[CRÍTICA 1] Ha habido una tendencia reiterada a señalar «Spring Breakers» como la apología final de Harmony Korine en celebración de las imágenes televisivas de la generación MTV. Tele-basura en su máxima potencia: una especie de sublimación de las constantes de programas tipo «Jersey Shore«. Y algo de verdad hay en esta afirmación: al film de Korine le bastan y le sobran sus primeros veinte minutos para enganchar al espectador con un apabullante anzuelo visual en forma de enloquecedor crisol de imágenes de diferente pelaje audiovisual. Desde el principio, «Spring Breakers» alterna desprejuiciadamente planos grabados en una alta definición de estridentes colores vidoecliperos con otras escenas en las que el realizador parece buscar la textura nostálgica del celuloide, algo que tampoco hay que alejarse demasiado en el tiempo para encontrar en la historia del video musical: sin ir más lejos, Air supieron homogeneizar sus primeros clips para que anticiparan la sosegada melancolía de formatos analógicos que llegaría un poco más entrado el siglo XXI (algo que imitarían muchas otras bandas a posteriori). Y aunque bien puede buscarse un equilibrio entre ambas propuestas, la baraja no tarda en romperse cuando Korine se carga los esquemas del espectador al introducir lo que parecen planos rodados con móvil o amplificaciones de imágenes robadas a cámaras de seguridad. Este tipo de tratamientos visuales aparecen justo cuando las protagonistas de «Spring Breakers» aterrizan en su primera farra y la realidad empieza a corromperse a base de drogas, alcohol y desfase siguiendo exactamente el mismo ritmo con el que se descomponen las propias imágenes.
Pero, ¿hasta dónde hay que pensar en esta práctica como una apología de este estilo audiovisual y no como la fase final de una enfermedad? No se puede obviar que la tele-basura contiene la palabra «basura» en su propia formulación, y que la fase final de la basura es precisamente el detritus, la putrefacción enfermiza y la corrupción orgánica. Esta definición, al fin y al cabo, parece ceñirse más a la propuesta de Korine que los términos apologéticos, sobre todo teniendo en cuenta que todo en «Spring Breakers» parece condenado a la descomposición: la amistad entre las cuatro protagonistas es la primera en resentirse al ser expuesta a un entorno hostil que sacará lo mejor y lo peor de todas, pero eso es sólo el principio de un proceso de degeneración en el que van cayendo conceptos como autoestima juvenil, moralidad e inocencia.
Y, si se lee entre líneas, no es difícil observar que la tumefacción se va extendiendo incluso en capas más sutiles, como la mutación -casi prostitución- de las princesas Disney o la asimilación de la ñoñería baladera de Britney Spears en un contexto hermosamente truculento. Para la historia queda la escena de las protagonistas enmascaradas recortadas contra el mar cantando a capela «Everytime» alrededor del piano blanco del Alien (ojo a este personaje que, desde su propio nombre, se auto-proclama extrangero del mundo que conocen las niñas), acto final de la destrucción de una cultura pop despedazada en las fauces raveras que son el único futuro para los hedonistas que se resisten a entrar en la edad adulta.
Cualquiera podría decir, sin embargo, que esta tesis de degeneración de una cultura y de unas imágenes no es nada nuevo y que el tándem formado por Chris Cunningham y Aphex Twin ya lo sublimaron en una pieza de diez minutos histórica: el videoclip de «Windowlicker» (en el que es inevitable pensar al toparse con las grotescas cámaras lentas de los playeros desfasados de este film). Pero la principal valía de «Spring Breaker» es desvincular la mencionada tesis de la abstracción teórica, de su ensimismamiento estético y, como si fuera una semilla, sembrarla en la trama de un film convencional: Korine sabe encontrar el equilibrio perfecto entre la tendencia hacia la entropía de su material argumental y las camisas de fuerza que contienen un thriller violento e inquietante.
Al final, además, la semilla germina a una velocidad de vértigo y revela que en su interior moraba una planta carnívora que arrasa con la sombra de moralidad tradicional: el director nunca juzga a sus personajes, sino que lleva un escalón más arriba las típicas fábulas de fin de la infancia e inicio de la edad adulta convirtiéndola en un intenso y peligros juego entre unas protagonistas que deben decidir dónde dibujan con tiza la línea de su propia moral. Y, con ellas, el mismo espectador: ¿eres de los que juzga con la verdad en la mano o, tras ver «Spring Breakers«, te das cuenta de que la señal de tiza con la que marcas tu propia moralidad está más lejos de la convención de lo que creías? [Raül De Tena]