Hay un par de (grandes) detalles en «Rojo, Blanco y Sangre Azul» que son francamente problemáticos… Y es necesario que hablemos de ellos.
Lo admito: el fenómeno de «Rojo, Blanco y Sangre Azul» me ha pillado totalmente por sorpresa. Y eso significa que, obviamente, no me he leído el libro original de Casey McQuinton y que he aterrizado en esta fiesta como muchas otras personas: a rebufo del estreno de la película dirigida por Matthew López que se ha convertido en un verdadero bombazo en la parrilla de Amazon Prime Video durante las últimas semanas.
Aunque, oye, también puede darse el caso de que tú todavía ni hayas aterrizado en esta fiesta, así que voy a empezar por el principio… Que no es otra cosa que la sinopsis de esta historia que puede resumirse en una oración realmente jugosa: el Príncipe de Inglaterra y el hijo de la Presidenta de EEUU se enamoran. Pero, claro, quedarse en esta síntesis es, literalmente, perderse la mitad de esta fiesta. Y lo cierto es que es una de esas fiestas que tienen de todo y que llevan a sus asistentes hasta el límite de la extenuación por la vía de la hiperactividad barroca.
Para empezar, resulta que estamos hablando no del Príncipe heredero, sin del segundón que sabe que nunca heredará el trono pero que igualmente tiene que mantener las formas. Y, a su vez, también estamos hablando del hijo de la Presidenta (que no Presidente) de Estados Unidos, un chico latino que no quiere vivir del cuento, sino que quiere marcar la diferencia e implicarse en la política de su país de forma activa y directa. Ambos están rodeados por una plétora de secundarios entre los que alternan títulos nobiliarios, juventudes politizadas, influencers fashionistas y periodistas malvados.
No es difícil entender el éxito de «Rojo, Blanco y Sangre Azul«, empezando por el alto voltaje del argumento de McQuinton y acabando por una realización correcta por parte de López. Al fin y al cabo, el director nunca pretende nada más (y nada menos) que facturar una peli de sobremesa destinada a enamorar por igual a adolescent@s romanticon@s, amas de casa adictas a las lágrimas de los ricos y famosos (y nobles) y maricones de todas las edades. A ese nivel, la cinta no podría ser más solvente: realización plana e impersonal sin sobresaltos ni alardes para que brille lo que tiene que brillar, que es el «fortismo» del argumento.
Y, aunque reconozco que desde el minuto cero compré lo que me estaba vendiendo «Rojo, Blanco y Sangre Azul» y no pude apartar la mirada (ni la entrepierna) hasta los títulos de crédito, también veo urgentemente necesario poner los puntos sobre las íes. Porque tanto en esta película como en esta historia hay dos cosas que están fundamentalmente mal y que son altamente problemáticas… Y es necesario que hablemos de ellas.
Perpetuación de roles homosexuales
Puede que esté malacostumbrado por culpa de ficciones como «Heartstopper» a la que se ha criticado frecuentemente por no contemplar el sexo entre sus protagonistas sin tener en cuenta que es precisamente la falta de sexo la que les permite habitar el espacio abstracto de la representación positiva. Dicho de otra forma: nos hemos pasado tantos años diciendo aquello de «a quién meto en mi cama no me define» que resulta refrescante que las nuevas ficciones queer se centren en las emociones y no en las pulsiones sexuales. Nos define el corazón, no la entrepierna.
Pero entonces llega «Rojo, Blanco y Azul» y la cosa va tal que así: al principio, Alex (el hijo de la Presi) y Henry (el Príncipe) se odian, pero pronto se dan cuenta de que por debajo de la animadversión existe un deseo y, pim pam, como quien no quiere la cosa ya tenemos una escena en la que Henry le hace una felación a Alex. Desinteresadamente. Al final, Alex aparece medio en bolas y Henry vestido. Cuando no quieres que te den placer de vuelta, eso es porque el único placer válido es el de la otra persona. Y, ojo, porque esto tendrá importancia en el próximo apartado de este artículo.
Y no solo eso: con la misma velocidad, resulta que Henry le propone a Alex pasar «una noche de amor» como la de Chelo y Bárbara y no tardamos en descubrir que eso significa que quiere que el hijo de la Presi le ponga mirando a Cuenca. Literalmente. Y no más allá hay varios diálogos que dejan claro dos cosas: que Alex es bisexual (¡bien! ¿O no tan bien?) y que Henry no solo es exclusivamente gay, sino que ha sido formado en las artes amatorias a su paso por los internados ingleses y que no solo es un poco guarrete, sino que, tal y como diría Willam, «es una pasiva«.
Nada de esto es bueno o malo per sé. Y, aunque se agradece que no haya subrayados al respecto, también es necesario reconocer que ni McQuinton ni López dejan dudas al respecto. El mundo de «Rojo, Blanco y Sangre Azul» es un mundo de activos y pasivos en los que los roles sexuales se extienden a los roles emocionales: el Príncipe es (lo siento mucho por esto) la Princesa que necesita ser rescatada de las garras del mal (que, en este caso, es el anquilosado sistema nobiliario), y el hijo de la Presi es el héroe al rescate. Por eso Henry es el pasivo y Alex el activo.
Supongo que en la cabeza de los creadores de este tinglado todo tiene mucho sentido, pero aquí subyace el primer peligro de «Rojo, Blanco y Sangre Azul«: en que la comunidad gay hace ya algún tiempo que está intentando desembarazarse no solo de estos clichés preconcebidos en los que se encumbra al activo como fuerza masculina y se pone en una situación de vergüenza al pasivo como fuerza femenina. Obviamente, y tal y como ya he dicho más arriba, no hay nada bueno o malo en ser activo o pasivo, pero estaríamos siendo muy naïves si no admitiéramos que esa percepción existe ahí fuera y que hay muchísimas personas que siguen pensando en esos términos.
Por poner un ejemplo que clarifique lo que estoy diciendo: @only_masc es una cuenta de memes que adoramos en la comunidad gay. Y, sí, en esa cuenta se perpetúan también los clichés del activo y el pasivo, pero ocurre una cosa: es una cuenta hecha por gente de la comunidad y para gente de la comunidad, así que volvemos a ser nosotros mismos riéndonos del cliché. Es muy diferente cuando esa broma sale fuera de la comunidad… Y mucho peor, cuando sale fuera y no tiene forma de broma, sino que se plantea en unos términos de naturalidad que asustan.
Sobre todo, si tenemos en cuenta que este encumbramiento del cliché va estrechamente ligado a la segunda gran problemática de «Rojo, Blanco y Sangre Azul«: el alarmante imperialismo yanki que impregna toda la trama.
Imperialismo (y paternalismo) yanki
Una vez ya convenimos que «Rojo, Blanco y Sangre Azul» juega con los clichés del activo y del pasivo, resulta francamente perturbador considerar cómo se desarrollan los papeles del uno y del otro. Y, sobre todo, resulta perturbador considerarlo si pensamos que Casey McQuinton es una autora norteamericana y que la película ha sido producida por Estados Unidos. Lo que no resulta para nada gratuito.
Así que vamos allá. Pensemos en el papel de Alex (Taylor Zakhar Perez), el hijo de la Presidenta. Es un chico latino cuya familia viene de la nada. La típica historia de hombre hecho a sí mismo que, en cierto momento, otro personaje pone en tela de juicio al puntualizar que ser hijo de la Presi te abre muchas puertas y que hace ya muchos años que su familia dejó atrás las estrecheces económicas. Entonces Alex se sobrepone y decide demostrar que no es solo una cara bonita a la que adoran los medios: quiere cambiar las cosas, se involucra en la campaña electoral de su madre y al final deja caer el chascarrillo de que será Presidente de EEUU. ¿Chascarrillo? Que va. Va en serio.
En el otro lado del ring emocional tenemos a Henry (Nicholas Galitzine), el Príncipe que nunca será Rey pero que, aun así, vive su homosexualidad en la pura oscuridad para no ser reprendido por gentuza como su hermano (que sí que será Rey, claro). Él mismo admite tener un carrerón en los internados masculinos británicos, pero no tiene ningún problema en vivir a la sombra… Hasta que llega Alex y le abre los ojos. Es Alex el que le hace ver a él (e incluso al Rey de Inglaterra) que vivimos en el siglo 21 y que un Príncipe gay es posible.
Es que incluso el orden de las secuencias finales es interesante: primero vemos el desenlace de la trama de Henry y después, como grand finale verdadero, el de Alex. Las elecciones norteamericanas son el verdadero clímax y tienen más relevancia (y peso dramático) que el hecho de que la Casa Real Británica saque del armario a su primer miembro gay. Algo que, visto desde este lado del mundo, parece poco probable, la verdad. Sabemos que el outing de un Príncipe tendría mucho más valor de cambio y revolución que el outing del hijo de una Presidenta.
El enfoque va tal que así: en «Rojo, Blanco y Sangre Azul» es el yanki bisexual, progresista, hombre hecho a sí mismo, latino y activo el que tiene que enseñarle cómo funcionan las cosas al británico gay, tradicionalista, anquilosado en el pasado, epítome del privilegio del hombre blanco (¡blanquísimo!) y, para más inri, pasivo. Es la fuerza positiva del futuro dándole una lección a la fuerza negativa del pasado sobre cómo debe habitar el siglo 21 en el que se niega a entrar.
Y, teniendo en cuenta todo lo dicho en este momento, a esto solo se le puede describir de una forma: un nuevo ejercicio de poder del imperialismo yanki más paternalista. ¿Que «Rojo, Blanco y Sangre Azul» es (altamente) disfrutable pese a esta perspectiva de análisis? Obvio. ¿Que a lo mejor se me está yendo la olla y estoy sobreanalizando todo? Puede que sí. Puede que no. Decide tú mismo. [Más información en la web de «Rojo, Blanco y Sangre Azul» en Amazon Prime Video]