¿Qué está pasando últimamente con la «Pesadilla en la Cocina» de Chicote que, de repente, ya no es un programa de cocina… sino de coaching?
Vaya por delante que este no pretende ser otro artículo de los cientos que, en los últimos tiempos, vienen proclamando el desastroso declive de los programas de televisión centrados de alguna forma u otra en la gastronomía. Ni mucho menos. Sigo teniendo fe, y esta fe se ve renovada temporada tras temporada gracias a títulos que saben evolucionar junto al paladar de los espectadores. Dos buenos ejemplos: el espacio de Johann Wald en Canal Cocina (aportando aire fresco a otro formato que últimamente estaba más que estancado) y las fantástica serie «Chef’s Table» en Netflix (acercándose de forma nada tímida a las hechuras de producción cinematográfica).
Así que no, todo lo que voy a decir a continuación no busca encajar forzosamente en un panorama de Apocalipsis de la gastro-televisión, sino que más bien sopesa el caso concreto de la «Pesadilla en la Cocina» regentada por Alberto Chicote desde hace ya cinco temporadas. Hay que reconocer que, en un buen principio, el formato heredado del programa original de Gordon Ramsay funcionaba a la perfección: el chef llega a un restaurante desastroso, analiza el percal a su alrededor en un servicio paupérrimo, intenta poner una mini-solución en un servicio igualmente infernal, remodelan el local, renuevan la carta, dan nuevos parámetros a los trabajadores… Y entonces llega el final feliz.
Puede ser que «Pesadilla en la Cocina» no tuviera ningún reparo a la hora de dejar al descubierto los elementos de su fórmula desde el primer capítulo y, a partir de ahí, repetirlos hasta la saciedad. Pero daba igual. Y daba igual porque la cosa funcionaba. El espectador se enganchaba irremediablemente episodio tras episodio porque, aunque la fórmula era la misma, el casting de restaurantes era tan fuerte que parecía realizado por los encargados del plantel de concursantes de «¿Quién Quiere Casarse Con Mi Hijo?» (es decir: los putos maestros del casting de nuestro país).
De esta forma, daba igual si Chicote repetía las mismas tretas en cada restaurante, si metía la mano en la freidora o no, si la remodelación del local era más o menos horrible (porque, oye, no sé vosotros, pero yo no he visto ni «después» que me acabara de convencer), si se ponía una chaqueta de Agatha Ruiz de la Prada que te provocara un sangrado ocular más o menos severo… Todo eso daba igual porque el corazón del programa era dejar al descubierto las entrañas de una industria de la restauración española que siempre habíamos intuido que era cochambrosa pero que nunca habíamos osado imaginar cochambrosa hasta semejante nivel de, ejem, pesadilla.
La fórmula de «Pesadilla en la Cocina» estaba ahí, a la vista de todos, exhibiéndose sin ningún tipo de vergüenza. Y repito: daba igual porque funcionaba… Hasta que dejó de funcionar. O mejor dicho: hasta que se le introdujo una variable que, desde la tercera temporada, aleja al programa cada vez más de la gastronomía pura y dura (que es de lo que se supone que trataba) y lo acerca al coaching más patillero. Ahora, con cada nueva remodelación de local, el programa parece que regala una sesión de coaching para sus dueños de la mano del Dr. Chicote.
De hecho, esto es algo que ya estaba presente en los primeros episodios. Ya por aquel entonces, el chef de repente se salía por la tangente y se llevaba al dueño de un bar a recuperar su amor por el tiro con arco porque, además, resulta que el mismo Chicote practicó ese mismo deporte en su juventud. Cada vez con más frecuencia, y ya en cada capítulo a partir de la tercera temporada, esta es una forma de dejarle claro a los espectadores que las reformas de «Pesadilla en la Cocina» no son una mera medida cosmética (lo que, por cierto, ha sido la crítica más encarnizada que se le ha realizado desde sus inicios), sino que van directamente a sanar el alma humana.
Puede que tu cocina sea peor que el vertedero de Sao Paulo, que tus camareros sean más canallas que El Luisma, que tu decoración sea propia de una casa del horror, que tu cocinero sea más jodido que Hannibal Lecter… Todo eso da igual porque el verdadero problema está dentro de ti. Y Chicote va a encontrarlo. Verá si es que perdiste la ilusión de vivir tras la muerte de tu madre, destapará que la relación con tu hermana está totalmente rota o detectará que tienes una cuenta psicológica pendiente con la figura espectral de tu padre muerto. Y, entonces, te solucionará la vida igual que solucionará la vida de tu local. Porque todo va junto, chiqui. Aunque no te lo creas.
Aquí es donde yo me bajo de «Pesadilla en la Cocina«: en los momentos de psicología de baratillo del tipo «¿véis, caris? Todos juntos podéis sostener la manguera para apagar el fuego, pero por separado no». En un programa al que normalmente le sobran diez minutos, está clarísimo que los diez minutos que le sobran son los que se dedican a solucionar las penurias psicológicas de los dueños de los restaurantes… Y ha de quedar claro aquí que, pese a todo, es imposible dejar de ser fan. Este no es un caso como el de «Master Chef«, en el que la ñoñería guionizada se llevó por delante a la gastronomía al cien por cien, dejando más bien poco de cocina y substituyéndolo por ataques continuos al lacrimal del espectador.
En este caso estamos hablando más bien de que, de repente, el coaching ejercido por Chicote a veces parece tener más importancia que los problemas de gestión en el restaurante y en la cocina. Digamos que el 10% del programa se consagra a algo que no tiene nada que ver con la gastronomía y que, por lo menos yo, ya estoy poniendo velitas a varios santos para que ese 10% no crezca. Porque, entonces, y sintiéndolo mucho, no le veré ningún tipo de sentido dedicarle una hora semanal a «Pesadilla en la Cocina» cuando el mercado editorial está a rebosar de libros de autoayuda. [Más información en la web de «Pesadilla en la Cocina»]