A menudo oímos a alguien decir que va al cine a divertirse “y no a pensar”. Sin embargo, las mejores obras del Séptimo Arte jamás habrían existido si sus creadores se hubieran planteado como un problema el que “podían hacer pensar al público”.
A finales del pasado año nos dejaba Luís García Berlanga.
En 1950, España firmó una alianza con Estados Unidos para acabar con su aislamiento, intentar sanear su economía y lavar su imagen exterior. La inesperada muerte de Roosevelt, en 1945, había colocado en la presidencia de EEUU a Truman, que compartía con Franco el odio por los comunistas. A Hollywood llegaron inmediatamente consignas oficiales para detener toda película que simpatizase con la República o atacase a Franco, como “¿Por quién doblan las campanas?” (1943). La idea, discutida por los aliados en la conferencia de Yalta, de invadir España para deponer a Franco, representante de ese fascismo al que combatían los aliados, y organizar elecciones democráticas fue inmediatamente detenida por Truman, que temía que una España libre se alinearía de nuevo con los soviéticos.
En 1951, cuando España empezó a recibir una asistencia económica estadounidense mucho menor que la que recibían los países implicados en el Plan para la Recuperación de Europa, el famoso Plan Marshall, Berlanga codirigía su primera película, «Esa Pareja Feliz«: film que inicia la renovación del cine español de posguerra y que critica el naciente afán consumista que aparecía en España a imitación de los modelos del “amigo” americano). En 1953, el realizador codirigía el clásico «Bienvenido, Mister Marshall«, otra crítica al mal recompensado servilismo hacia los yanquis premiada en Cannes, que le lanzó a la fama.
Al comienzo de los 60, el régimen franquista, junto a esa iglesia católica que había contribuido a depurar España de todo resto de la República, ideó una campaña de lavado de imagen que pretendía mostrar un país en la vanguardia de la defensa de la civilización occidental. Con el lema “Siente un pobre a su mesa” se pretendía hacer ver que el español, siguiendo el mandato de Jesús, daba de comer al prójimo de menos recursos, con lo que se intentaba negar. la España del Hambre creada por la Guerra Civil, la que mostraban fuera de nuestras fronteras las fuentes de información no afectas al régimen. En realidad, ese grupo social tan bien adaptado al régimen surgido de la Guerra (suponiendo que no simpatizase con él) quería lavar (a cambio de obtener privilegios) su conciencia con una buena acción, por lo menos una vez al año. Esas buenas samaritanas burguesas eran las mismas que dirigían las famosas cuestaciones de la Cruz Roja. Las que colaboraban con Acción Católica. Las que rezaban para la conversión piadosa de “Rusia”.
Berlanga vio clara la excusa para otra feroz crítica social. Contrató por primera vez al genial Rafael Azcona, nuestro mejor guionista, y juntos idearon a Plácido Alonso: un humilde transportista que debe pagar, precisamente en Nochebuena, la primera letra del motocarro del que vive, mientras colabora en la campaña “Siente un pobre a su mesa”, rodeado de artistas de cine y de personas de clase alta. Y cuyas peripecias son la coartada para mostrar la enorme desigualdad social existente en España y para retratar a quienes estaban arriba y abajo. Un cartel de “En la España actual no se blasfema”, unos empleados de banco que dan la mano a “Quintanilla, el hijo del dueño de la serrería” pero no a Plácido o, especialmente, unas señoras muy católicas que mueven la cabeza de un muerto para que el cura le case “y no muera en pecado”… España quedaba retratada y, sorprendentemente, la censura daba su OK.
La pasada Navidad, un canal programaba “¡Qué bello es vivir!” que, ya aquí, como en USA, siempre puede verse en esos días. Pero otro canal local emitió “Plácido” (el film que nos ocupa). Eso no ocurre cada Navidad… Seguimos rindiendo pleitesía a quienes desean que no pensemos por nosotros mismos.
Berlanga, estés donde estés, ¡vuelve! Sigues haciendo falta.
[Marcos Arpino]