Cómo jode cuando los clichés resultan ser ciertos. Desde hace un buen tiempo, parece que la mayor parte de las sagas cinematográficas de superhéreos (y por mucho que cueste concebir a Sherlock Holmes como superhéroe, ahí reside precisamente lo interesante de la propuesta de Guy Ritchie) intentan darle empaque a sus secuelas cargándolas de oscuridad. A excepción, claro está, de ese Batman al que Christopher Nolan concibió desde el principio como un hijo de las tinieblas (mentales y reales) en toda regla. Desde los «X-Men» de Bryan Singer al «Iron Man» de Jon Favreau, la táctica se repite con mayor o menor intensidad: buscar las sombras en los pliegues psicológicos de los personajes y amplificarlas en un ejercicio de romanticismo identificándolas con escenarios igualmente tendentes hacia lo sombrío. «Sherlock Holmes: Juego de Sombras» incurre en este cliché… Pero lo cierto ese que, por una vez, el cliché no jode para nada: los relatos originales de Arthur Conan Doyle ya estaban suficientemente preñados de claroscuros góticos como para que la propuesta de Ritchie chirríe. Y, sobre todo, la primera parte de la saga ya apuntaba suficientes maneras oscuras y barrocas como para que ahora vengamos a asustarnos o a acusarle de caer en el cliché más evidente.
De hecho, casi podría decirse que la oscuridad mental del Sherlock Holmes encarnado por Robert Downey Jr. no se ve multiplicada por dos, sino que, más bien, acaba por revelarse una pequeñez imbricada en un esquema sombrío muy superior. Si en la primera parte había un plano especialmente magnético era aquel que se iba cerrando sobre el semblante de un Holmes desaliñadísimo, fumando en pipa, mirando a cámara directamente en contraste contra un lienzo blanco que, detrás suyo, se presentaba como un galimatías laberíntico de inscripciones y apuntes que no eran más que un delicioso vistazo al interior de la mente (monstruosa) del detective. Ahora, en «Sherlock Holmes: Juego de Sombras«, hay dos planos que actúan como respuesta a aquel. En el primero, Watson (interpretado de nuevo con brío por un Jude Law impecable) entra en un apartado del despacho de Sherlock en el que de un mapa mundial surgen mil y un hilos que sobrevuelan la habitación y van a parar a apuntes y recortes de periódico que remiten, por un lado, a cualquier corquis policial habitual en el cine negro y, sobre todo, a aquella tela de araña que flotaba sobre la cabeza de Ralph Fiennes en «Spider» (David Cronengberg, 2002), sacando a la superficie física el enmarañado estado mental del personaje. Pero aunque cualquiera pudiera pensar que este es el principal pozo de oscuridad del film, hay otro plano que deja a las claras que lo de Holmes no es nada: cuando el detective entra en el despacho de Moriarty (inmenso Jared Harris) y su figura se ve empequeñecida por una pizarra inmensa repleta de fórmulas (a la manera de «Un Tipo Serio» -2009- de los Coen) que auguran no sólo una psicología retorcidísima, sino también unos planes nada halagüeños, el espectador accede a la certeza de que lo peligroso no es esa psique genial de Holmes que le separa del resto de la humanidad, sino que el verdadero peligro reside en este nuevo personaje capaz de doblegar las leyes de la ciencia, la economía y la política para ponerlas a sus pies.
Son detalles como este los que ponen a las claras que la aproximación de Guy Ritchie a la figura de Sherlock Holmes va mucho más allá de lo sumario e incluso de lo comercial (por mucho que esta sea la vocación primigenia del film). Esto y, claro está, esa marca de la casa que el director de «Rocknrolla» (2008) imprime a todos sus films: una especie de evolución de aquella teoría que David Fincher desarolló en «La Habitación del Pánico» (2002) y, según la cual, las posibilidades de los efectos especiales de última generación tienen su mejor activo en darle la posibilidad al director de meterse absolutamente en cualquier recoveco del escenario en el que decida encuadrar su historia. En «Sherlock Holmes: Juego de Sombras«, Ritchie no sólo recoge aquellas teorías (la escena de la huida de la factoría alemana con la cámara realizando el recorrido de la detonación del cañón enemigo es sobresaliente), sino que las aplica a los cuerpos además del escenario: las escenas de lucha se ralentizan para mostrar los recovecos de cada uno de los movimientos e incluso de la psique de Sherlock (con esa réplica final y genial en la que la anticipación del detective se ve interrumpida y dialogada por la anticipación del mismísimo Moriarty).
Por lo demás, «Sherlock Holmes: Juego de Sombras» debería constar como una secuela modélica que amplifica lo presentado en la primera parte por diversas vías: el tablero de juego crece desde Londres hacia Europa, el villano en la sombra empieza a expandir su campo de acción, los protagonistas siguen afianzando un bromance sublime del que surgen situaciones hilarantes… Y todo, claro, rebozándose alegremente en ese cliché de las segundas partes y la oscuridad. Pero Guy Ritchie puede permitírselo: por algo ha dejado claro que el cine palomitero de super héroes puede ser «de autor» sin caer en las opacidades de, por poner un ejemplo nada fortuito, Nolan.