En una entrevista a Pitchfork, Santi White aka Santigold (antes conocida como Santogold), decía que fue ella quien le descubrió «Pon the Floor» a Beyoncé. Contaba que Esta se quedó medio loca del higo cuando escuchó la canción de Major Lazer, que ya se sabe que es el proyecto a pachas entre Diplo y Switch. Continuaba Santigold explicando que un día llamó a Switch en plan «Hey yo, ¿mañana nos ponemos a grabar mi album the una fucking time o qué?» y que el productor le dijo que mañana y pasado le venía mal porque estaba metido en el estudio produciendo precisamente a Beyoncé, que incluyó un sample de esta canción (en la enorme y rupturista «Girls Run the World«) y que lo fichó para que le produjera su marciano último disco, «4» (Columbia, 2011). Es fácil imaginar el careto que se le quedaría a la buena de Santigold después de esto: ella y no otra había sido la que había abierto la puerta definitiva para que el cerdeo terrorista de Major Lazer retozara sin miramientos y sin condón con el R&B mainstream de Beyoncé en el que fue uno de los affaires más desaprovechados de la historia (otro gallo le hubiera cantado a la mujer de Jay-Z si en lugar de tanta balada ochentosa le hubiera dado más a la gasolina). Este y otros motivos (bloqueo mental, cansancio de una gira de más de dos años, hartazgo de una industria en permanente cambio y muy dada a encumbrar con la misma velocidad que devora…) fueron las razones por las que Santigold ha tardado nada menos que cuatro años en entregar su esperadísimo segundo disco, «Master of My Make-Belive» (Atlantic / Downtown, 2012), que tiene de continuación de «Santogold» (Atlantic, 2008) mucho más que su lugar en el tiempo y en la carrera de la artista.
Porque «Master of My Make-Believe» es, por encima de todas las cosas, un disco continuista, y los que esperaban que la de «L.E.S Artistes» apareciera de entre la neblina con un disco original y novedoso, se van a llevar una buena decepción. Pero, viendo la jugada con la que se estrenó Santigold, tampoco debería sorprender. Con su primer álbum, White no descubría ni la rueda ni la imprenta, pero sí ponía al servicio de sus propias canciones todo lo que había aprendido escribiendo para artistas mega-comerciales como Ashlee Simpson y Christina Aguilera. Su alter-ego artístico le permitía poner en evidencia esa industria musical que critica y que le da de comer, así como ponerle nombre propio a unos temas resultones que, a día de hoy, todavía respiran como buenas piezas de patchpop que combinaban la música negra y la más blanca sin sonrojo y con descaro. El segundo álbum hace, más o menos, lo mismo: repite fórmula, repite intenciones… y repite resultado.
En conjunto, «Master of My Make Believe» es un disco sereno, combativo desde las letras que, a diferencia de lo que hace M.I.A. -que siempre parece estar en permanente huída hacia adelante con actitud y canciones terroristas-, mira más hacia el pasado y construye su discurso con un collage de ese pop que tan bien domina y que está profundamente marcado por un viaje a Jamaica que Santi hizo con sus compañeros de fechorías, Diplo y Switch. Y esto es fácil verlo en el dancehall robótico de «Freak Like Me» (nada que ver con la canción de las Sugababes) o en el uptempo fardoncete de «Big Mouth«, rarísimo primer single. Los sonidos isleños están por todo el disco, y ahí es donde se ve bien gorda la mano de Switch. Pero en la producción de este disco ha habido más gente (como buena manta de patchwork los parches que la componen casi no tienen fin) y, por ejemplo, también cuenta con Nick Zinner de los Yeah Yeah Yeahs, de cuyo sonido también está preñado hasta la última nota de este disco. No solo eso, en «Go!» (descerebrada y esquizoide apertura que tiene lo mismo de tribalismo como de rock hipster) canta la mismísima Karen O (aunque Karen nunca canta: siempre se corre viva), con la que Santi se mimetiza hasa el punto de que llega un momento en el que no sabes si frasea la una o la otra. Da igual: rebozo boller al máximo y fantasía prohibida hasta el límite. Pero la mano de los Yeahs también se deja ver en las relajadas «Disparate Youth» o «The Riot´s Gone«, dos baladas new-waveras que nadie se podría imaginar ni de coña en ningún disco de M.I.A. Y es que, gracias a este álbum, puede que las comparaciones con la Arulpagasam lleguen a su fin, porque está claro que ambas han escogido una senda estética muy diferente, aunque en esencia sus canciones hablen de lo mismo. Mientras la de Sri-Lanka sigue en una búsqueda sin fin de la canción más esquizoide, marcando el camino lo quieran o no, de las que vienen detrás, pero a veces perdiéndose ella sola entre tanta raruneza, tanta escopeta y tanto sampler de caja registradora y niños vociferando, Santi se acomoda en un sonido menos beligerante pero igual de fuerte: ojo a «The Keepers» y «This Isn´t Our Parade» porque, una vez escuchadas, es prácticamente imposible deshacerse de ellas mentalmente. Que ya se sabe (y Santigold lo demuestra con su segundo disco) que, a veces, no hace daño quien quiere, sino quien puede.
[Estela Cebrián]