Esta no es una crítica sesuda del nuevo disco de Rosalía… Es más bien una aproximación emocional y altamente subjetiva a «Motomami».
Estos días, ante el coñazo que estoy dando a todo el mundo con «Motomami» (Sony, 2022), hay cierta facción de mis colegas que me miran con desconfianza y, con un pequeño gran suspiro, me pregunta: «ah, ¿ahora te gusta Rosalía?«. Me lo tengo merecido. Muchos de ellos llevan entregados a este disco desde «La Fama«. Qué digo, llevan vendidos desde los 15 segundos de la pieza visual (francamente perturbadora) con la que se avanzó el tema «Motomami«.
Para que se entienda la reacción de mis amigos, sin embargo, (y también un poco porque es una excusa de puta madre para abordar esta crítica del disco,) me veo obligado a dejar por escrito mi relación con el fenómeno Rosalía. Voy a tratar de resumirlo, porque es una chapa un poco larga. La historia hasta «El Mal Querer» (Sony, 2018) puede leerse en esta crítica en la que, directamente, afirmé que aquel era uno de los discos más importantes de mi vida. Sigo manteniéndolo.
Pero luego ya sabéis lo que vino: «Con Altura«, «Aute Cuture«, «A Palé«… y el «¿qué carajo estás haciendo, Rosalía?» de los fans más ortodoxos, aquellos que estaban aquí por la revolución que la artista había inyectado en el flamenco. Estas nuevas canciones podían entenderse de dos formas diferentes. Podían entenderse como un «estoy hasta el coño del flamenco y quiero divertirme con otros géneros» por parte de Rosalía. Podían entenderse como una asimilación de esa ley no escrita de la industria musical actual que dice que, si no publicas un tema nuevo cada dos meses, la gente se olvida de ti y hasta nunqui un besi. También podía entenderse como una mezcla de ambas posturas: «Tengo que seguir en el candelero, ¿por qué no hacerlo divirtiéndome con exploraciones lejanas al rollo conceptual que he llevado en mis dos primeros discos?«. O algo parecido.
Llegamos así a los 15 segundos de «Motomami» y a «La Fama«. Y, por mucho que había defendido todo lo que vino antes, esto se me hizo bola. De repente, no entendía nada. «Motomami«, los 15 segundos y la pieza audiovisual, me obgliaron a pensar inmediatamente en Arca y, por mucho que Rosalía y Alejandra Ghersi sean amigas, ya tenemos en el mundo a La Doña y no necesitamos copias. Por su parte, «La Fama» me sonaba a colabo del montón gestada artificialmente en un laboratorio con la idea de meter el hocico en el mercado yanki, sobre todo por ese The Weeknd que chirría mala cosa con su falsete llorón y su español churrigueresco. Sigo pensando lo mismo, y me jode de una forma extrema porque la base musical, ese bucle que toma la unidad mínima de la bachata y lo itera hasta la saciedad, es pura hipnosis en vena.
Pero, entonces, «Saoko«. No voy a intentar maquillar la verdad pura y dura (y altamente subjetiva): la canción me desagradó en la primera escucha. Y, durante unos días, empecé a sentirme como los rosalíers ortodoxos, aquellos del «¿qué carajo estás haciendo, Rosalía?». Es decir, ¿esa letra? ¿Esa producción? ¿Dónde estaba la Rosalía que me había cambiado la vida con «El Mal Querer«? Pero resulta que, de repente, algo hizo clic y me pareció entender de qué iba a ir «Motomami«. En base al bucle bachatero sobre el que se erige «La Fama» y al mínimo común denominador del reggaetón hipster que es el corazón de «Saoko«, también en base a la letra de «Motomami» y de la misma «Saoko«, me dio por pensar: ¿y si todo va a ir de esto, de desmembrar la música latinoamericana a la que se ha sobreexpuesto la artista (obligada a quedarse en América durante dos años por culpa de la pandemia), identificar las partes mínimas, sublimarlas en bucles viralmente contagiosos y engalanarlos con letras que recojan una especie de estudio del habla latinoamericana?
Algo de eso hay en «Motomami«, sí. Pero, a la vez, resulta que mi intuición ha resultado desastrosamente desacertada. Porque el nuevo disco de Rosalía va de eso, pero también de muchas otras cosas. Voy a abrir mi tesis recurriendo a otra conversación por Whatsapp que tuve con un colega (fan desde el minuto cero) el mismo día que se lanzó el álbum. Aporto prueba visual…
La broma era muy facilona, pero tenía bastante de una verdad que sigo creyendo a día de hoy: hay mucho en «Motomami» de la serie «KiCK» que Arca ha usado para dejar constancia de su propio «work in progress«. Hay mucho de concebir un disco no como una unidad cerrada en la que encapsular las conclusiones finales de un proceso de investigación musical, sino como una unidad tan abierta como para admitir un proceso de exploración en tiempo real. Esto significa que este tipo de discos no se adhieren a un concepto (ni temático ni musical) concreto que se investiga en profundidad. También significa, a su vez, que las canciones de este tipo de trabajos se articulen en formato de pregunta más que de respuesta. Pero, cojones, la vida es precisamente eso: una concatenación de preguntas con escasas respuestas. Y eso es lo que hace vibrante esto de vivir en el día a día, ¿no te parece?
Así que digámoslo ya: «Motomami» no es un disco conceptual. A ningún nivel. No tiene un concepto musical (la reedificación del flamenco por la vía de las músicas mal llamadas urbanas), y sobre todo no tiene un concepto temático extraído de la cultura popular (ya sabes: la tan cacareada revalorización del mal querer a partir de una novela flamenca anónima del siglo XIII). Pero tiene algo mucho mejor: tiene la virtud de ser el diario personal de Rosalía… y de brindarnos un acceso exclusivísimo y privilegiado a sus páginas.
«Motomami» es la historia de qué le ha pasado a la artista desde «El Mal Querer«. Aquí está su relación con la nueva fama, esa mala amante que «no va a quererte de verdad» y que «es demasiao traicionera / como ella viene, se te va«. Está la añoranza de su familia, personificada en la «Motomami» titular en una referencia a su propia madre; pero también presente en esa «G3 N15″ en la que Rosalía vierte toda la amargura de estar perdiéndose cómo crece su sobrino Genís por culpa de esa misma fama que la ha desterrado a Los Ángeles (ciudad que queda muy mal retratada en la frase «Estoy en un sitio que no te llevaría«). Curiosamente, el tramo final de «G3 N15» incluye un audio de voz que la abuela de la artista le envió durante la pandemia y que, entre muchas otras cosas, habla de lo complicado del mundo en el que se ha metido su nieta.
Más todavía: su abuela afirma que «en primer lugar siempre es Dios y después la familia«, algo que choca frontalmente con el «lo segundo es chingarte, lo primero es Dios» que la artista canta en «Hentai«. Lo dicho: streaming en tiempo real de la búsqueda de sí misma en la que está embarcada Rosalía, siempre en diálogo mental entre la familia y su nueva vida. Una búsqueda que, además, es muy consciente de sus propios logros laborales y vitales, que queman a fuego en pildorazos de empoderamiento como el «No basé mi carrera en tener hits / Tengo hits porque ya senté las bases» de la arrolladora «Bizcochito«.
Por ahí dicen que el concepto de este disco es el dualismo entre las dos caras de la personalidad de Rosalía: la «moto» y la «mami«. Y, sí, claro, eso está ahí. Pero eso no es un concepto per sé, sino más bien un ejercicio de orden que incluso puede que surgiera a posteriori del proceso creativo. A mi entender, si vamos a considerar que «Motomami» es un disco conceptual, el concepto que lo articula no debe ser otro que Rosalía en sí misma. ¿Egotrip? ¿Ombliguismo? ¿Concesión a los tiempos del egotismo instagrammer? Para nada. Mira, el concepto que articula tu Instagram con 1000 seguidores también eres tú mismo y nadie te dice nada, cariño. A tope con tu marca personal, di que sí. Así que, ¿por qué no se va a poner Rosalía a ella misma como prioridad? ¿No es maravilloso que se deje de conceptos elevados y referencias a novelas anónimas pretéritas y decida hablar de algo mucho más interesante, es decir, ella misma? Respondo yo por ti: sí, es maravilloso.
¿Y qué pasa con aquello que yo creía de «Motomami«? Lo de desmembrar los sonidos latinos y convertirlos en bucles primigenios y casi atávicos. Y también lo de diseccionar el habla hispanoamericana a la búsqueda de unidades mínimas destinadas a convertirse en un cánon repetido por las nuevas generaciones. (En serio, quien esté libre del pecado de haber usado en las últimas semanas lo de «¿chica qué dices?«, lo de «un billete, dos billetes, una tienda de billetes» o lo de «mamita keep it cute«, que tire la primera piedra.) Pues sí, todo eso está ahí, pero también hay mucho más.
El reggaetón y el dembow y sus periferias articulan la exploración de temazos como la sublime «Candy» (el reggaetón lento definitivo), «Bizcochito» (que a mí me suena a idol singers de k-pop intentando un reguetón) o «La Combi Versace«. Estas son las canciones que motivaron a otro amigo mío (escasamente rosalíer) a comentar que el disco no la gustaba porque a él no le va el neo-perreo. Mi respuesta fue tajante: esto no es neo-perreo, maricón, porque el neo-perreo es lo que han reclamado para ellas mismas artistas como Tomasa del Real, Rosa Pistola y amichis. Si esto tiene que ser algo, que sea post-perreo.
Pero es que, más allá del post-perreo, el flamenco sigue de cuerpo presente en «Motomami«. Ahora, sin embargo, ya no es un dogma sólido y pétreo, sino un agua fresca que se filtra por los poros de las composiciones de forma mayestática (la escalofriante «Bulerías«) o de forma -más o menos- sutil (como en los destellos de «Como un G» o en la coplera «Flor de Sakura«). Jay una canción en concreto que deslumbra precisamente por meter esos dos polos (para nada) opuestos en la misma coctelera y agitarla con bien de fuerza: la impactante «Diablo» tiene tanto de reggaetón como de flamenco, y vuela arribísima en la honestidad brutal con la que aborda el presente de Rosalía («si Dios te lo ha dado, te lo quitará«, «la que sale por tv no es la que yo conocí«, «la bala de Dios / juega a la ruleta / tú no has vigilado / se ha ido tu pureza / ya no sé quien eres / diablo«).
Lo hace, además, con una estructura que directamente suda de cualquier tipo de preconcepción del pop (entendido aquí no como género, sino como música diseñada en base a ciertas fórmulas estancas infalibles a la hora de apelar a las masas). La estructura de «Diablo» no tiene estribillos ni puentes, de repente se deja azotar por latigazos electrónicos arcanianos que solo aparecen un instante para ser olvidados a continuación y, en otro momento, hace un switch de mood musical para introducir la espectralidad de James Blake.
Este desdén por la estructura convencional es constante en «Motomami«, lo que viene a reforzar la idea que ya he apuntado anteriormente sobre estas canciones como un proceso de construcción en activo donde puede ocurrir cualquier cosa. Las canciones de este álbum podrían trabajarse más hasta sintetizarse en joyas de pop masivo ultraprocesado con estructuras mucho más reconocibles… o bien podrían descacharrarse por completo y desvanecerse en el éter que nos rodea sin dejar ni rastro. Ambos resultados serían bellísimos, no lo niego. Pero, honestamente, me parece infinitamente más bello este mundo preguntas sin respuestas, este universo de potencia y posibilidades que es «Motomami«. [Más información en la web de Rosalía // Escucha «Motomami» en Apple Music y en Spotify]