Hay circunstancias en la vida que golpean duro. En el caso del Sinsal San Simón 2013, su organizadora, la agencia cultural viguesa SinsalAudio, no sólo tuvo que enfrentarse a las consecuencias de su decisión de suspender la edición original del certamen -que se iba a celebrar el fin de semana del 27 y 28 de julio- como homenaje y en señal de respeto a las víctimas del accidente ferroviario sucedido en Santiago de Compostela el 25 de julio, sino también sobreponerse y bregar para sacar adelante la reubicación y remodelación de un evento que, en el fondo, conservó sus esencia…. Aunque, a la vez, se mostró distinto.
Esta extraña e inexplicable sensación se palpaba sobre la isla de San Simón durante la jornada que habíamos elegido para desembarcar en ella: el domingo 1 de septiembre. El principal motivo de ello se relacionaba con su cartel, redefinido a marchas forzadas y con gran rapidez, pero que se temía acabase palideciendo en comparación con los nombres (desvelados) que le habían dado forma inicialmente. A pesar de la calidad de los artistas y propuestas que desfilaron por los dos escenarios insulares, se constató que parte del público rumiaba un relativo sinsabor de decepción; o, sencillamente, resignación, por el cartel que pudo haber sido y no fue.
Esta última fue la frase que invadió, por desgracia, el ambiente del Sinsal San Simón 2013; al menos, durante su turno dominical, quizá debido a que esa programación musical fallida seguía estampada en los vasos del festival, los folletos informativos y la serigrafía modificada de cada escenario martilleando con suavidad los pensamientos de los asistentes. Estos entraron en San Simón en un número inferior con respecto al día anterior -en total, pasaron por la isla redondelana aproximadamente 1.200 personas, aunque a lo largo del sábado se triplicó la cifra de espectadores en comparación con el domingo-, lo que permitió que el espacio ganara en holgura y comodidad: no hubo ningún problema para acceder a todos los servicios dispuestos, resultaba fácil moverse por cada rincón isleño y presenciar las actividades paralelas -entre ellas destacaron las “Músicas Escondidas” y la “Hortocosmética”– y el público podía desparramarse sin agobios sobre las históricas losas y la esplendorosa hierba de la superficie del lugar. Así, la atmósfera que se respiraba cumplía con las exigencias del espectador tipo del festival: reposo, belleza paisajística, relax -para niños, jóvenes y adultos- y música, mucha y variada música entre el aroma a salitre y eucalipto. De ahí que se concluyera que, aunque la cancelación definitiva del Sinsal San Simón hasta el año próximo era una posibilidad muy factible, había sido un acierto realizarlo contra viento y marea.
Detrás del autóctono nombre de Caxade se esconde el hombre que inauguró la sesión matinal de la jornada en el escenario San Antón New Balance. Armado con su acordeón y reforzado por sendos compañeros a la tuba y la percusión, esquivó con su peculiar tradicionalismo -en consonancia con sus también clásicos atuendos- la analogía que afirma que se trata del Zach Condon gallego. Sí que comparte con el norteamericano ciertas cualidades sonoras, pero sobre las rocas de San Simón sacó a relucir todo su cadencioso acento galaico-atlántico a través de piezas tan luminosas como el cielo redondelano en aquel momento y frescas como el mar circundante. Una pátina alegre y animada que cubría un discurso comprometido social y políticamente (“Dança dos Moscas”, “Ley D’Hondt”, “Gente Pota”) que apuntaba y abría en canal a todos los culpables de la terrible situación socioeconómica que sufrimos actualmente, convirtiendo al coruñés en ese afilador de la realidad del que habla en una de sus canciones.
Nick Talbot, cabeza pensante de Gravenhurst, tomaría el relevo para continuar profundizando en la marmita folk preparada por Caxade, pero cambiando los aires marineros por los pasajes crepusculares entre otoñales e invernales. De hecho, el inglés tuvo que confesar que le parecía extraño repasar esas postales ocres en medio de una isla, frente a una larga playa y bajo un soleado y tórrido día de verano; hasta tal punto, que su bristoliana cara denotaba sus escasas defensas para soportarlo. A pesar de ello, Talbot -acompañado por una firme baterista- hizo de tripas corazón para tejer con delicadeza sus ovillos de folk acústico al que no todo el mundo prestaba la debida atención, al convertirlos en perfectos hilos musicales mientras se realizaban otros quehaceres tan mundanos como leer el periódico o echar una cabezadita. El sonido pulcro y algodonado aumentaba la sensación de aletargamiento, hasta que el dúo decidió electrificar su repertorio introduciendo “The Prize”, “Cities Beneath The Sea” o “Tunnels” en enérgicos desarrollos progresivos, fases de voltaje ascendente e interludios distorsionados y desenlaces finos y aterciopelados que despertaron a la audiencia. Al final de su intervención, Talbot nunca había agradecido tanto que le hubieran acercado una toalla para quitarse el calor de encima.
Otro de los artistas que sufrió los rigores del bochorno estival fue Denis Jones, protegido posteriormente por una salvadora jaima. Bajo ella, desplegó su condición de tecno-hombre orquesta enfrascado en la manipulación de sus cachivaches y máquinas para ordenar sus beats, secuenciaciones, efectos, frecuencias, disonancias, loops y programaciones, sobre las que a veces cantaba y rasgaba su guitarra acústica. Cuando ejecutaba todas esas tareas simultáneamente -un poco estresado y a trompicones, lo que añadía encanto a su show- tanto recordaba por sus inflexiones vocales a Steve Mason (ex-líder de The Beta Band) como se aproximaba a Willis Earl Beal y su folk de toques soul, oscilando entre temas uptempo, tramos de sensibilidad sintética e instrumentales de ritmos quebradizos. Su planteamiento se podría encuadrar dentro de la denominada folktrónica, aunque el modo en que iba construyendo su cancionero sobre la marcha, sin esquemas rígidos, lo situaba en un collage sonoro de compleja traslación al directo y adornado con varios fallos que el mismo Jones reconocía y por los que se disculpaba. Pero el barbudo orfebre musical mancuniano demostró que es posible extraer belleza del error.