Poco necesita demostrar a estas alturas Martin Scorsese… Y, pese a ello, sigue ahí película tras película intentando elevar su listón particular: un listón que no se quedó en los logros de sus inicios (ni «Taxi Driver» ni «Toro Salvaje«) y que, en los últimos tiempos, explora no sólo su propia madurez, sino también la madurez de una sociedad, la americana, con más oscuros que claros. Ya se intuía en «El Aviador» el gusto del realizador por las sombras que arrojaban las deslumbrantes luces del sueño americano, y quedó más que claro en «Gangs of New York» que lo que le interesaba a Scorsese era la violencia sobre la que se erigió la ciudad-centro-neurálgico de un país que ha crecido a base de agresivos estertores. «Shutter Island» no anda muy lejos de aquellas dos cintas que sentaron las bases del tandem Martin Scorsese / Leonardo DiCaprio: se ha vendido como una radiografía del sentimiento de culpa americano ante las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, aunque su verdadera valía recae en la maestría con la que el realizador aborda una forma esquizofrénica y paranoide que no anda muy lejos de un David Lynch contenido con una camisa de fuerza en forma de clasicismo noir. ¿Un «Mulholland Drive» para las masas (tal y como ya han afirmado algunas mentes despiertas)? No anda muy lejos la cosa…
La historia de Teddy Daniels (DiCaprio), un US Marshall que aterriza en Shutter Island, se advierte desde el principio como una revisitación de la mejor tradición kafkiana (de hecho, poco después de arrancar la trama una de las enfermeras menciona a Kafka… y ya se sabe que el nombre de este escritor nunca debe mencionarse en vano). Todo empieza como un relato pulp en toda regla, con los agentes federales desembarcando en una isla que en realidad es una carcel psiquiátrica de alta seguridad aislada del mundo entero. En vísperas de una tormenta que se prevée de dimensiones bíblicas, para más inri. A partir de ahí, vamos descubriendo la carga de culpabilidad que Daniels lleva sobre sus espaldas a la vez que el espacio de la isla se despliega ante nuestros ojos a la inquietante manera del expresionismo alemán (de hecho, nunca llegamos a aprehender la distribución interna el pavellón de mayor seguridad de Shutter Island igual que, en su momento, nunca supimos cómo era el interior de «El Gabinete del Dr. Caligari«). Y, a medida que la topografía del lugar se va haciendo más onírica, la psique del propio Daniels se va difuminando y espejando en escarpados parajes mentales que confunden al espectador dinamitando el concepto de «twist» a base de desgaste. No es la primera vez que Scorsese aborda una mente delirante aunando fondo y forma: uno de los mejores parajes de (la ingustamente infravalorada) «El Aviador» nos mostraba al mismo DiCaprio encerrado en una habitación durante días y días, a solas con su propia locura. Pero lo que allí ocupaba una parte mínima del metraje, aquí se alarga dulcemente: el realizador juega sublimemente con el punto de vista (el del protagonista, el de la película, el del espectador) para conducir al espectador por un laberinto kafkiano que está más dentro de la cabeza del protagonista que fuera.
Y ese es, precisamente, el principal (y diría yo que único) problema del film. Se ha dicho de «Shutter Island» que resulta un valiente «abrir la caja de Pandora» al respecto de la mala conciencia americana respecto a su actuación en la Segunda Guerra Mundial. Y así es… en parte. Porque aunque por momentos parece que Scorsese ha decidido a equiparar las atrocidades de las que es capaz el imperio yanki con las cometidas por los nazis, al final decide dar un volantazo de última hora y volver a la segura carretera principal, donde esas atrocidades sólo pueden existir dentro de una mente enferma. Los que durante un par de horas se han ilusionado con la posibilidad salvaje de que Scorsese propine una sonora colleja a la sociedad americana, sentirán que la resolución baja la intensidad del relato a lo habitual del cine mainstream. Pese a ello, esa frase final (uno de los escasos añadidaos que el director realizó sobre el libro original) en la que Daniels dice preferir morir como un héroe a vivir como un monstruo arroja nueva luz de esperanza sobre la capacidad crítica de Scorsese. ¿Insinúa el director que la sociedad americana vive en su propia locura como un héroe? ¿Y que esa locura les llevará a su auto-destrucción? ¿Hay alguna forma más deliciosa de cerrar una película que con un interrogante de semejante tamaño?