Una cosa queda bien clarita después de ver «El Renacido»: que Alejandro González Iñárritu se adora, se ama y está encantadísimo de haberse conocido.
Iñárritu rueda con la chorra fuera.
– David Martínez de la Haza –
Espejito, espejito, ¿Quién es el director de cine más bonito? Y el espejo contesta: Lo eres tú, Alejandro. Pero el espejo tiene truco, porque no es mágico. Sólo ofrece un reflejo del que lo observa y, por lo tanto, no es el espejo quien contesta, sino el ínclito Don Alejandro. Y es que Iñárritu se gusta. Se gusta mucho. Se gusta hasta demasiado. ¿Conocen el mito de Narciso? Pues lo escribieron pensando en él, sólo que llamarle mito de Alejandro González Iñárritu no quedaba comercial.
«El Renacido» es, sin duda, el epítome de dicha actitud. Un film que se construye no desde el interés en contar algo, sino en la celebración del pretendido vistuosismo propio. Ya no se trata de plasmar inquietudes o referencias, no. No se trata de decir: «¡Eh! Me encanta Herzog, me encanta Malick y voy a hacer algo parecido«, no. Iñárritu se posiciona de manera que la referencia se coloca por debajo del referenciador. No hay admiración, sólo pretensión, pose, ganas de demostrar quién es el fuckin’ master del tema. En este sentido, poco le importa a Iñárritu lo que está filmando, la coherencia interna o las vueltas que le da al mismo tema una y otra vez. Para qué pensar en el significado de un plano contrapicado y su uso cuando se puede iterar hasta la náusea porque sí, porque puedo, porque yo lo valgo y queda molón.
Aquí de lo que se trata no es de la intencionalidad del uso de la cámara: aquí de lo que se trata es que cada primer plano, cada plano secuencia operístico resalte por encima del conjunto, aunque cree confusión visual, incoherencia narrativa o directamente patillerismo causal en el desarrollo de la trama. Pero hagamos un ejercicio de abstracción y pensemos por un momento qué pretende contarnos «El Renacido«.
Este es un film de venganza y sobre la lucha del hombre contra un entorno natural hostil y tal y pascual. No podía faltar, por supuesto, una pátina de espiritualidad y el comentario denuncia sobre el trato recibido por las tribus indígenas en la América de finales del siglo XVIII. El problema no está tanto en el mix de todos estos elementos argumentales sino más bien en que, una vez más, hay un problema (un problemón, mejor dicho) en el cómo. Si se quiere mostrar suciedad, fango e incluso metaforizarla con la mezquindad del alma humano, no basta con enguarrarlo todo y contrastarlo con silencios. Tampoco es de recibo este contraste de belleza casi sobrenatural con planos a ras de suelo. No, eso es lo que Iñárritu cree que basta para crear una atmósfera, y se le nota a la legua que también cree que es lo que basta para ganar premios. No, si quieres hacer este tipo de película, eres tú como director el que debe bajar al fango y tomar buena nota, por citar un ejemplo, del «Hard to be a God» de Aleksey German.
La impostura de «El Renacido» llega a reflejarse incluso en la dirección de actores, o mejor en su ausencia. Leonardo Di Caprio, como paradigma y casi como amo absoluto de la función, parece olvidarse de lo que es actuar, limitándose a ir muy sucio, gritar y gruñir a veces casi sin motivo aparente, sólo porque eso se supone que le dará aspecto de fiereza o algo. En este sentido, únicamente se salva de la quema un Tom Hardy que parece entender que la ruindad de su personaje queda mejor reflejada en una mirada que en toda la roña física y moral que le vierten encima.
Iñárritu siempre mostró querencia por el tremendismo, pero en este su último film parece querer demostrar que siempre se puede ir más allá, que se puede construir épica desde la pornografía de la violencia y que, cuanto más grande sea esta, más impactante para la retina del espectador será también. No dudamos de ello, cierto, porque negar que en «El Renacido» hay imágenes poderosas sería de necios o de ciegos. Pero lo que también es cierto es que el Iñárritu show produce cosas más terribles y opuestas a su intención inicial. Fundamentalmente, tirria e irritación ante semejante grand guignol del postureo.
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