Slow Club deberían ser (mucho) más grandes de lo que son hoy por hoy. ¿Tiempo al tiempo?