CUADERNO DE BITÁCORA: VIERNES, 19 DE JULIO. El despertador suena tarde, aroma a verano, descanso en la playa, una ensalada fresca espera en la mesa, etapa del Tour de Francia en la tele… Estas palabras podían pertenecer a alguna de las canciones de unos de los protagonistas del segundo día de portAmérica 2013, Delafé y Las Flores Azules. Pero no. Sencillamente describen los momentos previos a reanudar la actividad en el festival, envuelto en un agradable clima estival a pesar de la niebla costera que cubría el cielo nigranés y de las breves ráfagas de brisa marina que atravesaban el recinto de Porto do Molle.
Esas pequeñas rachas de viento con olor a salitre se asemejaban a las que empujan las bolas de matojos que cruzan los decorados arenosos del viejo oeste norteamericano. En ellos encajarían a la perfección Niño y Pistola, fieles representantes del rock tradicional de Estado Unidos. Ante una llanura similar a los paisajes por los que discurren algunas de sus canciones que el gentío iba poblando poco a poco, los vecinos baioneses más americanos de la comarca repasaron con mimo y pulcritud, nota a nota y casi sin solución de continuidad, buena parte del contenido de “There’s A Man With A Gun Over There” (Ernie, 2013). Las guitarras cristalinas, el impoluto órgano y las suaves armonías vocales ayudaban a hacer de Nigrán el lugar más californiano del planeta.
Sin abandonar el entorno yanqui, los locales The Soul Jacket -sustitutos de Niños Mutantes en la programación- derrocharon actitud y garrafas repletas de rock and roll, blues y soul de aspecto 60s y 70s. Sobre todo su frontman, Tony López, una especie de joven Joe Cocker, más dinámico y con una voz privilegiada que le permitía regar de testosterona sus versos a la vez que llamaba a la revolución, mientras sus compañeros demostraban que eran más que una banda de tributo a un estilo y una época determinados pese a su pose, en ciertas fases, zeppeliana. Antes de finiquitar su enégico show, Manu Portolés, cantante y guitarrista de Niño y Pistola, se unió a ellos al órgano para cerrar así el círculo galaico-norteamericano.
Círculos y otras figuras fue lo que dibujó Óscar D’Aniello -que sudó la camisa, literalmente- sobre la alfombra de polvo de talco que funciona de pista de patinaje para llevar a cabo sus curiosos movimientos y coreografías. Sin ellos, los espectáculos de Delafé y Las Flores Azules no serían lo mismo. Y, sin su compenetración con Helena Miquel, tampoco. Independientemente de que su fórmula es bien conocida y previsible, volvieron a darle gas a su repertorio con habilidad y simpatía. Gracias a ello, el desperdigado público se arremolinó en las filas delanteras del foso para entonar a coro las refrescantes letras y las infecciosas melodías de “De Ti sin Mí”, “Río por no Llorar”, “Mientras Beso a mi Chico en la Arena” o la celebrada “Espíritu Santo”. En manos de los catalanes, el manido significado de ‘canción del verano’ cambió por completo y adquirió su auténtico sentido.
Standstill sufrieron el efecto espantada post-Delafé y Las Flores Azules. Mientras se preparaba el escenario para efectuar su proyecto audiovisual “Cénit” -basado estrictamente en su nuevo disco, el recién editado “Dentro de la Luz” (Buena Suerte, 2013)- se produjo una dispersión entre el público que obligaba a preguntarse si la amplitud al aire libre de un festival sería el contexto indicado para desarrollarlo con garantías. Todavía permanece en la memoria la espléndida presentación de su anterior espectáculo, “Rooom”, en el Centro Cultural Caixanova de Vigo durante la primera edición del extinto festival Vigo Transforma. Aquel ambiente de recogimiento e intimidad no iba a poder repetirse en Nigrán, lógicamente. Sin embargo, la banda de Enric Montefusco -que explicó previamente en qué consistiría el show- arrancó de forma fulgurante hasta agigantar un sonido que se elevaba en perfecta sincronía con las imágenes solemnes y catedralicias que emanaban de las proyecciones. Los rosetones medievales, los rayos láser y las campanas tubulares eran sólo algunos de los elementos que se conjuntaban para hacer de “Cénit” una experiencia sensorial apabullante, que discurría cual montaña rusa emocional entre simas de extrema sensibilidad y picos de fuerza inusitada, como cuando la doble batería de “Nunca, Nunca, Nunca” provocó un terremoto bajo la corteza terrestre del Val Miñor. Ver, oír y sentir: esos fueron los tres ángulos sobre los que pivotó el set de Standstill, diseñado para capturar la abrumadora épica y los sentimientos más finos y delicados que alimentan el corazón del amor verdadero.
A su manera, Él Mató a un Policía Motorizado se valen de su robusta y veloz rítmica rock para exaltar también los afectos y efectos del amor, la amistad y otras vicisitudes del ser humano, aunque a simple vista no lo parezca. El armazón kraut-motorik y noise con el que envolvieron sus compactas composiciones, la voz rasgada de su cantante y bajista, Santiago, y los ágiles punteos de guitarra ocultaban el meollo de unas letras que reflejaban no sólo el núcleo emocional de la banda, sino también su singular carácter argentino que impedía verlos como la versión sudamericana de The Strokes. El grupo platense aplicó la electricidad necesaria tanto a temas de su disco “La Dinastía Scorpio” (Laptra, 2012 / Limbo Starr, 2013) –“Mujeres Bellas y Fuertes”, “Yoni B”– como de fuera de él –“El Día del Huracán”, “Chica Rutera”– para sumergirlos en un torbellino sónico de vigor progresivo y lograr así que la audiencia que no los conocía saliera sorprendida y satisfecha de un concierto que se hizo corto.
Otra clase de sorpresa se llevaron los fans de Xoel López e Iván Ferreiro. Antes de que Lori Meyers entrasen en escena, los ya considerados hijos pródigos del festival nigranés aparecieron como por arte de magia para, ukelele mediante, regalar al eufórico público “Tierra” y “Turnedo”, cantadas a pleno pulmón desde el foso. Iba a ser sólo el comienzo de una serie de inesperadas intervenciones estelares englobadas bajo la denominación de “cosas que pasan en portAmérica”.
Algunas de ellas, también previsibles. No había duda de que Lori Meyers lo tenían todo en sus manos para salir a hombros por la puerta grande: público ganado de antemano y un set list que, gustase más o menos -no faltó el consabido comentario que dice que los primeros Lori Meyers eran mejores…-, destapó todos sus greatest hits: clásicos sabidos al dedillo –“Luciérnagas y Mariposas”, “Luces de Neón”, “Dilema”, “Corazón Elocuente”, “¿Aha Han Vuelto?” o una impetuosa “Mi Realidad”– y temas frescos del nuevo álbum de turno -en este caso, “Impronta” (Universal, 2013)- perfectamente aprendidos –“Planilandia”, “Huracán” o “El Tiempo Pasará”, apoyada vocalmente por una Anni B Sweet que pasó por el escenario como una estrella fugaz-. Llegaba un punto en que no importaba analizar los matices del sonido de la banda o de la forma en que trasladaban en directo su repertorio porque, básicamente, la función estaba planteada para ofrecer a sus seguidores exclusivamente lo que querían: momentos para alzar los brazos hacia el cielo -o copas de vino, como antes de “Emborracharme”– y gritar exultantes como si no hubiera un mañana -como durante la final “Alta Fidelidad”-. Vamos, que los granadinos no se desviaron un centímetro del guión presentado en las anteriores ocasiones que visitaron Galicia.
Tampoco lo hicieron La Habitación Roja (que habían tenido que intercambiar su hora de salida con Lori Meyers por cuestiones logísticas), prácticamente gallegos de adopción tras haber participado en el FiV de Vilalba y el Festival do Norte de este año. Impulsados por sus atronadoras guitarras, repasaron sin conceder alardes de cara a la galería ni bajar el pistón varias de esas piezas (“El Resplandor”, “Siberia”, “Annapurna” o “Febrero”) que durante los últimos años les han otorgado el reconocimiento que habían merecido con anterioridad. Claro que tanta profesionalidad y eficacia en permanente tensión transmitían la sensación de que todo se encontraba excesivamente calculado, de que no había hueco más que para relajar los músculos, entregar algún medio tiempo edulcorado (“Indestructibles”) y dejarse humedecer por las gotitas del rocío de la niebla nocturna.
Existía riesgo de tormenta… Pero no procedente del cielo, sino del mismo tablado: en él irrumpirían Bomba Estéreo y su arrolladora front-woman, Li Saumet. Vestida con ropajes fluorescentes y de colores chillones -podría pasar por ser la M.I.A. colombiana-, puso toda la carne en el asador tecno-cumbiero contoneándose desenfrenadamente, sacando a pasear su lengua supersónica y sus rápidos fraseos y, en definitiva, llenando ella solita el enorme escenario. Su banda no se quedaba rezagada en su papel de trampolín creando ritmos calientes e irresistibles a través de una profusa percusión y unos proteínicos acordes de guitarra. Parecía que había un incendio alrededor de la figura de Li, diosa de la danza electropical, el caribbean power, la champeta y del hip-hop fogoso, sobre todo cuando se alió a ella la rapera moañesa Wöyza. En vísperas el Día de la Independencia de Colombia, Bomba Estéreo demostraron que son unos de sus más destacados embajadores.