Esta que esto escribe (yo, mi, me, conmigo) no es muy fan de los pumps. No me suelen gustar. Los veo un zapato tormaco, que a las bajitas hace garzas y a las muy altas avestruces. Además, por lo general suelen tener un tacón tan alto que, además de desafiar la ley de la gravedad y llevar escrito en la suela las palabras “artrosis a los cincuenta”, requieren de una técnica en el movimiento que pocas féminas dominan. No hay nada menos sersi que una choni en lo alto de unos pumps interminables (imagináoslos de charol, ¡¡noooo!! ¡¡¡mis ojos!!!), con los tobillos temblando e intentando no solo no caer, sino no morir en el intento. Y lo siento nena, si llevas pumps de charol: eres choni.
Dicho esto, queda clara mi postura. Pero a veces una tiene que recular y reconocer. Hasta yo. Y la verdad es que estos zapatazos hacen tambalear mis creencias, que se me caigan las braguitas al suelo, que me tiemblen las pezuñas. Nada menos que unos pumps de Nicholas Kirkwood en los que el diseñador ha tomado el grafismo tan reconocible, tan pop que no hace stop de Keith Haring, de tacón infinito, peligrosos como una prima de riesgo, pero que si nos dicen “ven”… lo dejamos todo. Queridos Reyes Magos… Ah, no, que esto fue hace un mes… Mierda.