Podría ser un cabroncete integral y hacer lo que a veces hacemos los periodistas: enfocar esta crítica del último disco de Róisín Murphy utilizando mis mejores armas para que mi punto de vista (que, de hecho, sé que es un punto de vista bastante generalizado) pasase por pura objetividad. Podría hablar aquí, entonces, de expectativas: ante «Hairless Toys» (PIAS, 2015), lo que todos -nótese aquí la generalización desvergonzada- estábamos esperando es que Róisín pegara un buen golpetazo sobre la mesa de divas y nos entregara un álbum repleto de gozosos hits de pop bailable con toques de synth y de electrónica. A continuación, me vería en la tesitura de constantar que este álbum no cumple para nada con las expectativas y convenir que aquí no hay hits, que no hay accesibilidad pop, que no hay canciones que se te enganchen a la primera, que a Róisín Murphy no se la ve por ningún sitio… ¿Conclusión? Le planto un 5 como nota -a medio camino entre el respeto y la irreverencia- y todos tan contentos.
De hecho, he de reconocer que lo descrito en el párrafo anterior hubiera sido la crítica que hubiera escrito hace un par de semanas, que es precisamente cuando pude escuchar «Hairless Toys» por vez primera… Pero algo ha cambiado en este tiempo. Y, ahora, que entren los clicheteros y me acusen de fan incapaz de hacerle una mala crítica a su ídola. Que entren los de siempre y digan que no me atrevo a cargarme este «Hairless Toys» porque, como buen fan, he de justificar las decisiones de la Murphy. Que entren los haters y digan que voy a hacer lo de siempre: dejarme llevar por el subidón de las sobre-escuchas, voy a buscarle los tres pies al gato, voy a sacar bondades de donde no las hay y, después de plantar el punto y final de este texto, no voy a volver a escuchar nunca más este álbum. Lo reconozco: esto es algo que he hecho alguna vez que otra. Pero, por un lado, la experiencia es un grado; y, por el otro, antes de seguir criticando(me), mejor pasamos a las verdaderas expectativas que hay que tener en cuenta a la hora de abordar este «Hairless Toys«. Que no son las mías. Ni las tuyas. Que son, al fin y al cabo, las expectativas de Róisín Murphy.
La irlandesa nunca ha ocultado el fiasco que vivió tras el lanzamiento de «Overpowered» (EMI, 2007): aquel disco debería haber supuesto la confirmación de Murphy como la diva definitiva, como una artista que consiguió superar el hype inicial vivido junto a Moloko y que era capaz de encarar su etapa de madurez sin la mamarrachería falsamente juvenil de Madonna o sin la hipersexualidad de laboratorio de Kylie. Debería haber acuñado un nuevo tipo de diva: tenía las canciones, tenía la estética, tenía un parque de fans inicial lo suficientemente grande como para que aquello petara. Pero algo falló… y ella es consciente. En estos ocho años que separan «Overpowered» de «Hairless Toys«, Rósín ha hecho muchas cosas: ha sido madre, le ha escrito canciones muy tremendas a su hijo, ha hecho un EP de versiones de canciones clásicas italianas y, en general, ha intentado reponerse del golpe que supuso que su anterior disco no la llevara allá donde todos pensábamos que iba a llevarla.
Así que, ¿qué tal si dejamos de lado nuestras expectativas a la hora de ponderar este «Hairless Toys» y nos dedicamos a ponderarlo no sólo a través de las expectativas -truncadas- de Róisín, sino también a través de sus pretensiones reales? Porque una primera escucha deja bien clarito que su pretensión real está absolutamente alejada del pop accesible, de los hits pensados para convertirse en un fenómeno viral. Puede que el disco se abra con la pletórica «Gone Fishing» y que, a su vez, sea inevitable escuchar este tema sin tener en cuenta que la misma artista ha declarado que esta canción la concibió como si fuera la banda sonora de una obra de Broadway basada en la escena ball vogue de Nueva York en general y en «Paris is Burning» en concreto. El contraste es bien elevado: lejos del revival ball de artistas como Azealia Banks o Zebra Katz, «Gone Fishing» es una preciosa balada en la que sorprende la riqueza de las texturas empleadas durante casi seis minutos en los que Murphy se niega por completo a ceñirse a una estructura tradicional pop.
Puede que «Hairless Toys» siga con «Evil Eyes» y sorprenda con la cortante línea de bajo a lo futur funk y con la proto-electrónica que remite directamente a los tratamientos de Herbert en «Ruby Blue» (Echo, 2005). Y puede que, en tercer lugar en el track list, encontremos el primer single oficial, un «Exploitation» que dura ni más ni menos que nueve minutazos y que tiene más de cinematográfico que de musical: una especie de versión de «This is Hardcore» de Pulp (ojo: una versión que no tiene absolutamente nada que ver con el original) en clave de disco music atonal, también con temática altamente sexual, pero sin prestar ningún tipo de atención a la tensión dramática popera. Y si hasta este momento Róisín Murphy ha mostrado un desdén bastante interesante al respecto de nuestras expectativas, a partir del cuarto corte esto ya se convierte en algo totalmente escandaloso. Diré más: a partir de los tres últimos minutos de «Exploitation» y su psicodelia paranoide, el disco pierde cualquier intención de resultar complaciente con los fans habituales de la diva.
Diré otra cosa más: a partir de ahí, habrá muchos que opinen que «Hairless Toys» empeora, pero yo mantengo que mejora. El cabaret noir de «Uninvited Guest«, el rollo crooner hiper-feminizado de «Exile«, el garage house deconstruído de «House of Glass» (ojo con este corte, que es un grower muy peligroso), la preciosa y misteriosa balada en slow motion «Hairless Toys (Gotta Hurt)«, los drones atmosféricos de «Unputdownable» que acaban estallando en (¡sorpresa!) un pop cristalino y fugaz que dura poco más de un minuto. En todas estas canciones (y también en las precedentes), se percibe a una Róisín que no conocíamos y que hace pensar que, por vez primera, la artista ha decidido dejar de escudarse en grandes nombres que produzcan sus discos para darnos la bienvenida a su propio show.
Puede que la complejidad de las canciones palidezca al lado de los geniecillos elecrónicos con los que la Murphy estaba acostumbrada a trabajar y, de hecho, también puede que la mayor parte de canciones tengan menos de construcción intrincada y más de exploración de una única idea a la que se le va dando vueltas y en la que con cada nueva vuelta se descubre algo nuevo. Al fin y al cabo, «Hairless Toys» es precisamente eso: un disco mucho más psicológico que físico. Un disco que transmite a la perfección todas las inseguridades circulares y repetitivas, todos los discursos de derrumbe del ego en los que nos sumimos cuando nuestras expectativas se van al traste y cuando, peor todavía, sentimos que no hemos estado a la altura de las expectativas de los que nos rodean. Ahora bien: ¿existe retruécano más elecuente que esto de acabar pasándote por el forro las expectativas de los demás disertando sobre cómo no has cumplido (ni volverás a cumplir) con sus expectativas?