“Hasta las ásperas rocas, las grutas musgosas, las cavernas irregulares y las cascadas desiguales, adornadas de todas las gracias de lo salvaje, me parecen mucho más fascinantes (…) y están envueltas de una magnificencia que supera con mucho las ridículas falsificaciones de los jardines principescos”. Así resumía con sus propias palabras el conde de Shaftesbury allá por el siglo XVIII en sus Ensayos morales lo que se ha venido a denominar como la poética de las montañas: la fascinación del viajero por monumentales rocas y paisajes que definen borde del mundo. No cabe duda de que el viejo filósofo habría disfrutado de «Skyrim«.
Cuando se anunció hace unos meses el desarrollo de esta quinta entrega de la saga «The Elder Scrolls«, multitud de fans se sobre-excitaron ante la oportunidad de volver a transitar por un mundo inmenso, salvaje, en donde cualquier peñasco, senda o cascada supone una oportunidad para la aventura y la exploración. Porque, si en algo destaca «Skyrim» es en alimentar esa sensación de inferioridad frente a un mundo hostil, situando al personaje central en medio de una inmensidad llena de posibilidades, de grutas por explorar, de sendas por las que transitar hacia un destino incierto.
Esto, que siempre ha sido el común denominador de toda la saga de Bethesda, se encuentra sublimado en esta última entrega: el entorno es más duro, menos hospitalario pero no carente de belleza. Grandes moles de roca helada amenazantes, ruinas de antiguas civilizaciones y majestuosos desfiladeros enmarcan nuestro tránsito por esta aventura. El mundo de «Skyrim» está forjado con un sentido dramático del que carecen prácticamente la mayoría de títulos del mismo género, conjugando elementos de la epopeya clásica con conceptos que entroncan en el romanticismo. Así, conforme el diálogo entre nuestro personaje y el entorno se va haciendo más próximo, lo sublime hace acto de presencia, evidenciando lo inabarcable de un mundo inmenso y amenazante en contrapunto a nuestra inicial fragilidad (podríamos incluso atrevernos a recordar la similitud estética con “Caminante en un mar de niebla” de Friedrich y ciertos encuadres de cuando jugamos en tercera persona). El jugador es consciente de esto, y ahí reside el principal elemento seductor de «Skyrim«: el invitarnos a recorrer un mundo casi tangible que viene siendo alimentado en el inconsciente colectivo durante siglos por el arte y la literatura.
«Skyrim» no puede verse de otra forma sino como una interacción constante entre dos personajes; esto es, nosotros y el mundo que nos rodea. Cuando a este diálogo se le suman elementos ajenos es cuando toda la ilusión se desvanece y comienza a observarse la tramoya, recordándonos que solamente estamos frente a un juego. Los personajes que pueblan el mundo nos desapegan de él: no poseen la credibilidad necesaria para mantener la inmersión en este mundo de fantasía. Las animaciones son robóticas y el voice acting es terrible. Además, resulta indignante que siendo la versión original una costumbre tan extendida en formatos como el DVD, aún se resista a incluirse como una opción fundamental en el software de entretenimiento. Los numerosos bugs tampoco ayudan a paliar esta sensación, con zorros suicidas, físicas imposibles y compañeros muertos que acuden sin invitación a tu ceremonia nupcial.
Si «Skyrim» consigue salir a flote no es precisamente gracias al cariño depositado por Bethesda durante los primeros compases del juego. Una introducción que presenta, además, un esquema idéntico a los de «Fallout 3» y «Oblivion«, y que debería de resultar un caramelo para el jugador tras un arranque espectacular, aglutina algunos de los peores males endémicos de la saga. A los personajes de cartón piedra se le suma un pésimo scripting y peor falta de ritmo, reflejando un mal sentido cinemático que uno esperaba se hubiera resuelto en esta entrega.
Pero tras la caída llega la redención. Inmediatamente finiquitado el desastre inicial y librados del corsé de tener que seguir una estructura fija en forma de tutorial, el mundo se abre ante nosotros en su esplendor y con todo por descubrir en un instante que resulta abrumador, donde pasamos de la completa linealidad a un infinito de posibilidades. Adelante nos quedarán baches en donde no todo raya a gran nivel; el juego divaga en ocasiones, con tanto por hacer y descubrir es fácil perder horas y horas decorando tu casa, leyendo cualquier libro o entrando en una cueva que acabamos de encontrar al desviarnos de un camino secundario. Personajes secundarios nos acompañarán en ocasiones pero pueden resultar más molestos que útiles, con su IA cuestionable que genera más de un bug. Así, la inmersión se resiente.
Ya hemos incidido en que este juego es cosa de dos: de nosotros y del basto mundo que nos rodea. Nadie más debe de estar invitado. Si conseguimos que evolucione el diálogo inicial entre los dos únicos personajes importantes, sin interlocutores molestos, conseguiremos que «Skyrim» alcance todo el potencial que puede ofrecernos; esto es, el de hacernos vivir con maestría una épica post-romántica en el mismísimo fin del mundo.
[Luis S. Martínez]