Scott Matthew es un tipo encantador. Es dulce, atento, muy educado, mira al mundo con inocencia y tiene un fino sentido del humor que te permite sonreír todo el tiempo que compartas con él. Desde que lanzara su primer álbum, «Scott Matthew» (Glitterhouse, 2007), he tenido la suerte de compartir conversaciones y alguna velada con él más allá de la cháchara robótica de la dinámica entrevistador / entrevistado. Su optimista visión de la vida y su carácter animoso y brillante contrasta con su música y el personaje de trovador torturado y abandonado por el amor que ha querido abrazar como su alter ego musical. Siempre que le veo, le pregunto: “¿cómo puede ser que alguien tan alegre como tú escriba canciones tan tristes?” Y él me contesta que algún día hará un disco alegre… y todos nos sorprenderemos.
Explico todo esto no por pegarme el típico farol de periodista guay que atesora relaciones extra-profesionales cual grupi no reconocida con los objetivos de su trabajo. De hecho, no he entrevistado a Scott nunca. Quizá por eso el cariño que le tengo es mucho más entrañable. Me permito esta introducción tan parcial porque pocas veces tenemos la oportunidad de conocer a los artistas que reseñamos o nos gustan más allá de lo que nos cuentan sus notas de prensa. Y acceder al baúl personal (aunque sea tan superficial como un par de encuentros de escasas horas) de un artista que admiras te permite afrontar su música de una forma más humana y más desnuda, algo que me parece primordial a la hora de sentarse a escuchar cualquier canción de este australiano barbudo. Porque Scott Matthew merece que cualquiera se siente a escuchar sus frágiles historias de desamor y abandono, de pérdida y nostalgia, con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba, totalmente receptivo, “naked as we came”, como diría Iron and Wine, un referente nada gratuito aquí.
«Gallantry´s Favorite Son» (Glitterhouse / Music as Usual, 2011) es el tercer disco de este australiano de nacimiento y neoyorquino de adopción y sentimiento. Un álbum tan sentimental como sus dos anteriores pero que cierra con sutileza una larga etapa de aprendizaje en la forma de componer y ejecutar sus canciones; por eso, los temas que lo componen son un emotivo diario de viaje, la ruta de estos casi cuatro años escritos a base de horas de carretera, innumerable cantidad de bolos (incluído el que lo trajo hace un par de días a Madrid), caras (des)conocidas y anécdotas interminables. En su primer disco, Scott se nos presentaba como ese crooner que se vestía sólo con su barba y su ukelele, con composiciones ligeras y desnudas con acompañamientos muy calculados del bajo de su inseparable Eugene Lemcio (que le acompaña en su andadura desde el principio) y un piano. Matthew se alzaba como el eslabón perdido entre Antony y Rufus gracias a esa emoción manifiesta, contenida pero imbatible. En su segunda entrega, el disco de nombre interminable, «There Is An Ocean That Didivides…» (Glitterhouse, 2009), Scott tonteaba con los arreglos orgiásticos y orquestales, añadía más cuerdas a la paleta básica y le daba más importancia al piano, para regalarnos así un titubeante sophomore en el que se apreciaba más experimentación que seguridad. Pese a esa profunda voz que no le hace ascos a un buen falsete, Matthew todavía estaba buscando la suya propia, la que le definiera como el cantautor que quiere ser. Los ingredientes ya los tenía: orquestación mínima, voz sugerente, cuerdas expresivas y una temática centrada en su yo más triste, abogando por la melancolía como forma de vida.
En «Gallantry´s Favorite Son«, Scott consigue despojarse de sus defectos y reivindicar sus virtudes. Y, con ello, cierra el círculo. Los que esperan al crooner emotivo encontrarán, como siempre, nostálgicas nanas de desamor y soledad, construidas en finas líneas melódicas y en composiciones prácticamente desnudas apoyadas en el siempre presente ukelele y en violines sugerentes, como en «Black Bird» -él es ese pajarillo que siempre va de negro y que no quiere aprender a volar-, esa «True Sting» que no tarda en erigirse como una de las mejores composiciones del artista hasta el momento, tan extraordinariamente madura y triste y en la que Scott suena severo y duro como la más terrible las depresiones, o «Sinking«, canción que se roza con delicadeza contra cualquiera de los hitos del mencionado Antony Hegarty.
Pero en «Gallantry´s Favorite Song» Scott Matthew también ha tenido ocasión para dejar escapar un poco de esa luminosidad que rodea a su persona, y aunque cualquiera que se enfrente a este disco espera sus momentos tristes (en ese caso que recurra a «Seedling» y tendrá su buena ración de emo diaria), es en las canciones más animadas en las que la composición del artista crece y se dispara su talento. Precisamente porque si no se le conoce, no es lo que esperarías de él. «Felicity» es una preciosa canción -con silbiditos incluídos- que ha escrito para cantarles a sus amigos en los cumpleaños, «Devil´s Only Child» no es tan tremenda como su título premoniza e incorpora un fagot, y la preciosísima «The Wonder of Falling Love«, con sus coros fifities y una delicada cadencia en la que se deja llevar por completo, le sirve para firmar una canción alegre y brillante, dejando claro que no es sólo un compositor de penurias y miradas al suelo, sino que todavía tiene muchísimo que ofrecer como artista y que puede hacerlo levantando los ojos y mirando al cielo. Ojalá Scott se dé cuenta de que su alegría le quedan tan bien en persona como en la música. De momento, con su última entrega ha encontrado un dulce equilibrio en el que se le nota cómodo y con el que transmite seguridad sin renunciar al espíritu de ése pajarillo negro que tan buenos momentos le ha (y nos ha) dado.